Vicente Riva Palacio (1832-1896)

Por José P. Rivera

Borrones

Riva Palacio

Rivera, José P. “Borrones. Riva Palacio”, en Diario del Hogar, año XV, núm. 61, jueves 26 de noviembre de 1896, p. 1. 

Uno menos de la generación que asistió al esplendor del partido reaccionario y a las agónicas convulsiones de su muerte; acaso el último representante de aquella juventud de la mitad de este siglo, que así batallaba en el campo de combate como en la lid parlamentaria, y que lo mismo se distinguía en el periodismo político que en las serenas lucubraciones del arte literario.

            Pasma ver de cerca la complejidad de esas vidas. Para ellas no existió la palabra reposo. Dondequiera que había asomos de lucha, dondequiera que había necesidad de un esfuerzo, tan pronto como se imponía el deber de derribar y luego de reconstruir, se reunían inmediatamente, sin detenerse a medir los peligros y sin curarse de las recompensas. Para los jóvenes republicanos de 1850 a 1860 la existencia estaba compendiada en estas obligaciones: vivir para la patria o morir por ella. Así, asombra, pero no extraña, ver que aplicaran sus energías, sus tesones, sus habilidades, a todo cuanto podía traducirse en adelanto de México.

            A esa juventud perteneció Riva Palacio; y ardido del mismo amor y empujado por el mismo anhelo que sus contemporáneos, puso una fuerza más en el conjunto de virilidades que había de cimentar a la República.

            Al medio, al afán de libertad que por todas partes vibraba, y que por la menor circunstancia sacudía los juveniles y soñadores corazones de entonces, venía a agregarse el carácter particular, en el que gran influjo ejercieron, sin duda, la descendiente del inmortal Guerrero, el honradísimo y probo estadista cuya administración aún recuerda el Estado de México, y aquel gran educador que se llamó Juan Rodríguez Puebla. Movido, pues, por su época y por sus tendencias propias, Riva Palacio fue a Ayutla, a la Reforma, y contra la Intervención, deseos de que en su patria esplendiera el credo democrático, y fuere un hecho la independencia. Asistió al triunfo. Le fue dable contemplar cómo de una vez para siempre se afianzaban en el país las doctrinas republicanas, y satisfecho de haber cumplido con el primer deber que la nacionalidad exige, volvió a la vida privada, dispuesto, sí, a alzarse de nuevo cuando le señalara su conciencia que era menester alcanzar por las armas derechos concedidos por la ley, y negados por la autoritaria voluntad de un gobernante. En el momento en que fue preciso, cuando los favoritos del señor Lerdo se empeñaban en cegar a su ídolo, Riva Palacio acudió a las armas como en días pasados, y como en días pasados cúpole el orgullo de asistir a la victoria.

            Empero su vida privada no fue propiamente vida de descanso. Se desciñó la espada y empuño la pluma del polemista de combate. El terrible satírico de La Orquesta, el salado escritor que sin descanso fustigaba al gabinete del señor Juárez y aun al señor Juárez mismo, se atrevió con el gobierno del señor Lerdo y al par que las armas tuxtepecanas triunfaban en el Jazmín, El Ahuizote triunfaba en la opinión pública y hacía que engrosaran las filas de los seguidores del plan reformado en Palo Blanco.

            Ese Ahuizote, sea que se le considere desde el punto de vista político, sea que se le considere desde el punto de vista de la literatura satírica, es un monumento. Los consejos de Ministros, las reuniones de las señoritas Manrrubio, las memorias atribuidas al señor Lafragua, las letrillas rebosantes de gracia, etc., etc., todo contribuyó a hundir entre carcajadas un gobierno impopular; pero prosa y verso iban informados con galana sencillez y espléndido donaire, al extremo de que desaparecidas hoy las pasiones políticas a cuyo calor nacieron aquellas sátiras, no hay quien se canse de admirar la facundia inagotable y chispeante de ese infatigable demoledor, cuyos predecesores y maestros fueron El Pensador, El Gallo Pitagórico, y El Nigromante. Bien puede el discípulo codearse con ellos, tanto más cuanto que siguió nuevos rumbos. En efecto, su sátira más cercana del alfilerazo que de la estocada, no es la burla mordente de Lizardi, ni la frase acre de Morales, ni el sarcasmo implacable de Ramírez; sino una ironía fina y delicada, una mimesis deliciosa en que el ridículo no llega al insulto.

            Y como en sus escritos, era en su conversación. Oír a él y a Altamirano —dos conversadores atletas— era tanto como permanecer en pleno y continuado goce. Aún recordarán los habituados al Liceo Hidalgo, aquellas sesiones deliciosas en que ambos a porfía, satirizaron la obra de Carpio. No pudo con ellos el eruditísimo Pimentel, y el triunfo fue de los dos pensadores liberales.

            Riva Palacio poeta es una de las figuras más conspicuas de nuestra literatura. Cultivador de todos los géneros, no puede decirse que en alguno fracasara. Su “Mamá Carlota”, versos de oportunidad, pero que inflamaron el ánimo y en alas del patriotismo volaron por toda la República y enardecieron el ya calenturiento entusiasmo de los defensores de la patria, prueba ampliamente que sabía herir la fibra patriótica y excitara y mantenerla en constante excitación. Poeta erótico fue aquella adorable Rosa Espino de quien decía don Anselmo de la Portilla: “Para escribir como Rosa Espino escribe, se necesita tener alma de mujer, y de mujer virgen. Esa ternura y ese sentimiento no los expresa así jamás un hombre”; mistificación graciosa que nos pone de relieve cuán flexible y apasionado era su numen; fue el delicioso cantor de “La alborada”, “La siesta”, “La hamaca”, “La flor”, impregnadas de la más dulce sencillez y del amatorio empeño más puro. Poeta épico, produjo esas robustas estrofas de la introducción de Juan Venturante; descriptivo, nos dejó sus pintorescos paisajes “El alba”, “El mediodía”, “La tarde” y “La noche” que serían únicos en nuestra literatura a no haber rescrito el Maestro su inolvidable “Salida del sol”; y romancero, abandona al porvenir las dramáticas narraciones de los piratas que, asolando las costas del Golfo, fueron el terror de la vieja Ciudad de Tablas y de Campeche; generosidades como la de Guerrero en Chapetlán, y cuadros de costumbres como “El chinaco” y las desazones de Encarnación, Torreblanca.

            No saciado aún su espíritu, va a la crítica y burla burlando, en las páginas de Los ceros, exhibe defectos, señala bellezas y se entrega a una portentosa erudición, índice seguro de la abundancia y variedad de sus lecturas; emprende con ardor una serie de novelas, retrato fiel de la vida de la colonia, y da cima a una laboriosa e interesante historia de la dominación española, notabilísimo remate de una existencia consagrada en su mayor parte al lustre de las letras nacionales.

            Incompleto quedaría este breve bosquejo de una existencia cuyo mérito más alto es de la unidad de ideales, si no se mencionara a Riva Palacio orador. No era su palabra, con ser fácil y elocuente, la del tribuno que arrastra tras de sí a las multitudes, hechas más a sentir que a pensar. No, tendría él a convencer, y por eso más se preocupaba por el argumento incontrastable que por la cláusula que deslumbra. Así pudimos verlo señalar los peligros que traía la circulación de la moneda de níquel, y abrumar a cargos, que fueron irrefutables, al entonces secretario de Hacienda; en sus oraciones patrióticas fue su único afán honrar a los mártires de nuestras luchas y ponerlos como ejemplo de virtudes dignas de imitarse.

            Tal fue esa vida que acaba de extinguirse lejos de la patria, que lo aguarda ahora para confirmar la gloria que ya tenía adquirida.

Transcripción y edición por Antonio Saborit García Peña

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz

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