José Vasconcelos (1882-1959)

Por Fedro Guillén

EL BÚHO O LA ABEJA

—LAS DIVAGACIONES LITERARIAS DE VASCONCELOS—

Guillén Fedro, “El Buhó o la abeja —LAS DIVAGACIONES LITERARIAS DE VASCONCELOS—”, Cuentos, Colima, Comunidad Latinoamericana de escritores, 1982, pp. 5-13.

De divagaciones juzgaba José Vasconcelos sus merodeos a la literatura llamada de creación, cuando todo lo que se escribe es eso.

El filósofo divagaba escribiendo temas que creía ajenos a su coto, divagación fecunda que lo acercó al cuento, al ensayo, a la crónica, a la biografía, al periodismo y en escala menor, al teatro y hasta a la poesía.

Dejó entre sus papeles, nos parece, un guion cinematográfico, que nunca fue aprovechado, para un Bolívar, tomando datos de una biografía sobre el Libertador poco conocida en la que la prosa vasconcelista, enemistada de por vida con los ingleses, no perdonó la ayuda que dieron al caraqueño.

Divagaba Vasconcelos entre ratos cuando rehuía —creía él— su obra de filósofo para descansar; ¡descanso, dice socarronamente el pueblo, de quien vive y trabaja sin tregua, haciendo adobes!

Era, pues, un aparente duelo entre el Búho y la Abeja. El ave filosófica o las “avecillas rubias”, de Ronsard.

Su autobiografía llena cuatro gruesos volúmenes con títulos que revelan la pasión y el hallazgo —Ulises Criollo— libro que la crítica ha señalado entre los mejores de las letras mexicanas.

Esa autobiografía narra sin miedo a ninguna intimidad y el hombre cruzado por debilidades y enigmas, el político, el errante por el mundo contrapuntea un destino azaroso entre vientos de amor y odio, en páginas novelescas que trasuntan la consigna de vivir peligrosamente, delirio de Nietzsche que sublimaba debilidades físicas soñando mitos superhumanos.

De Nietzsche era el libro que estaba en la cabecera de Vasconcelos cuando se embarcó rumbo a la muerte. Admirador del genial alienado la religiosidad vasconceliana lo alejaba del filósofo alemán, pero la fuerza de su pensamiento y la belleza para decirlo cautivaban al maestro mexicano.

La autobiografía incandescente de pasta a pasta espejea una vida patética y hermosa, forzada por un temperamento inestable propicio a cimas y caídas. Una obscura consciencia de que todo en el planeta es tránsito hundía a José Vasconcelos en una nostalgia de eternidad que culminaba en alegato contra la vida, y eso también es signo de amor. Eros sabe que reñir y amar son tiempos eternos de un ritmo afín.

Un tono fatalista, de pesimismo alegre, como el autor lo llamaba anega las narraciones y si alguien encuentra hoy en la autobiografía páginas donde llamea el empecinamiento hay que recordar que fueron escritas en tiempos difíciles, en el destierro y cuando no se apagaba en Vasconcelos una brasa encendida por desengaños políticos.

Pero ¿se apagó alguna vez esa brasa…?

No, del todo, pero en sus días finales fue olvidando querellas, dejándose invadir por un mayor misticismo religioso y así quedó atrás la colisión que le produjo la campaña presidencial y su desenlace en 1929.

Ensayista memorable ascendía a la roca del profeta estético y palabras suyas conmovieron al ayer americano en generaciones que tomaron el nombre del escritor como maestro y le enviaban diplomas, rasgo que ahora parece marchitado: violeta de otro tiempo, romanticismo juvenil…

En el Profeta había un luchador social y eso atrae siempre a la juventud.

Tesis como la de una Raza cósmica, lemas de una Raza que Hablará por el Espíritu, proposiciones pedagógicas, ataques violentos contra tiranías o imperialismos, parecen identificarse con el atisbo que es augurio y promesa latinoamericana, aunque el sociólogo   —sólo sociólogo— levante los hombros un poco desdeñoso.

Como buen antipositivista el filósofo mexicano veía con desconfianza las andanzas de la Sociología, hoy convertida en carrera universitaria. La lucha contra Augusto Comte y sus seguidores se explica históricamente y fue parte de la insurrección espiritual contra el tiempo de Porfirio Díaz.

Cerca de Comte vivió Vasconcelos en París, en la primera postguerra y desde su balcón, en una placita clásica, podía divisar todas las mañanas la estatua del filósofo por el rumbo de La Sorbona.

En Vasconcelos había un teórico de las verdades del nuevo mundo, que por su originalidad ideativa interesó al viajero Keysserling más que ningún otro pensador latinoamericano, y títulos como Bolivarismo y monroísmo denuncian al ideólogo anticolonialista, futuro creador de ideas pedagógicas trascendentales.

De las proclamas de Bolívar en Jamaica, de su fallido Congreso de Panamá, hace ciento cincuenta años, quedaron principios recogidos por los mejores de cada generación. Principios de unidad entre pueblos a los que llamó Martí Nuestra América, para diferenciarla de la que no habla castellano.

Ese impulso de unión que fracasó en Panamá y que en cada tiempo encuentra enemigos de dentro y de fuera de Nuestra América, ha movilizado una esperanza creciente entre países a los que actualmente se denominan del tercer mundo.

Unidad fundamental de los débiles contra los fuertes, aunque la historia cambie dramáticamente de rostro.

José Vasconcelos en su afán de divulgación hizo periodismo y bajó a la plaza pública donde su figura iba a ser discutida. Ese periodismo no obstante la temporalidad del género recogió en vuelos del teorizante al periodismo con alas.

Al teorizante, no al que hace una sola teoría, como demandaba Ortega, consejo que el ilustre Espectador no pudo cumplir porque su talento brillaba más en la versatilidad.

El periodismo urgido por mandatos del tiempo y por otras urgencias intemporales en el intelectual honesto que conoce la pobreza digna, supo de las descargas del que roza un tema y deja, en el paso rápido de la hoja periódica, miel suficiente de colibrí virtuoso.

Son las liebres que saltan y como en la bella Tradición del recordado libro de Ricardo Palma, pueden convertirse en plata, conseja colonial que también se atribuye a un aspirante a santo, Pedro de Bethancourt.

Evocar envíos periodísticos de Vasconcelos es revivir pasajes que capturaron policíacamente la embriaguez estética de Santa Sofía o el discurrir nemoroso por jardines nocturnos de España o visiones de Suramérica, hirvientes, como de continente de tercer día de la creación.

La idea de clasificar los perfumes como se ha hecho con los colores es uno de esos hallazgos que bajan al periodista que tiene atrás, como ángel de la guarda, al pensador.

En el campo de la polémica Vasconcelos se movió como pez en el agua y sus afirmaciones y negaciones causaron legión de simpatizantes y adversarios. Alguna polémica suya traspasó fronteras como aquella con Lugones y Chocano cuando a los dos ilustres poetas les plugo elogiar, en mala hora, la Era de la espada.

Esa polémica tuvo desenlace trágico y José Santos Chocano fue a prisión en Lima.

La espada, que no es la de libertadores, sigue amenazando a nuestra América…

Vasconcelos era un polemista que tiraba con honda azteca a la frente del contrario, enfrentándose muchas veces a los hombres fuertes y hasta temibles de su hora.

Al final polemizó confundido en la defensa de un cristianismo que no figura, como tal, en las luchas del mundo moderno.

No entender el camino anfractuoso de México y dividir la contienda universal por razones religiosas llevaron a Vasconcelos a posiciones extremas en todo tiempo y ser así era parte de su temperamento.

Al desterrarse en 1929 su salida del país coincidió con una encrucijada total: crisis económica, amagos de fascismo, guerras. Desde el exterior aumentó Vasconcelos sus iras y durante diez años anduvo errante sin que se le cayera la pluma de la mano. Al retornar a México traía algunos de sus mejores libros pero su carácter declinaba hacia un mayor pesimismo.

Escritor denunciante un violento sabor escéptico asoma en Vasconcelos como reflejo de una conciencia turbada por la certeza de no poder imponer reformas sociales y leyes estéticas a pueblos tan alejados de Dios —dice una frase que se repite— y tan cerca de los Estados Unidos.

Referir aspectos obscuros del hombre y de la historia es parte de la obra del que escribe, pero para buscar salidas y no quedar atrapados en un virtual túnel esperando la llegada de un tren enloquecido…

Esas urgencias de reformador lo obligaban a pensar, como algunas veces lo hizo Tolstoy, que no era suficiente sólo escribir. Si se elogiaba la calidad literaria de algún libro vasconceliano, las memorias, por ejemplo, no parecía del todo satisfecho.

Esa autobiografía se había escrito —afirmaba casi colérico— para conmover al pueblo y no para deleite de ocasionales estetas.

Escritor denunciante se quiso convertir en fiscal y ello acarrea castigos milenarios. Conmover al pueblo con un libro parece lejana quimera y, sin embargo, es lo que busca el creador que ama la renovación.

La prosa de José Vasconcelos está atravesada, iluminándola, por relámpagos que se abren paso más allá del estilo a veces descuidado y dueño de un ritmo propio forzando las páginas a dejar su polen voluptuosamente.

Es de los pensadores que acaso no posean un sistema de ideas pero que muestran en lo más nimio un afán de búsqueda. Irrigar las letras con riachuelos subterráneos, sin que la pesantez ideológica robe bellezas, es un don que viene de lejos y quien lee a ese tipo de poetas-filósofos toma, sin buscarlo, el mejor vino de consagrar, de consagración…

Escritor apresurado (“apresurado de Dios”, lo llamó Gabriela Mistral y el título sugestivo lo hemos aprovechado en otro libro) parecía poseído por el demonio de la urgencia para decir todo de una vez y por eso raramente revisaba o corregía sus textos.

De pronto cualquiera puede reparar en ocurrencias vasconcelianas como aquel subtítulo del primer tomo de la Autobiografía: Vida del autor escrita por él mismo.

Redundancias y otras hierbas de olor le importaban menos que la marcha de las estrellas y eso lo percibimos en diálogos en que aprendimos mucho de él, entre asaltos verbales y discrepancias.

Si a veces parece sentencioso el estilo hay una espontaneidad que hace correr las palabras empujadas por una fuerza superior y ese ímpetu casi vital no lo logra quien cae preso en la sola búsqueda de la belleza del estilo.

Su temperamento belicoso asoma siempre y cuando juzgaba nuestra historia dejó libros en los cuales al lado de verdades innegables hay un saldo amargo. El denunciante descabeza héroes con ademán definitivo y del paseo por las galerías de los próceres  —Independencia, Reforma, Revolución— queda un paseo de mentiras, según ese personal enfoque.

Así, Paseo de mentiras, llamó a su bello libro un cuentista mexicano.

El fiscal parecía haber extraviado su fe en la historia y es posible que eso, al lado de desencantos de otro tipo, contribuyó a reacercarlo a la fe religiosa.

Hay valor en los juicios sobre el proceso mexicano pero el escepticismo bate sus obscuras alas —¿de endriago?— y es que al observador irónico de la realidad hay que agregar que esas páginas fueron escritas en el destierro, cuando proclamaba que le habían escamoteado el triunfo en las elecciones presidenciales en maniobra de caudillos mexicanos y procónsules de Norteamérica.

Pensador y prosista, pero también gran hombre de acciones. La figura de Vasconcelos cubre la mejor etapa de la educación popular y la campaña alcanzó un inusitado resurgimiento cultural que hizo vibrar a su tiempo.

Ese momento de doctrinario y jefe de una obra de búsqueda de las raíces mexicanas y de prolongación hacia verdades continentales lo coloca arriba de grandes maestros de ayer, como Barreda o Justo Sierra y debe decirse que nadie ha eclipsado el paso del ministro José Vasconcelos.

La Secretaría del ramo, antes dependencia elitista desde época de la Colonia, y la reapertura de la añosa puerta de la Universidad, se deben a un Vasconcelos pensador y hombre dinámico. Bastaría ese dato…

Transcripción, edición, hipervínculos y notas por José Arturo Martínez Quintanilla