Nota

"La flor"

I
De la montaña en el abrupto flanco, 
           limitando el barranco
por donde turbio, atronador, hirviente.
Revolviendo entre rocas y entre brumas,
           se despeña el torrente
arrojando con furia sus espumas,

II
acantilado muro se levanta
              con altitud que espanta,
coronado de robles y de encinas,
en donde tienden húmedo su velo
              las nieblas matutinas
con la primera luz que baña el cielo.

III
Bordan soberbio mando a su grandeza
              el musgo y la maleza,
y los punzantes cactus, y atrevidos
arbustos, que las rocas aferrando
              se inclinan suspendidos,
el espantoso abismo sombreando.

IV
El agua del torrente evaporada,
              retorna condensada
en las anchas venas o menudas gotas
por la rugosa falda del gigante,
              y en las quiebras ignotas
se pierde misteriosa y murmurante.

V
Como lacia melena en los crestones,
              los tupidos festones
lánguidos flotan a merced del viento,
oscilando en constante y rumoroso
              y vago movimiento
sobre la frente altiva del coloso.

VI
Levantan incansables tejedoras
              las plantas trepadoras
su verde malla en la pendiente breña
u se agrupan el hongo y el helecho,
              de la desnuda peña
luchando por asir el borde estrecho

VII
al abrigo del sol crece y florea
              la fragante orquídea
que al pie de la montaña se estrechaba,
en fresca tarde de apacible día
              feliz atravesaba
en juvenil y alegre compañía.

IX
De aquella sierra en los peñascos huecos.
              Despertaban los ecos,
con el duro trotar de sus corceles,
lucida cabalgata de amazonas
              servidas de donceles,
animosas, gallardas, juguetonas.

X
Ya saltaban osadas y ligeras,
              de robustas palmeras
los abatidos troncos seculares;
ya buscaban la sombra de lustrosos
              crujientes platanares,
o de frescos naranjos olorosos.

XI
Inquietos, jadeantes, fatigados,
              y de sudor bañados
los generosos brutos gorbetean,
y al viento arrojan en ligeras plumas,
              de sus fauces que humean
lucientes y blanquísimas espumas.

XII
Sobre un garboso y trotador overo
              que relincha altanero
sacudiendo su crin luenga y sedosa,
entre aquel bello grupo iba María,
              la virgen pudorosa
por quien de amor mi pecho se encendía.

XIII
Era esbelta flexible. Su cabeza
              con noble gentileza
coronaban undosos sus cabellos.
Negros, finos, profusos y brillantes, 
              y de sus ojos bellos
lampos de luz brotaban deslumbrantes.

XIV
La amaba yo con la pasión primera;
              con mi existencia entera
una hora de su amor pagado habría;
pero ella altiva siempre desdeñosa,
              severa remprimía
de mi edad la corriente tormentosa.

XV
Contemplando la hirviente catarata
              la gentil cabalgata
se detiene, y se escucha entre las rocas
el rumor de las voces argentinas
              de aquellas lindas bocas, 
como el parlar de alegres golondrinas.

XVI
Mas de pronto en la peña acantilada,
              con rápida mirada
descubre entre las quiebras mi María, 
roja, espléndida flor que altiva crece
              y al hombre desafía
desde la inmensa altura en que se mece.

XVII
¡Con qué infantil candor, con qué inocencia, 
              expresó la impaciencia
que le causaba contemplar tan lejos
aquella flor, mirando su hermosura
              a los tibios reflejos
del sol que penetraba en la espesura!

XVIII
No pude resistir, sentí convulso
             con repentino impulso
agitarse mi ser; el pensamiento
se incendió con el fuego de una idea,
             y dijo mi ardmiento:
«suya será esa flor, pues la desea».

XIX
Antes que alguno mi intención comprenda,
             con la flexible rienda
de mi corcel despierto el noble brío;
y pujante se mueve y se encabrita
             y en las aguas del río
saltando el peñascal se precipita.

XX
Entre sordos rumores confundidos
             llegan a mis oídos
ecos de angustia y gritos de quebranto
que presurosos a llamarme vienen
             y ni me dan espanto;
ni me hacen vacilar, ni me detienen.

XXI
Fuerte, ligero, audaz y apasionado,
             con el pecho inflamado
de aquella edad por el intenso fuego,
de ilusiones y amor llena la mente,
             atravesaba ciego
las encrespadas olas del torrente:

XXII
el potro vigoroso hiende el agua;
             como de ardiente fragua
es su aliento agitado. La onda fiera
espumante le envuelve hasta la sulla;
             pero su esfuerzo impera
y el borde alcanza de la opuesta orilla.

XXIII
Salto de mi caballo, y diligente
             por la áspera pendiente
que mi osada intención torna en escala,
asalto con valor el alto muro
             en donde el pie resbala
y el apoyo en el brazo es inseguro.

XXIV
Como el reptil que en antro pavoroso
             se arrasta cauteloso,
así avanzaba yo. Ya desprendida
escapaba una piedra de mi mano,
             ya entregaba mi vida
al seco matorral, frágil y vano.

XXV
sobre el musgo mi planta se escurría;
             en inútil porfía,
me aprisionaban en flexibles lazos
trepadoras sin fin y enredaderas,
             y al hacerlas pedazos
se llevaban tras sí rocas enteras.

XXVI
A veces con esfuerzo sobrehumano
            y teniendo mi mano
a punzadora yerba mal sujeta,
pugnaba por hallar inútilmente,
            el relieve o la grieta
en la pulida faz de la pendiente.

XXVII
Era supremo triunfo la conquista
            de la tajante arista,
que duro pedernal me presentaba,
y ofreciéndome apoyo pasajero
            mis carnes destrozaba
con sus cortes más finos que de acero.

XXVIII
Con negras alas de cambiantes rojos,
           azotando mis ojos
el vértigo asomó; yo no veía
el abismo a mis pies; pero terrible
           su aliento me envolvía
atrayéndome mudo, irresistible.

XXIX
Y vi nubes sangrientas, y vi estrellas
           rutilantes y bellas
cruzando en oscurísimas regiones;
y escuchaba tañidos de campanas,
           y rugir de aquilones
y conciertos de músicas lejanas.

XXX
Parecíame sentir que de su asiento
           con rudo movimiento
quebrando las cadenas de granito,
se arrancaba ligera la montaña,
           cruzando el finito
con torpe vuelvo en lentitud extraña.

XXXI
Sentí helarse mi sangre; de pavura
           crugir mi dentadura,
y en mi cerebro el soplo de la muerte.
Dejé de respirar; cerré los ojos
           y detuve inerte,
como en mullido lecho, en los abrojos.

XXXII
¿Pasé inmóvil una hora o un instante?
           Lo ignoro; delirante
seguí subiendo. Todo parecía
a mi vista cambiar; por los cantiles
           precitada huía
la repugnate tropa de reptiles.

XXXIII
Se animaban los cactus: erizados
           sus dardo acerados
procuraban herirme. Rencorosas
me lanzaban fosfóricas miradas
           víboras espantosas,
en las oscuras grutas refugiadas.

XXXIV
Hirviente muchedumbre me rodea
          de insectos, que hormiguea
bajo la yerba, o se alza en densa nube
y con formas diversas y bizarraz
          sobre mi cuerpo sube
¡Clavando sus harpones o sus garras!

XXXV
Sangrando voy, y a detener me obliga
          mi empeño, la fatiga,
eterno aquel camino me parece...
alzo la vista... y miro que colgando
          cerca de mí se mece
la codiciada flor que voy buscando

XXXVI
renace mi vigor, vuelve el aliento;
          con rudo movimiento
me adelanto Salvando la distancia
que me separa de la flor, y ufano
          con soberbia arrogancia
tiendo sobre ella la sangrienta mano.

XXXVII
Y al contemplarme así sobre la altura
          con extraña locura
sentí de la barbarie el atavismo
y orgulloso lancé como un ultraje
          sobre el profundo abismo
el estridente grito del salvaje.

XXXVIII
De la callada brisa el dulce beso
         sobre mi frente impreso
calmó la fiebre, me sentí dichoso,
y radiante de amor y de alegría
         me incliné presuroso
buscando con la vista a mi María.

XXXIX
Donde yo le dejé, cerca del río
         inmóvil y sombrío
me contemplaba el grupo fijamente
y ella, lejos de allí, puesta de hinojos,
         inclinaba la frente,
con las manos cubriéndose los ojos.

XL
¡Ella por mí temblando y solitaria
         alzaba su plegaria!
Yo no puedo decir qué sentimiento
movió mi corazón: fue de ventura,
         o fue remordimiento
al contemplar su pena y amargura

XLI
ligero como el tigre perseguido
         dejo el peñón erguido,
encuentro mi corcel, salto a la silla
y cruzando el torrente, en la cañada,
         doblando una rodilla,
le presento la flor a mi adorada.

XLII
Ella se acerca pálida, me mira,
         se estremece, suspira,
y luego apasionada, como loca,
la flor de entre mis manos arrebata
         se la lleva a la boca
y en llanto de ternura se desata

Riva Palacio, Vicente, “La hamaca” en Páginas en Verso, México: Librería La Ilustración, 1885, pp. 162-174.

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