Juan Vicente Melo (1932-1996)

Por José de la Colina

Desobediente nocturno

José de la Colina, “Juan Vicente Melo, el obediente nocturno”, en Personerío (del siglo xx mexicano), Xalapa: Universidad Veracruzana, 2005, Co. Ficción, 201, pp. 143-169.

Aún eran los años cincuenta, quizá el año 59. Los Beatles, si existían ya como tales, eran uno más de los grupos de rocanrol de Inglaterra, todavía un fenómeno local, y apenas hacía unos meses los barbudos castristas habían tomado La Habana donde Fidel prometía una democracia con sones y rumbas, y la Unión Soviética (eso existió, lo juro) humillaba en Estados Unidos en la incipiente carrera espacial colocando un cohete en la Luna y fotografiando la otra cara del satélite, y el muro de Berlín no existía, eran tan sólo inocentes piedras dispersas por Alemania, y Francia comenzaba la nouvelle vague cinematográfica con Los primos, Los cuatrocientos golpes, Hiroshima mi amor y Federico Fellini metía la giganta Anita Ekberg en la noche romana con un gatito por sombrero y ponía a bailar a la alta sociedad citadina al son del mambo Patricia, con lo que Pérez Prado reverdecía, y en México bajo la presidencia de Adolfo López Mateos se creaba la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito, se encarcelaba a Demetrio Vallejo y sus ferrocarrileros, morían José Vasconcelos, Narciso Bassols, Alfonso Reyes, y, muy vivo, Juan José Arreola chisporroteaba ingenio y gracia retórica a través de Radio Universidad, Carlos Fuentes publicaba la galdosiana Las buenas conciencias, Sergio Galindo la violenta La justicia de enero, Miguel León Portilla la trágica Visión de los vencidos, y (me disculpo, ahora entrará la primera persona del singular) yo, que estaba pasando una de las peores temporadas de mi vida, con estruendo y furia y problemas familiares y sentimentales, desempleo, pluriempleo, desempleo  otra vez, salvajes neuralgias, cierto afortunado día recibí desde Veracruz un ejemplar del suplemento cultural dominical de El Dictamen con una lisonjera reseña de mi libro de cuentos Ven caballo gris, firmada por el desconocido Juan Vicente Melo, director del suplemento, que con caligrafía aplicada y errática además me escribía una carta en que decía “usted no me conoce, pero yo sí, aunque solamente de leerlo, pues me fui a París con sus bellos Cuentos para vencer a la muerte en el bolsillo, espero me perdone que me haya atrevido a escribir una reseña sobre su nuevo libro…”, y seguían elogios excesivos que mi yo recientemente golpeado pero aún iluso se apresuró a considerar mesurados, y “quiero solicitarle que nos favorezca con su preciosa colaboración literaria para este suplemento, lo que usted quiera enviar, aunque no sea inédito” y etcétera. Mis colaboraciones en el suplemento del meloso Melo, de quien aún yo no sospechaba que también era médico, melómano y hasta melódico, mucho menos que con los años se haría un tanto melodramático y que sería un querido amigo, fueron pagadas no con circulante sino con cartas llenas de citas de Paul Valéry, de Camus, de Julien Green, de las cartas de Van Gogh y de más desmedidos elogios, exaltados agradecimientos, largas disculpas por no tener presupuesto para retribuir colaboraciones y una inmediata amistad que por unos meses se limitaría a ser epistolar y no mucho después se haría directa, para toda la vida y ahora, gracias a mi memoria y a sus escritos, para más allá de su muerte.

Al encontrarnos en la ciudad de México, levantándose tímidamente él de un equipal de la casa de los Pacheco-Berny, vi un joven de 27 años, delgado, moreno, de oscuros, intensos ojos con un aspecto melancólico que no tardaría en revelarse inhabitual, pues después quienes habríamos de atar con él amistad (Juan García Ponce, Huberto Batis, Juan José Gurrola, Pixie Hopkins, Meche Oteyza, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Alicia Pardo, Alicia Urreta, Marta Verduzco, Miguel Cervantes, Michelle Alban, Esperanza Pulido, Eduardo Mata, María, yo, y un poco tout le monde) descubriríamos que el doctor Juan Vicente Melo, el Jarochón, era una fiesta y un regalo de la vida, un danzón gozoso por el planeta, el más leal y chismoso y querendón de los amigos. Y, un gran talento que no tardaría en convertirse en uno de los más singulares y mejores escritores mexicanos, el autor de cuentos realistas con una extraña gradación gótica de las mejores críticas de música que se han escrito en el país y de ese excelente cuerpo extraño a la tradición novelística nacional, La obediencia nocturna, en la que está la otra cara, la oscura, la atormentada faz y fase de la luna Melo, con una prosa hecha como con vibratos y adagios de violonchelo o contrabajo.

Increíblemente, casi vergonzosamente, Melo era doctor, estaba titulado como médico dermatólogo en el prestigioso Hospital Saint-Louis de París, de cuyas lecciones se evadía para caminar la ciudad, sorber en la Sorbona cursos de literatura francesa, entrevistar a Julien Green, el novelista de los personajes nocturnos, atormentados en su interior por el fuego de sus almas y a Luis-Ferdinard Céline, el gran escritor, el amargo, el fascista, que precisamente como lo habría de hacer Melo, se había mudado de la práctica de la medicina a la de la literatura, y a Albert Camus, el único poeta (en prosa) del existencialismo, que solía disfrazarse de Humphrey Bogart, o bien para no perderse conciertos de Debussy, Satie, Stravinski, Poulenc, George Brassers, pues su otra pasión era la música, que podía leer en las partituras y dedalear en el piano. Todo, todo, menos la medicina que odiaba y que había cursado por filial y resentida obediencia diurna al padre, eminencia médica y ciudadana de Veracruz que según Juan Vicente (yo nada aseguro ni niego) le hacía asistir a sangrientas e inacabables operaciones y lo abofeteaba para reanimarlo cuando lo descubría en trance de desmayo por esos espectáculos. “¿Sabes una cosa? –me decía Juan Vicente, describiéndome aquellas carnicerías clínicas con deleitado horror- somos espantosos por dentro, somos tuberías, cloaca, floras y faunas monstruosas”, y yo interrumpía aquel quirúrgico relato de horror lovecraftiano: “Párale, Juan Vicente, ahora me disculpas porque me voy a desmayar yo”; pero él, Sade jarocho, seguía abriendo ante mis ojos horizontales cadáveres, describiendo sus adentros, y yo sólo sería vengado la noche en que, viendo en un cine la escena del asesinato en la ducha de Vértigo, el film de Hitchcock, Melo lanzó un gemidito y dejó caer la cabeza sobre el pecho en un desmayo del que hube de sacarlo con bofetadas, yo ahora convertido en la imagen vindicativa de papá Melo. Había escrito y escondido en edición de autor, con desalentador pie editorial de La Prensa Médica Mexicana, un primer y mediocre libro de cuentos, con el buen título, “turbiamente” autobiográfico (decíamos los amigos) de La noche alucinada, y, como prólogo, una carta de León Felipe que dejaba trasparentar el compromiso cortés y terminaba sugiriendo que el novelísimo autor quizá debería intentar la poesía. Mudado a la capital chilanga fue de inmediato capturado por el suplemento de Novedades, México en la Cultura, que tenía entonces una constelación brillantísima de redactores y colaboradores, era la mejor publicación cultural de su tipo quizá no sólo en México sino en todo el ámbito de habla española y daba puerta a los jóvenes, los “cachorros” como nos filió su director Benítez (incluido yo, aunque siempre fui colaborador esporádico), y aun a los cachorrillos: José Emilio Pacheco, prometedor poeta ya enamorado de lo aciago, y Carlos Monsiváis, ya un muy avanzado cronista satírico ”de gafas alucinantes”. En ese suplemento, formado sobre la marcha con los lingotes de tipografía en plomo por la joven mano maestra de Vicente Rojo, Melo escribió ensayos y notas de libros y comenzó sus talentosas, insuperadas crónicas, entrevistas y críticas de música, alguna vez diferidas por un reportaje sobre medicina; acerca de no sé qué descubrimiento relacionado con el hueso coxal, si así se dice. Benítez miraba en forma paternal y con admiración a Melo y decía: “Este muchacho está verdaderamente inventando la crítica musical como género literario, hermanito, y míralo no más, tan humilde y tan serio”.

Tan humilde y tan serio. En efecto, el jarocho, amparándose en que todavía no llegaban los locos años sesenta, que habrían de ser tan nuestros, o nosotros tan suyos (y que nos quiten lo bailado), no era todavía el Jarochón: empacado en atuendos propios de la decencia de clase media, con trajes fanáticamente grises u oscuros, recatadas mancuernillas en los puños de la camisa blanca “de vestir”, corbatas casi luctuosas y zapatos negros espejeantes, hablaba menos de lo que escuchaba, no se hacía notar, no daba una opinión sobre música, o literatura si no era por escrito y a solicitud expresa, y tomaba bebidas alcohólicas muy parcamente, y, si en la casa familiar de un amigo asistía a una fiesta con baile, de aquellas todavía morosas, nada convulsas, nada desmelenadas, de los años cincuenta, prefería bailar piezas anacrónicas: graves boleros mexicanos, columpiados y somnolientos swings de Glenn Miller (todavía se les podía hallar en discos de 78 rpm), alguna vez un polvoriento y tenuemente lujurioso tango, y hasta un aéreo, un vertiginoso, un espumante vals de Johann Strauss. En esta que podríamos llamar la época seria y casi solemne de John Vincent Melo squirer, su especialidad coreográfica, su piéce de résistance, era un viejo ritmo de una película de los años treinta, cuyo arcaico disco no sé cómo aparecía siempre donde fuese, apenas nuestro Fred Astaire de ocasión aceptaba bailarlo con una emergente Ginger Rogers: el Continental, ejecutado con una ortodoxa, impecable, elegante técnica de baile de salón que hacía suspirar nostálgicamente a la tía cincuentona de un eventual amigo: “Qué bonito baila el doctorcito, y eso sí es música, para que vean, no que el rocanrol que parece de perláticos y desatornillados”.

Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Carlos Valdés y yo, entonces meros escritores y amigos que no nos sospechábamos futuramente catalogables en una generación, trabajábamos en Difusión Cultural, décimo piso de la Torre de la Rectoría de la Ciudad Universitaria, desde cuyos amplios ventanales veíamos los volcanes en mañanas aún trasparentes.

Había un folclor del décimo piso que incluía además de canciones una gran variedad de chistes, chismes, inocentes diatribas, aviesas alabanzas, noveleras tremebundas y farsas orales de las que éramos autores tanto como personajes, si bien la lista de estos últimos iba más allá de nuestro círculo y de nuestra generación.

En la composición de las letras de canciones, no de la música, pues ésta la tomábamos de dondequiera, intervinimos Melo, García Ponce, nuestra tabasqueña y veloz secretaria Alicia Pardo, buena voz, buena guitarra, y nunca Valdés, sordo a la rima y al ritmo, y eventualmente el benjamín José Emilio Pacheco, y me parece que hasta el sabio Huberto Batis, aunque este último era menos frecuentador de nuestro alto piso porque trabajaba más a nivel de tierra, dicho sea literalmente: en la Imprenta Universitaria, donde su heroica erudición se afanaba, entre otras cosas, en corregir no sólo nuestras erratas sino además nuestros errores en los textos para la Revista de la Universidad, publicación entonces y por más de una década dirigida por el licenciado Jaime García Terrés, también director de Difusión Cultural, (parte de esa época y de la revista está contenida en los dos tomos y las dos mil y pico páginas de la antología Nuestra Década, UNAM, 1964, que cubre los años de 1953 a 1963).

Estas son algunas de las canciones del piso décimo, desgraciadamente sin posible identificación de autor, pero en cambio con los datos de los patrones musicales (mexicanas o norteamericanos, y jingles y otras tonadas comerciales, los que como en palimpsesto poníamos otras letras:

Tomás Segovia
y García Ponce,
ay, ay, chiquititos,
qué lata dan
con su misterio
que resplandece,
con su Pavese
y su Thomas Mann.

José Emilio Pacheco
ya no escribas más versos
que los que te he leído
no podré olvidar
nunca jamás.

Fernando Benítez
es nuestro protector,
nuestro redentor, 
y guía nuestro es.
Qué viva, qué viva
Fernando Benítez.
¡Guerra, guerra,
contra Octavio Paz!

Jaime García Terrés,
a Difusión Cultural
vino, y plantó los dos pies
con displacencia fatal.

Gastón
García
Cantú,
En México se piensa mucho en tú,
y vas a ver
lo que es cultura fina
y armar la degollina
cuando llegue Octavio Paz,
¡tran trán!

Buenas corrientes
son, Carlos Fuentes, 
las que dimanan
de Octavio Paz.

Juan Vicente Melo,
escribe mejor,
Juan Vicente Melo, 
O no escribas más.
¡Juan Vicente!

José de la Colina,
sediento como un briago,
en cuya oscura prosa
un día me perdí,
ay, me perdí.

A dónde vas,
Octavio Paz,
con el surrialismo
colgándote atrás.

¡Rubén!
¡Salazar!
¡Mallén!
¡Que te agarra,
que te come
el comején!

Huberto Batis,
nuestro corrector,
con las muchachas
galán seductor,
no llega a tiempo,
nos dice el Rector,
por lujurioso
y ciego lector.

Los años sesenta vinieron urgidos, bailando, baladeando, soñando en la pesadilla de la historia latinoamericana sueños de revoluciones que a su vez se traducirían en nuevas pesadillas, promoviendo la permisividad sexual, prohijando la rebeldía y la fiesta y el iluso imperio de los jóvenes. La trilogía Sexos/Plexos/Nexus de Henry Miller se ponía de moda, Fidel Castro y su revolución cubana y la ilusión guerrillera latinoamericana se ponían de moda, las películas de espionaje elegante protagonizadas por James Bond y los tiernos ululatos de los Beatles se ponían de moda, todas las modas y las antimodas se ponían de moda. A Melo, Batis, García Ponce, Arredondo, Gurrola, a mí, después habrían de llamarnos el Grupo de la Casa del Lago o de la última etapa de la Revista Mexicana de Literatura o del “periodo García Terrés” de la Revista de la Universidad o de los destrampes y las parties salvajes (no tanto) del Edificio Condesa (“la Caldera del Diablo”), y el colectivo y rencoroso rumor subcultural nos acusaría de extranjerizantes (cosmopolitizados), de libertinos o viciosos polimorfos (borrachos, parranderos, promiscuos, jugadores), de traidores a las autóctonas tradiciones de la cultura patria (exquisitos, pornográficos, afrancesados, yanquizados, rojillos sin ortodoxia marxista, borrachos, desviados sexuales, etcétera).

Melo no se desciñó los incontables, anacrónicos, severos chalecos en los años sesenta, pero comenzó, con una serena aceleración, a desabotonarse existencial y literariamente, a dejar los bailes de salón para profesar el rocanrol y los meneos pélvicos a lo Elvis y los arrullos de los Beatles o el recirculado mambo, a salir eróticamente del closet, a escribir cuentos gozosamente torturados, intimistas, secretos, impúdicos, en una prosa muy sensual y musical. La amistad, en él, era una religión, un arte, una patria, una constante ocasión para los celos, los chismes, las declaraciones fervorosas, alegres, tristonas, apasionadas siempre. Por más de un año en esos comienzos de los sesenta compartimos un departamento en un tercer o cuarto piso de la callecita de Cadetes del 47, calle de un solo tramo situada a un costado del Bosque de Chapultepec, por supuesto inmediatamente rebautizada Cadetes del 41 por las malas lenguas si bien lenguas amigas. Allí, donde a veces se quedaba conmigo algunas noches la licenciada en economía y campeona de arquería María García Díaz, que ya me había flechado y sería y es mi esposa, vivíamos Melo y yo, cada uno respetando las privacías del otro en trabajos, en gustos, en preferencias sexuales, y teníamos reuniones con los otros amigos y allí nos leíamos las páginas recién tecleadas, menos para pedir mutuos elogios o críticas o consejos que para presumirnos mutuamente alguna proeza prosística como aquella de, con gerundios, incisos, oraciones subordinadas, y prescindiendo de dizque “trucos” como paréntesis, guiones y palabras repetidas, escribir el más largo, intrincado, culebreante párrafo que durante líneas y a veces durante páginas evadiera el punto, el punto y aparte, el punto y coma, y que debía en el silencio de la lectura sonar como una música.

Unos años más tarde, en 1966, en su autobiografía de la colección Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por Sí Mismos, de las Empresas Editoriales de Giménez Siles, Juan Vicente habría de decir que yo le había hecho leer a Faulkner y a Conrad y que mis cuentos de Ven, caballo gris habían ”influido considerablemente” en todo lo que escribía, pero no dijo cómo él a su vez influía en mí con su rica cultura musical, haciéndome descubrir o redescubrir las obras de Fauré, Chausson, Bach, Scriabin, Debussy, Stravinsky, Bartok, Messiaen, Revueltas, los sones y danzones de su Sotavento jarocho, los mambos de Pérez Prado, las melopeas beatlenianas, de modo que pudiese yo leer con el oído, como un texto verbal, las texturas, los ritmos, los tonos, las diversas voces, las rupturas, los entretejidos sonoros y rítmicos y aun las anacrusas, en fin: toda esa alianza de ríos cruzados que es la música, en aquellos días en los cuales, creo, entre el alterno funcionar de su tocadiscos y el mío, no hubo hora de vigilia y de escritura ya un de reposo nocturno en la que no sonara la música en nuestro apartamento, para ¿goce o enojo? de los otros inquilinos y la frecuente curiosidad del compositor Raúl Cosío, nuestro vecino de calle por medio, que se asomaba a la ventana desde el edificio de enfrente e inspeccionaba, con oreja alerta, con ladeada sonrisa y guiño permanente, toda aquella melomanía que en su mayor parte era una manía de Melo.

Melo y yo escribíamos cada uno en su cuarto, tecleando gozosos y furiosos, yo en mi Olivetti, él en su Hermes baby ante la cual de repente se hallaba desesperado y me llamaba, en ocasiones, pidiendo ayuda, porque la frágil máquina de pronto perdía una tecla o se le trababa el carrete de la cinta. A veces interrumpíamos el picoteo en los teclados para leernos a gritos, pasillo por medio, el párrafo que acabábamos de escribir, bien porque nos parecía digno de la admiración del amigo (pero también colega y por tanto adversario), bien porque sinceramente solicitábamos una opinión acerca de su estructura y ritmo, pues pretendíamos trabajar la prosa como una música, como un tejido fluente de palabras, frases, oraciones, puntos, comas…

—Voy a escribir un cuento musical y genial, sensual como tu “Barcarola”, Pepet, me dijo una vez Melo, y lo voy a escribir como tú en una tarde.

Y, haciendo funcionar el tocadiscos, poniéndose a teclear con prisas pero sin pausas en su antañona y monumental Underwood como en un piano Steinway, fumando sin cesar un repetido Camel o un divergente Carmencita colgado del rincón de los labios, como fumaría un piano player de cine negro hollywoodense, acudiendo a veces a una copa de ron que lo acechaba, amenazante, halagüeña, desde un rincón de la mesa, oyendo una y otra vez no recuerdo si una versión para cuerdas de la Ofrenda musical de Bach, o tal vez una pieza para dos cellos del otro Bach (Offen), o La Valse de Ravel que ejercía sobre él poderes casi hipnóticos, casi pornográficos, escribió en dos tardes una de sus más hermosas narraciones cortas y me la regaló para la eternidad, o sea que, con su destartalada y tierna caligrafía, me la dedicó, agradeciendo de este modo el título inevitable, joyciano, que le sugerí: “Música de cámara”. Nuestra etapa de Cadetes del 47 concluyó cuando, casado yo, súbitamente y para siempre, con María García Díaz, puse casa en la avenida Melchor Ocampo, y Melo, tras hacernos un tierno melodrama porque no lo llevamos a vivir con nosotros, puso la suya en uno de los edificios Condesa de la calle Agustín Melgar, cercanos al cruce de las avenidas Mazatlán y Veracruz, apartamiento M6, que, como diría después Juan Vicente, quejumbroso, “es demasiado grande para mí, falta en él gente, aunque siempre esté lleno y prometa fiestas” (fiestas que se cumplirían y se harían tan legendarias como escandalizadoras de las buenas conciencias).

Cuando, tras casi dos años (1962-1964) de ilusionante y luego decepcionante estadía en la Cuba de Fidel infidel, María y yo volvimos a México, Juan Vicente estaba definitivamente cambiado, era muy otro, como si su serio doctor Jekyll hubiera sacado del closet su lúdico míster Hyde: usaba menos su variada chalecoteca y más la guayabera no menos numerosa, y se había afiliado al whiski, al ron, al tequila, al menyul, a la cubalibre, a cualquier líquido que raspase y llamease, incluso el sotol, y profesaba mucho más que antes la amistad querendona, la fiesta desatada, la confesión íntima a todo mundo, el chisme ilimitado. Había publicado dos espléndidos libros de cuentos, en orden ascendente de calidad: Los muros enemigos, Fin de semana, desde 1963 era el mejor director que ha tenido (y los tuvo excelentes) la Casa del Lago, convertida por él en un abierto palacio de la vanguardia cultural, y juraba estar escribiendo una vasta, laberíntica, sombría y fulgurante novela que sus amigos nunca creímos que terminaría, la futura La obediencia nocturna, que se interrumpía constantemente, indefensa ante las desobediencias diurnas y nocturnas del autor.

En esos mediados años sesenta Juan García Ponce, Carlos Valdés, Huberto Batis, Tomás Segovia, Juan José Gurrola, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis trabajábamos para las muchas dependencias o extensiones universitarias de difusión cultural que tenían su centro de irradiación en la Torre de la Rectoría: la Revista de la Universidad, Radio Universidad, Imprenta Universitaria, Casa del Lago, en muchos sitios pero sin becas, y colaborábamos frecuentemente en La Cultura en México de Benítez, en los Cuadernos del Viento de Batis y Valdés, en S.Nob que dirigía Salvador Elizondo, en Nuevo Cine que dirigíamos los del grupo homónimo, en la Revista Mexicana de Literatura que fue dirigida por nosotros más Inés Arredondo y Gabriel Zaid en su tercera y más larga etapa y cuyas juntas de redacción se hacían precisamente en la Casa del Lago entonces dirigida por Segovia, y además siempre estábamos dispuestos a entregar unas cuartillas a cualquier heroica revista de jóvenes y minorías, de modo que escribíamos sin parar, escribíamos cuentos, capítulos de novelas, poemas, ensayos, reseñas y críticas de libros, programas de radio, conferencias, cartas de amor, cartas de desamor, lo que fuese, en una actividad tan intensa como desordenada y poco o nada retribuida y en un caos que era un secreto sistema y permitía que la disciplina literaria e incluso editorial, llevada con seriedad y alegría (¿a qué horas hacíamos todo eso?, se ha preguntado Batis en la biografía de los Cuadernos del Viento), se aliara a una efímera eternidad de noches ebrias y desveladas, fiestas planeadas, fiestas improvisadas, fiestas vertiginosas, fiestas tiernas y fiestas feroces y hasta tenebrosas en las que se iniciaban o dirimían borrascosas pasiones, y las parejas de amigos o amantes o cónyuges se hacían, se deshacían, se rehacían, se redeshacían, se entreveraban, se perdían, se rehallaban. Recuerdo “Le tourbillon’‘, la canción bellamente mugida por Jeanne Moreau en Jules et Jim, uno de los films fetiches de nuestros ’60, ahora una contraseña de la nostalgia:

Nos encontramos, nos perdimos, nos volvimos a encontrar y a perder en el torbellino, el torbellino de la vida…

En el ojo de nuestro torbellino nos gastábamos una agridulce convivencia entre amigos, amigas, enemigos y enemigas, en la cual Juan Vicente, cada vez menos el discreto y taciturno y tímido doctorcito Melo que había sido, proponía e iniciaba en las fiestas la ruleta de la verdad, un juego cándido y diabólico de quizá origen surrealista: nos sentábamos todos en círculo en el suelo, se colocaba horizontal y en el centro de nosotros una botella cuyo alcohólico contenido ya había pasado a nuestros organismos, y alguien, por turno, la hacía girar, y la inocente y pérfida botella giraba e iba señalando, al azar de su detención, a éste o aquél o ésta o aquélla, que debían responder a la pregunta del jugador antes de poner a su vez en movimiento esa improvisada ruleta para desquitarse preguntando a otro u otra. El juego obedecía a una implacable mecánica que se iba revelando tras la máscara del azar: en el comienzo las preguntas eran tímidas, respetuosas, blancas, impersonales, pero siempre, en algún momento, había una especie de clic, una pregunta o una respuesta se había deslizado en un terreno un poco más personal e íntimo, menos cándido, y el siguiente jugador avanzaba más en el frágil y resbaloso terreno, y así en cada turno el cuestionario y el respuestario iban calentándose, el juego turnado se convertía en fuego cruzado, en barajarse de confesiones sinceras, o de confesiones mentirosas que juntas eran otra manera de sinceridad, y había quien tomaba aquello a risa y quien lo tomaba en serio y hasta en trágico, y hubo más de algún matrimonio o amasiato o amistad puestos en crisis y en zumbido y en furia por el girar de la inocente (¿inocente?) botella. Más que juego, aquello era tumultuoso psicoanálisis de grupo, la mesa espiritista de los fantasmas íntimos, y la amistosa tentación de abrir la guerra sentimental de todos contra todos. El final o la tregua de la batalla de la botella venía cuando alguien se acordaba de poner o cambiar el disco en el tocadiscos, cuando los jugadores o combatientes se levantaban a bailar, o cuando Juan Vicente, a regañadientes pero encantado, cedía a nuestras súplicas y se convertía en un repentino mestizo de Nijinsky, Isadora Duncan, Tongolele, Elvis Presley.

La escritura era uno de los dones de Melo y la danza era su segunda, su profunda verdad. Ah, nadie le quitaría lo bailado si como dice el danzón cubano hasta la reina Isabel baila el danzón porque es un ritmo caliente y sabrosón, y ya el elegante y púdico doctorcito del vals y el swing, el enchalecado caballero danzante de salón y de fiestas familiares, se había vuelto un danzante revolté y ecuménico, un cadencioso o convulso virtuoso del estriptís, y ahora hacía de cada una de sus solicitadas ofrendas. Terpsícore un popurri del rock, del yeyeyé, del dengue, del neomambo, del antiballet, y un anticipo de la flashdance y la breakdance, o lo que se ofreciera, pero siempre era un maestro, o un maëlstrom, de ritmo, candor, impudor y gracia. En el tiempo en que, dando vueltas bajo la raspante aguja aún no sustituida por el rayo láser, duraba el disco del Cascanueces, del Bolero de Ravel, de un bolero de Beny Moré o del Rock de la Cárcel de Elvis Presley, Melo podía ejecutar su siesta de fauno, su pavana para infanta difunta o puta, su ”consagración de la prima Vera”, su Lago de los cisnes, su Singing in the rain, su Ballet Folclórico Mexicano, su conga, su perlesía y su desatornillamiento, vuelto tal como en sí mismo la danza loca lo transformaba, y meneando la cintura y los hombros, y devorando con vueltas y entrechats y grandes volées el espacio central a la vez estrecho e ilimitado que le dejábamos sus fans y convirtiendo las paredes y casi el cielorraso en meras prolongaciones del piso.

¿Qué se hizo el bailarín, sus danzas desenfrenadas qué se hicieron? Si el cine se olvidó de registrar a Nijinsky y sólo atesoró unos segundos de Isadora Duncan, el único testimonio visual del arte dancístico que ha quedado de Melo, para pasmo y espasmo de las generaciones futuras, es apenas unos cuantos parpadeos del excelente film corto de Juan José Gurrola sobre un muy buen relato de García Ponce, “Tajimara”, en el que Juan Vicente, en una secuencia de fiesta muy parecida a las desatadas en su apartamento de los edificios Condesa, salta y gira y repta y cabriolea y languidece y tongolelea desplegando un entusiasmo fáunico, fáustico, fogoso, y por fin, pícaro dios Pan, feliz tortuga que bailó su sueño, después de danzar su vida y vivir su danza, va a dormir la siesta en los brazos de alguna de las maravillosas (a escoger) Meche Oteyza, Inés Arredondo o Pixie Hopkins, al fin que ya tiene (eso cree) un pequeño retrato animado para que perdure en las pantallas de cine o de televisión. (Secuencia que no he encontrado en una copia del film en video; ya no tenemos asegurada ni siquiera la inmortalidad fantasma del cine.)

Si uno de nosotros hubiera de quedar como personaje emblemático de nuestro círculo de amigos y de nuestra generación, sin duda sería Juan Vicente Melo, y de la misma manera que se nos ha membretado como los de la Casa del Lago o de la Revista Mexicana de Literatura o de los Cuadernos del Viento, se podría archivar nuestra etapa de los años sesenta como la época Melo o los años del apartamento M6 de los edificios Condesa, el apartamento de Juan Vicente. Poco habrá faltado para que ese conjunto de edificios de un pluriestilo arquitectónico impreciso (¿posneoclásico?, ¿seudoartnouveau?, ¿quizá artdéco méxicain? ¿o dizque nopal curtain style?) fuese una especie de concentrado de la vidita literaria y artística del Mexiquito de los 60 porque muy pocos nombres del who’s who de ese ramo no pasaron por allí, sea como inquilinos o como frecuentes visitantes, y las fiestas, parties, reuniones, orgías, relajas, dramas, melodramas y alegres o tristes escándalos allí celebrados o meramente acaecidos conquistaron al lugar el mote de Peyton Place o Caldera del Diablo, tomado en préstamo de un culebrón fílmico holywoodense en el que se apretaba y bullía la crónica de una pequeña población de los Estados Unidos con vocación folletinesca y melodramática. Tan lleno de gente por las noches y falto de gente durante el día, como decía Melo, el apartamento M6 tenía una cocina desviada de sus funciones hacia las de bar nocturno, una sala comedor que era a la vez sala de música (con tocadiscos) y sala de exposición (allí lucían telas de pintores amigos: Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Vicente Rojo, Fernando García Ponce, Miguel Cervantes), más una pequeña recámara siempre desordenada e invadida, a través de una indiscreta grieta en el muro, por la robusta rama de un árbol callejero, y una estancia que fungía de biblioteca y escritorio, y, último pero importante, un baño, ah, qué baño de príncipe, en el que la blanca y enorme “taza” de desbeber y descomer se alzaba sobre un pedestal de azulejos como un trono para el lector a lo Henry Miller o para el Pensador a lo Rodin.

Siempre prometedor y cumplidor de fiestas, el M6 de los Condesa de la década de los sesenta era el lugar común de los escritores y artistas en reiteradas noches de encuentros del tourbillon de la vie: aún éramos jóvenes porque todavía entonces no se era momiza a los treinta o treintaytantos años, es decir que fuimos inmortales del momento. Brubeck o Astrud Gilberto o Sinatra o Joan Báez o los Beatles o Jimmy Hendrix o ya los Rolling Stones o Janis Joplin, o la reciclada Chavela Vargas (que siempre se recicla) o el siempre verde Pérez Prado (que siempre reverdece) daban la música de fondo o de baile, se oficiaban las amorosas o desamorosas batallas de la botella ruleta, se ataban y desataban inhumanos nudos, refinada barbarie que consistía en formar cadena, todos tomados de las manos, y enrollarse en torno a un eje, que solía ser Melo, hasta quedar apretados en racimo, en egregor que como un monstruo de veinte cabezas se zarandeaba pesadamente por la habitación, golpeándose contra los muebles y las paredes en una algarabía de gozosas quejumbres, llorosas risas, alegres llamadas de auxilio y tiernas palabrotas, al ritmo de quizá el Bolero de Ravel o del Sensemayá de Revueltas o de la Valse a Mille Temps de Jacques Brel.

El fauno que Juan Vicente llegaba a parecer en sus salvajes y graciosas manifestaciones coreográficas llegaría a tener su hora estelar, su petit matin d’un faune en que, por la fuerza de las cosas, desobedeció a su inclinación sexual. De esto no fui testigo, porque se hallaba en Cuba, pero tuve, al paso del tiempo, los testimonios de Juan García Ponce y Juan José Gurrola, de la muchacha implicada, y, last but not least, del propio Juan Vicente.

Una madrugada después de la party, cuando todos los fiesteros se despedían en la calle al pie del edificio M6 de los Condesa, alguien decidió, y logró que se aprobara en forma unánime, pervertir a Juan Vicente encerrándolo forzosamente acompañado de una rica y hermosa futura heredera: poetisa o actriz a sus horas, lujuriosa acechadora de Melo, tan apasionada por él que solía llegar intempestivamente a asaltarlo a domicilio en altas horas de la noche, y, colándosele por la puerta que él, asustado de aquella vehemencia, apenas entreabría, raudamente se desnudaba y se metía en la cama, llamándolo con ronca voz y muslos abiertos, amenazando con gritar a todo el vecindario que Juan Vicente estaba violándola si éste no la violaba, y luego se vestía e iba al baño a ducharse desnuda, de modo que el amado indiferente y sin duda espantado, pero siempre caballeroso, no pudiera echarla así, empapada, a la calle y a la noche friolenta del altiplano; después de planeada rápidamente la estrategia del atentado, se logró, con no recuerdo qué engaños, que Melo y la muchacha se metieran al asiento posterior de un volsvaguen y luego, con rápidas vueltas de llave, se les enterró allí, advirtiéndoles que no saldrían mientras no hubieran cumplido con las funciones naturales de toda pareja de fieras lujuriosas. Y mientras Vicente el fauno reticente empezó a asumir las funciones de su sexo biológico, los conspiradores, alrededor del vehículo que, trastocado en mini cámara nupcial, trepidaba. con el asombroso brío de una cópula apenas adivinada tras el vidrio de las ventanillas empañado por el fenómeno físico de la alianza de la calidez interior y el frío exterior, los voyeurs, alrededor del vehículo, aun con vasos de bebida en la mano, especulaban en broma, aunque tal vez algunos muy enserio, sobre la posibilidad de que tales informales pero verdaderas nupcias trajesen la posibilidad de que el papá de la muchacha, el multimillonario, se convirtiera en mecenas de todos los escritores y artistas de “nuestra generación”. Y cuando los copuladores salieron del coche, recibidos por una ovación, por un triunfal estrellarse de vasos y copas contra el suelo, como en un brindis ruso, y por algunas peticiones de repetición, Juan Vicente tenía cara de espanto y la muchacha un alegre y jactancioso aspecto de tigre que al fin hubiera alcanzado a la huidiza gacela y le hubiera dado el zarpazo mortal (sólo que ella era el tigre y Juan Vicente la gacela).

Sí, fuimos inmortales del momento, de ese momento, pero aquel tren de vida estaba rigurosamente vigilado por ojos con prurito puritano. En la Universidad, la caída del rector, doctor Ignacio Chávez, había traído al piso diez de la Rectoría, Dirección de Difusión Cultural, en 1967, a un licenciado con vocación de prócer y de índice de fuego, que como primera tarea, la más trascendente que allí emprendió, se propuso acabar con la pecaminosa alegría con que se hacía la Revista de la Universidad, se animaban los cineclubs, se organizaban las conferencias y se dirigía la Casa del Lago. Esta ya era un centro cultural de vanguardia, nada elitista porque se abría a todo el público, incluidos los más humildes paseantes de Chapultepec (que entraban con sus globos, sus muéganos, sus refrescos, sus algodones de azúcar, su profusa progenie). A la Maison du Lac, como le decía Juan Vicente tan cariñosa como irónicamente, se la puede considerar la empresa cultural maestra de los años sesenta. Allí Melo hizo maravillas con un verdadero genio de administrador y promotor: obtenía conferencias de escritores distinguidos, conciertos de avanzados compositores e intérpretes, mesas redondas de celebridades intelectuales locales y foráneas, admirables experimentos teatrales de jóvenes directores, exposiciones de los pintores que emprendían nuevas rutas plásticas, todo ello gracias, no al exiguo y siempre regateado presupuesto, sino al gran don de gentes y al fervor de Juan Vicente y a su capacidad de trabajar a la vez seriamente y como jugador. Pero el prócer del índice de fuego, de cuyos nombre y apellido no quiero acordarme, no estaba para juegos, y en muy poco tiempo logró primero degradar intelectualmente la Revista de la Universidad aun a costa de aumentar sus costos, y, segundo pero no menos importante, imponer la “seriedad” y las “buenas costumbres” en La Casa del Lago, es decir convertirla en la versión metropolitana y populista, que no popular, de algún representativo ateneo letárgico y tricolor de provecta provincia. Publicando falsos rumores, extrapolando a la Casa del Lago nuestras fiestas de amigos en los edificios Condesa y usando un lenguaje policiaco, el prócer calumnió en forma pública a Melo (como luego estuvo reconociéndolo periódicamente para pedir al agraviado un perdón que éste nunca le dio), y finalmente lo orilló a la renuncia, tras de la cual, en inmediata solidaridad, renunciamos Juan García Ponce, Juan José Gurrola, Huberto Batis y yo a nuestros trabajos en el área cultural universitaria y a la mayor parte de nuestros presupuestos personales, pero más que nada a un ámbito de entusiasta y alegre trabajo cultural.1

Por mucho tiempo, Difusión Cultural, la Revista de La Universidad y la Casa del Lago no se repondrían del golpe; tampoco Juan Vicente, que resultó quebrantado emocional y psíquicamente, aunque no en lo moral ni en su don literario. La solitaria copita que años atrás lo tentaba al lado de la máquina de escribir, el eventual trago que al alcohólico que aún no se conoce le promete el interior clic mágico suavizador del mundo y parece desdoblar sus potencias y hacerlo dueño de la más maravillosa tarde de su vida, y volverlo guapo y seductor y genial, esa copita se multiplicó, se hizo copa y vaso y botella, y produjo días y noches sin huella y mañanas con resaca, hizo de Melo en aquellos tiempos el lloroso Roderick Usher de la caída Casa del Lago, lo entregó a todas sus debilidades y todos sus demonios. Fue su etapa en perpetua horizontalidad, en ninguna reunión se le veía en pie, siempre estaba como desmayado en un sofá, sobre la alfombra, en el regazo de una tierna amiga, y al parecer ya ni un son de Sotavento o un mambo o una improvisada danza astairiana o nijinskiana podía devolverlo a la posición vertical y a la escritura.

Inés Arredondo, Michelle Alban, Pixie Hopkin, Mercedes Oteyza, Tomás Segovia, Juan García Ponce, Huberto Batis, yo, todos le reprochábamos a Juan Vicente el abandono de la escritura, la traición a su don natural, sobrenatural, de escritor. Él nos miraba tras el velo de la embriaguez, ya su segunda naturaleza, y nos decía, nos protestaba, nos juraba que estaba trabajando en una novela ”genial, sensual, con la que me los voy a chingar a todos, papacitos”, y por supuesto no le creíamos que estuviera escribiendo nada.

Pero mucho después, en una tarde en el M6 de los Condesa, nos repartió tragos, tomó uno solo y empezó a leer, en una serie de noches en que frecuentemente ocurrieron apagones y hubo que usar velas como para apoyar la lectura con efectos de escenografía (aunque Gurrola juró que no eran de su responsabilidad), empezó a leernos la novela que, decíamos, nunca iba a terminar pese a todos nuestros ruegos y amenazas y burlas, pero que había escrito de principio a fin quién sabe a qué horas; quién sabe entre cuántas crudas, entre quién sabe cuáles sueños y pesadillas y noches ahora de veras alucinadas, pero obedeciendo a la noche a la que nunca había traicionado y que nunca le había traicionado. “El azar hace bien las cosas” dijo creo que André Bretón, y el azar y la desdicha y el talento de Melo y hasta la maquinación del índice de fuego del licenciado aquel habían conspirado espléndidamente para que se escribiera ese multitonal, lancinante canto en prosa narrativa, La obediencia nocturna, monólogo a la vez sonámbulo y despierto, un oratorio de lampos y tinieblas, una joya rara de la ficción literaria mexicana. No lo podíamos creer: el rostro de Juan Vicente, socavado por alcohol y desvelos, invadido por las ubicuas manchas blancas que desde hacía tiempo se burlaban de su ciencia de dermatólogo, adquiría una extraña casi belleza. Tartamudeando, gruñendo, gritando, gimiendo, hipando, llegando a la melopea y casi al hablar en lenguas como algún iluminado loco medieval, en aquella ristra de noches Melo cantó y mimó más que leyó su novela, desde la espléndida confesión desdeñosa del incipit, “Me da lo mismo”, hasta la vulnerada sonrisa y el amargo amén finales, pasando por aquel campo tejido de intrigas desviadas, perdidas, recobradas, inexistentes, soñadas, que es el argumento zigzagueante, huidizo, inmóvil, sin cesar cambiante de su novela, un acercamiento mexicano a las cumbres borrascosas y a los cantos de Maldoror. Nomás que doscientas y pico hojas de novela y eso bastaba; luego Juan Vicente Melo podía retirarse a un silencio de años (pero al closet ya nunca), a modestas actividades editoriales o de edición cultural, a escribir y desescribir la novela siempre prometida de La rueca de Onfalia que más bien debía ser la tela de Penélope, en una Xalapa o una Veracruz inimaginables, que para él eran ciudades de la soledad aun si alrededor no faltaba gente, ciudades recreadas en esa lejanía desde la cual de pronto nos lo devolvía el teléfono a las horas más impensadas, emitiendo un habla parsimoniosa, errática, más hecha de silencios que de sílabas, plagada de puntos suspensivos como la prosa de su admirado Céline, Y a mí comenzaba llamándome con un arbitrario apodo catalán:

Pepet, cómo estás… ¿y María?… yo aquí, en Veracruz; eso que oyes es Fauré, estoy escuchando el Requiem de Fauré, ¿te acuerdas que me dijiste que era un requiem submarino, un requiem tocado en una catedral bajo el agua?… ¿cómo estás, Pepet?… ¿te acuerdas de Apollinaire: Ouure-moi cette porte oú je frappe en pleurant…?¿te acuerdas? … Soy tu discípulo devoto… Pepet, hermanito ¿cómo estás?… ¿y Juan?… ¿Vas a venir?… Me dijeron que Fulano se murió…, No me mientas, dime quién se murió… no me mientas, papacito, yo sé que uno de nosotros se ha muerto…, lo sentí anoche…, ya sabes que yo siento esas cosas, Pepet… ¿sabes que volví a caerme?… Me caí… No puedo andar…, no, no me caí… me dieron una paliza de peu de mère…

jijí, fue un pinche matelot… tengo todos los huesos rotos, tengo los labios partidos, me duelen sólo cuando me río…

Lo raro es que no tuviera algo partido, algo quemado, algo herido. Del lejano planeta Veracruz nos llegaban las noticias: Melo resbaló y se fracturó la cadera, Melo tropezó y se desvió la clavícula, Melo recibió la golpiza de un matelot renuente en una taberna, Melo prendió una estufa con el gas abierto y se quemó la cara, Melo había tenido un ataque de delirium tremens, Melo no quería reformarse, no quería someterse a tratamiento, se negaba a ir a los Alcohólicos Anónimos (ese confesonario sin iglesia), y decía preferir la appartenance a los Alcohólicos Unánimes. Una noche de finales de febrero Juan García Ponce me llamó a su casa:

—Tienes que irte inmediatamente a Veracruz, me han hablado María Elena y Guillermo (los hermanos de Juan Vicente), hay que traer a Melo que está verdaderamente en las últimas, hay que internarlo en Neurología, o en Nutriología, si no, se nos muere.

—Pero, Juan, no va a querer venir, ya otras veces…

—Tráetelo como sea, a chingadazos, narcotizado, amarrado, a como quieras, pero tráetelo, cabrón.

—Está difícil.

—¡Carajo, tráetelo!

—Pues sólo engañándolo…

Entonces tramamos una traición según nosotros genial. Dentro de unos días, creo que el primero de marzo, iba a ser el cumpleaños de Juan Vicente y todos sus amigos chilangos dizque le íbamos a ofrecer un fiestón descomunal, una orgía de amistad, nostalgias, cariño, ebriedades, chismes, matelots, locura, lo que se ofreciese, que se realizaría allí, en casa de García Ponce, y el festejado debía estar presente no sólo en espíritu, sino además en carne y hueso, si algo de las tres cosas le quedaba.

—A ver cómo te las arreglas, pero te lo traes, a huevo.

Y volé a Veracruz y engatusé a Melo y vinimos a la región más densa del smog en otro vuelo de ese mismo día. Hasta minutos antes de abordar el avión, en el aeropuerto veracruzano, Juan Vicente había estado con los ojos llameantes, parlanchín, chismoso sin veneno, con una resurrecta gracia que hacía sospechar el estímulo de más de un fogonazo de ron o tequila, pero durante el vuelo, al atardecer, veía por la ventanilla alejarse la tierra con aquella cómica expresión de susto algo deliberada, los ojos y la boca abiertos, y luego se fue poniendo sombrío, apagado, y lo noté suspicaz, amorosamente rencoroso contra mí, contra el otro Juan, y hasta contra el otro Juan más (Juan José Gurrola) que no había participado en la conjura; en fin: contra el mundo entero. Si los amigos del alma, los “papacitos”, éramos capaces de hacerle eso que muy bien sospechaba qué era, nada podía ya él esperar del mundo. Yo no sabía qué decirle, qué conversación inventar, me daba cuenta de que él se estaba dando cuenta, y cuando ya sobrevolábamos la ciudad de Smógico, me miró de reojo, manteniéndose de resentido perfil y lanzó la pregunta como una afirmación:

—Me llevan a encerrarme en Nutriología, o en Neurología, ¿verdad?

No tuve ya ánimo para seguir engañándolo:

—Pues sí, Juan Vicente, no nos dejas de otra.

Nuevamente un dolido silencio de Melo que duró el resto del vuelo, que se enfrentó a mis intentos de conversación, y, de pronto, cuando el avión comenzaba a descender sobre la ciudad, un comienzo de lágrimas en los ojos entrecerrados, y luego un susurro:

—Está bien, cabrones, pero —y aquí se le humedecieron los ojos— mi fiesta de todos modos me la hacen.

Y, querido y ya nunca recuperable Juan Vicente, yo no supe si reír o llorar. Por lo demás, sí te hicimos la fiesta, reuniendo a todos tus amigos y amigas disponibles en la ciudad y en el momento, y mientras se charlaba y se bailaba, estuviste arrinconado en un sillón, bebiendo unos hipotéticos últimos tragos, sombrío, silencioso, salvo cuando se te ocurría gritar el nombre de alguno de nosotros para, al mirar hacia ti, dedicarnos una sonrisa temblorosa, de ojos aguanosos, patética. En una de esas veces me dijiste:

Pepet, ya sé, ya sé.

—¿Qué sabes, Juan Vicente?

—Ya sé que andan ustedes diciendo que yo ya no puedo escribir, que ya me llevó la chingada como escritor.

—No jodas, Juan Vicente, nadie dice eso.

—A lo mejor no lo dicen, pero lo piensan. Tú también, Pepet.

—¿Desde cuándo me lees los pensamientos, Juan Vicente?

—Desde siempre, sobre todo a Juan y a ti. No olvides que desde niño yo adivinaba desde dentro de mi casa qué tranvías estaban pasando por la calle. Les leo el pensamiento a todos ustedes, papacitos, son ustedes trasparentes para mí. Y ustedes piensan que yo ya no puedo escribir, que ya me llevó la chingada.

—Qué tontería, Juan Vicente.

—Sí, Pepet, no te hagas.

—No me hago, Juan Vicente, dime qué estás escribiendo.

—Qué crees, La rueca de Onfalia.

Recibí, años después de muerto Juan Vicente, un libro de la colección Ficción Breve de la Universidad Veracruzana: La rueca de Onfalia, con un hermoso prólogo de Guillermo Villar. (Lean ese prólogo: en tan pocas páginas Villar pone en pie a Juan Vicente. En esas pocas páginas está Juan Vicente niño, espía auditivo de los viejos tranvías veracruzanos; Juan Vicente narrador oral de las siempre mismas y siempre distintas historias vividas, convividas, con bebidas; Juan Vicente Melo melómano y melomaniaco, de Mozart a Bartok pasando por Chopin et altre, y de Gonzalo Curiel a Bola de Nieve pasando por Agustín Lara —y yo añadiría a Pérez Prado—. Juan Vicente, mal veracruzano, capaz de ignorar a los héroes beisboleros Lázaro Salazar y Ángel Castro y ese espléndidamente llamado Martín Dihigo; Juan Vicente catastrófico, capaz de igual que Juan García Ponce defenestrar la máquina de escribir por no saber ponerle la cinta; Juan Vicente en su infancia jugando a creer en Dios o a ser chinito de palanquín y farolitos; Juan Vicente reinventor de Juan García Ponce, Tomás Segovia, Inés Arredondo, José de la Colina, etc., mediante el chisme cariñoso, el elogio delirante, la amistad fuerte y devoradora; Juan Vicente narrador poeta, libre, cristalino, opaco, rápido, lento, barroco…). Ah, me dije, por fin la novela largamente anunciada por Melo, pero no, aquí había un error, esa novela aún no existe, está todavía acechándonos en el futuro, todavía Juan Vicente Melo está tejiéndola y destejiéndola como una tela de Penélope, de Melólope, soñándola y dessoñándola como el insomnio de Molly Bloom, retorciéndola en ocho y en dos trayectos sobre una sola banda como la cinta de Melobius, escribiéndola cada noche y desescribiéndola al día siguiente, y con una prosa líquida, corporal, ondulada, esquinada, sensual, musical siempre, escribiéndola como la gran novela tan infinitamente prometida y nunca cumplida que uno de los más evasivos escritores que yo habré conocido ha querido sin duda inscribir en la lista de los más hermosas novelas fantasmas porque además el ejemplar que me fue enviado viene con la circunstancia, de fuerza mayor (la muerte), de no traer dedicatoria de puño y letra (el característico puño blando, la característica letra parvularia) del autor. Y es que Juan Vicente ha muerto dando por finalizada la novela. O eso dicen, y yo no me lo creo del todo.

No, Juan Vicente no ha ”dado por finalizada poco antes de morir” La rueca de Onfalia, sencillamente porque está aún escribiéndola y, como todo buen y honrado escritor, no sabe lo que va a escribir, o como ya dijo en su autobiografía o su automoribundia: “Yo no sé nada de mí, ni de lo que seré como escritor dentro de diez años” y “no me conozco aunque responda a mi nombre cuando llaman por teléfono” y “si me asustan los principios, los finales me aterran, simplemente porque la vida sigue; continúo escribiendo, no sé lo que va a ser de mí el día de mañana; sin embargo estas líneas representan un principio; algo se me ocurre: seguir inventando lo no dicho, contando mentiras a fin de hacerme partícipe de otra realidad, porque ésta, la que vivo, me resulta intolerable y me asustan los finales”,

Y sin embargo aquí está, aquí tengo en las manos este libro nombrado La rueca de Onfalia, de Juan Vicente Melo, con su hermoso prólogo de Guillermo Villar, libro resultado de la colaboración de Jorge Brash, Guillermo Villar, Ana María Jaramillo, la Universidad Veracruzana, la imprenta de la Editorial Ducere. ¿Un falso, un apócrifo? ¿Una mentira? Cómo saberlo. Juan Vicente Melo es mentiroso, él mismo ha declarado (vuelvo a citarlo) que le gusta inventar lo no dicho, contar mentiras, porque la realidad que vive le resulta intolerable, y don Ramón María del Valle Inclán me llama por el teléfono de los muertos para recordarme que la mentira puede ser la otra cara de la luna, o más brevemente dicho: la otra verdad. Y este mentiroso fantasma Juan Vicente Melo, que falsifica una terminada novela de Juan Vicente Melo, magníficamente imita, reinventándola, la escritura de Juan Vicente, el ritmo de sus frases largas y onduladas, debussianas, ravelianas, o cortas e interruptivas y filosas, bartokianas, como ésta, la página terminal:

Y Lorenzo Rosique sube y baja por esa calle, frente al balcón, siempre acompañado de otros jóvenes que lo escuchan contar de fiestas a que asiste, reuniones ensordecedoramente múltiples en las que se consumen muchos litros de alcohol y que terminan casi al amanecer, de las que sale sostenido por un brazo amigo y en ocasiones, muchas, por mujeres de rotundas caderas y senos firmes; contar también a un muchacho que aparenta su misma edad y que no disimula su asombro, la asistencia a cines y teatros, audiciones musicales, cafés o bares en los que se ingieren licores importados o, cuando la economía es lamentable, productos más baratos cuya compra es posible gracias a la colaboración espontánea de los presentes que siempre manifiestan síntomas inequívocos de una sed abrasadora como si fuera castigo de Dios o pecado no absuelto por el diario vivir en el desierto.

Transcripción por Juan Javier Mora Rivera

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz