Ignacio Rodríguez Galván (1810-1894)

Por Manuel Payno (1810-1894)

Un entierro4

Cementerio

Una tarde vino mi buen amigo bachiller, y me invitó a que asistiese al entierro de una parienta suya que había fallecido el día anterior. La señora era de las más principales y ricas de la Habana, y así iba yo a presenciar una de esas escenas en que el orgullo y la vanidad luchan con la destrucción y el olvido.

Nada noté de nuevo en este espectáculo que no hubiera visto ya en México. Dirigíamos a la casa, que es una de las mejores y de dos pisos o de altos. En la calle había porción de volantas de los dolientes, limpias, con todos los adornos de plata bruñidos, y los negros cocheros de libreas galoneadas y bota fuerte, dispuestos, en fin, como para el paseo de los días festivos. Los sacerdotes no tardaron en llegar, y subieron hasta la sala donde estaba una tumba de dos cuerpos, alumbrada con cirios gruesos de cera, y rodeada de una docena de lacayos con grandes libreas encarnadas y azules, calzón corto y sombrero al tres. Allí cantaron un responso los sacerdotes, y en seguida se ordenó la fúnebre comitiva. La difunta, en un ataúd de terciopelo, era conducida en los hombros de cuatro lacayos, y los restantes seguían inmediatamente con aire compungido y doliente. Después, en hileras, los parientes y convidados, no vestidos precisamente de luto riguroso, sino con alguna pieza del vestido negra, lo cual es bastante en la Habana para asistir a una ceremonia de esta naturaleza. Detrás de los convidados seguía la carretela del conde de Santo-Venia, tirada por un par de frisones enjaezados con una red blanca, y a este carruaje seguían multitud de volantas más o menos elegantes. Atravesamos en esta disposición algunas calles hasta la catedral donde había otra tumba. Colocose allí un instante el cadáver, y se le condujo en seguida al cementerio, en tanto que el cura quedaba entonando los salmos de difuntos. Como el camino de la Catedral al cementerio es un poco largo, los asistentes entraron en sus volantas, y solo los lacayos siguieron a pie.

Antes de llegar al cementerio, el cadáver descansó en una tercera tumba colocada en la Casa de Beneficencia. Las niñas, con sus voces de falsete y un tanto desentonadas, cantaron otras plegarias. No sé qué tenían de melancólico aquellas voces de las pobres niñas huérfanas, que al parecer animaban a la muerta a que volviera a la vida, a que no fuera a dormir en el sueño del olvido. La Casa de Beneficencia está situada fuera de las murallas y en la orilla del mar, y así a un tiempo veía yo una goleta a toda vela que se mecía entre las ondas azules del mar, y el rostro pálido y apacible de la muerta, que parecía dormir tranquilamente. De tiempo en tiempo caían, por decirlo así, en mi corazón esas cadencias tristes y en otro tono diverso del que he estado acostumbrado a oír. Este espectáculo, por cierto bastante común, tiene alguna solemnidad para el que se halla muy lejos de su país, y que no sabe asertivamente cuál será su porvenir.

Entrada del Cementerio General de La Habana. 
(Litografía, Federico Mialhe. El Plantel, 11: 228) Imagen recuperada por 
Martha Elizabeth Laguna Enrique

El cadáver, por fin, que había hecho tres jornadas, fue conducido al cementerio.

Este fue construido por los años de 1804 y 1806 por el obispo Espada, y costó 46,888 pesos, de los cuales más de veinte y dos mil fueron de los fondos particulares de este prelado.

La entrada es un pórtico sostenido por cuatro columnas toscanas, todo perfectamente pintado de blanco y color de rosa. En dos arcos colocados al lado de la puerta se lee, en una, El Marqués de Someruelos Gobernador; en la otra, Juan de Espada Obispo; y en la puerta de la entrada, A la religión, a la salud pública. Frente al pórtico está una pequeña capilla, y el todo del cuadrado, que es bastante extenso, dividido por una calzada en forma de cruz, con su balaustrado de hierro y altos pinos a los lados, en la actualidad rotos y destrozados por el último huracán que sopló. El cementerio de La Habana no es al estilo de México, donde los nichos están unos sobre otros en los costados, como un panal de abejas, sino que están en el suelo, y cubiertos con grandes lápidas de mármol blanco, con las inscripciones que las ideas o gratitud de los vivientes esculpidas las armas o blasones del difunto; y no pude leer los epitafios, pero me dijeron que pocos había que merecieran mencionarse.

Nuestro poeta, y mi amigo, Ignacio Rodríguez [Galván], duerme el sueño eterno en este cementerio. Bachiller, ese joven excelente que le dio hospitalidad en vida, se la dio también después de su muerte, colocándolo en el sepulcro de su familia; pues de otra manera los restos de Rodríguez habían sido exhumados y confundidos en los altos osarios que hay en cada ángulo del cementerio. En La Habana, como en México, es costumbre que a los muertos que no pagan su casa se les desaloje y se les ponga al fresco. Los hombres no tienen piedad con los pobres ni aún después de muertos.

Mas, volviendo a Rodríguez: en medio de la gran desgracia que sufrió, no de morir, pues esto en algunas situaciones de la vida es un bien, sino de morir en una tierra extranjera, careciendo de todas esas afecciones de amistad y de familia, que se avivan más cuando uno va a dejarlas para siempre, me consoló muchísimo el saber que su muerte fue un día de duelo y de lágrimas para esta sensible y buena juventud de La Habana. Rodríguez, quizá cansado con la vida, presa de esos indefinibles sufrimientos morales que nos hacen odiar la existencia, hacia lo que verdaderamente pueden llamarse locuras. Comía con exceso, bebía vino, se asoleaba, se bañaba en horas desusadas, esto en un clima como el de La Habana y en el mes de julio, le produjo un vómito prieto terrible. Fue atacado en la misma posada, en el mismo cuarto, y quizá en el mismo lecho donde yo duermo (calle Teniente de Rey, Hotel Francés). Luego que se difundió la noticia de la enfermedad, acudió Bachiller, lo transportó a su casa, situada fuera de La Habana y en un sitio ventilado y hermoso. Allí personalmente lo asistió como un hermano, y le prodigó todos los auxilios de facultativos y medicinas; pero la enfermedad era mortal y nada bastó para contener su influjo destructor. Rodríguez en su enfermedad fue visitado por todos los jóvenes de La Habana y por multitud de personas, y si no miró en sus últimos momentos a sus amigos de México y a su familia, sí vio que su genio y su excelente corazón habían granjeado vivas y sinceras simpatías. Rodríguez murió y fue enterrado en el sepulcro de la familia de Bachiller, como he dicho.

Algún día que Bachiller se presente en México a reclamar hospitalidad, tendrá el recomendable título de haber sido el benefactor de un mexicano desgraciado, y el generoso amigo del pobre poeta, a quien lanzó su fortuna de este lado de los mares a ver un momento esta bella naturaleza de la isla y cerrar los ojos para siempre.

No necesito decir los sentimientos que despertó en mí, por esta causa, la vista del cementerio de La Habana. Rodríguez era mi amigo, lo quería yo y lo admiraba, y esto basta.

Dos palabras más, a propósito de este tristísimo recuerdo. En la isla de Cuba se ignoraba absolutamente que México, como todos los países de la tierra, tuviese una juventud inteligente, deseosa de saber, y con la noble ambición de figurar política y literariamente a fuerza de constancia y de trabajo. Rodríguez trajo a su venida sus dos dramas, El Recreo de las familias, redactado por él y varios jóvenes de México, y otra porción de papeles y composiciones sueltas. Las enseñó a los poetas y literatos de Cuba, y entonces conocieron que México no había permanecido estacionario: conocieron algo de sus costumbres, de su poesía, de su modo de pensar en política y en ciencias, y se afirmaron en la idea consoladora de que una nación, que en medio de sus continuas agitaciones políticas daba estas pruebas de inteligencia y de vida, no podía menos sino estar llamada a ocupar un lugar muy distinguido en la tierra. Rodríguez habló con entusiasmo y vehemencia del talento de Prieto, de Pesado, de Carpio, de Lacunza, y aún se avanzó hasta mentar mi nombre con elogio; y a la verdad, que si ahora no lo merezco, entonces ni motivo había, pues mis producciones eran casi insignificantes y nulas. Así, la venida de Rodríguez fue el eslabón que unió a los jóvenes estudiosos de Cuba con los de México, y que preparó la hospitalidad y los amigos a los que después hemos visitado la isla.

Rodríguez, por su comportamiento moderado y fino, su buen talento y su generosa alma, se granjeó en pocos días simpatías de cuantos le conocieron, y aún hoy se conserva su memoria fresca y viva como si acabase de morir; y es un título que recomienda, el haber sido su amigo y su compañero en tareas literarias. He aquí uno de los pocos jóvenes mexicanos que verdaderamente ha honrado a su país en el extranjero. Justo es, que aunque sea por una compensación, honremos también su memoria, y lloremos su fin desgraciado y prematuro.

La Habana, 1845.

Transcripción y edición por Fernando A. MoralesOrozco

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda

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