José María Lacunza (1809-1869)

Por Guillermo Prieto

José María Lacunza

Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos. 1828-1840. París-México: Vda. Charles Bouret, 1906. pp. 70-74.

En el colegio, nadie como Lacunza era mi asombro por su carácter y por su temprana sabiduría. Delgado, de cabeza enorme, recalcando la rr al hablar, frío, autoritativo y con supremo desdén por el que no fuesen los triunfos de la sabiduría. Lacunza era en el colegio una potencia. 

Comenzaba a estudiar leyes. En su acto de Filosofía se distinguió tan extraordinariamente, que el Presidente Pedraza, que fue padrino de su acto, le concedió de su peculio una pensión de diez y seis pesos mensuales que le daba don Juan B. Lisos. 

Lacunza tenía una tía que le había servido de madre. Señora de alta alcurnia, de palabra altisonante y compasada; que fumaba purillos delgados y se embozaba como en una capa en su pañolón de lana para recibir visitas. 

A la señora dedicaba Lacunza sus atenciones filiales con tal reverencia y cariño, que nos admiraba: la velaba el sueño, la curaba en sus enfermedades, era su apoyo en las calles, su compañera en el templo, su esclavo en todas partes. 

¡Qué admirable era la inteligencia de Lacunza! Conocía el latín perfectamente, hablaba el francés con singular corrección, el italiano le era familiar, y si no pronunciaba bien el inglés, lo traducía con elegancia suma aun cuando se tratase de Shakespeare o de Swift.

Su cuarto estaba desmantelado, pero con muchos y buenos libros. Pasaba horas enteras bocarriba en su catre, leyendo o estudiando, sin acordarse de probar bocado, y era para él contento y halago que se le consultase sobre cualquiera materia y darle ocasión de participar de sus luces a sus amigos y compañeros. 

Le encantaba el sofisma; en la discusión era su placer apoderarse de los argumentos del contrario, ampliarlos, robustecerlos, hacerlos aparecer unos instantes como triunfando… para devastarlos de un soplo, exponiendo entre los escombros de sus raciocinios, anonadado a su adversario vencido… y volviéndole la espalda con indiferencia. 

Había llamado la atención su canto a Tampico, hecho motivo de la invasión de Barradas, y aunque tales antecedentes habrían podido abrirle la carrera y relaciones políticas, se negó constantemente a toda representación fuera de su colegio, cultivando consecuente la amistad de Juan Hierro, Vicente Gómez Parada, Manuel Tossiat Ferrer y yo.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz