Manuel Acuña (1849-1873)

por Juan de Dios Peza

Manuel Acuña

La bibliografía del texto de Peza sobre Manuel Acuña: Peza, Juan de Dios. De la gaveta íntima: memorias, reliquias y retratos. México-París: Vda de Ch. Bouret, 1900. pp. 65-75

Todo se va, todo se muere. A medida que se avanza en el camino del mundo, se van dejando pedazos del corazón sobre la fosa de cada uno de los seres queridos que nos abandonan para siempre. 

Hoy es un triste aniversario para las letras nacionales: hace veinticuatro años —¡parece que fue ayer! —que el poeta más inspirado de la generación de entonces puso fin a sus días, cegado por no sabemos qué internas y pavorosas sombras. 

Vivíamos él y yo tan ligados, fuimos tan íntimos amigos, que puedo asegurar, sin jactancia, que pocos le estudiaron como yo, tan de cerca, por lo cual juzgo un deber narrar algo sobre su vida y su muerte, en esta tristísima fecha, no sólo porque a través de los años se ha adulterado su historia, sino también porque muchos se interesan cuando leen sus versos, en saber, con toda la verdad posible, cómo era, cómo vivió y cómo murió el infortunado poeta. 

Así es que, refundiendo antiguos apuntamientos, enlazando recuerdos que todavía están frescos en mi memoria, y juzgando con mayor experiencia lo que en aquella época no pude apreciar, encuentro ocasión oportuna para escribir un artículo en que han de campear la verdad y la justicia.

***

Manuel Acuña nació en el Saltillo, capital del estado de Coahuila, el año 1849, y vino de catorce años, o poco menos, a esta Ciudad de México, entrando como alumno interno en el Colegio de San Ildefonso, Hace él tiernísima referencia a su salida de la tierra en que nació, en la composición “Lágrimas” dedicada a la muerte de su padre:

Sus brazos me estrecharon
Y después a los pálidos reflejos
Del sol que en el crepúsculo se hundía
Sólo vi una ciudad que se perdía
Con mi cuna y mis padres a lo lejos.

Cursó con notorio talento los años de latinidad, matemáticas y filosofía y pasó a esa histórica Escuela de Medicina, de donde han salido tantas lumbreras de las letras y de las ciencias. 

Poesías de Manuel Acuña, París: Librería de Garnier Hermanos, 1890.
Imagen tomada de ELEM.

Lo recuerdo como si lo viera en la víspera de su fin trágico. Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alzaba rebelde el oscuro cabello echado hacia atrás y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras; ojos grandes y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita obscura de largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra. 

Triste en el fondo, pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño y leal como un caballero antiguo, le atormentaban los dolores ajenos y nadie es más activo que él para visitar y atender al amigo enfermo y pobre. 

Vivía en el corredor bajo del segundo piso de la Escuela de Medicina, en el cuarto número 13, el mismo cuarto que ocupó Juan Díaz Covarrubias y del cual salió para ser infamemente fusilado en Tacubaya el 11 de abril de 1859.  —Acuña tenía siempre en su derredor un cortejo de amigos que lo amábamos sin doblez, sin rencillas, sin envidia de su genio, sin censurar sus extravagancias, evitándole toda clase de disgustos y siendo los primeros en aplaudir sus obras. De este cortejo, han muerto Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, y viven Javier Santa María, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Antonio Cuéllar y Argomaniz, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales que ha sido secretario de nuestras legaciones en Washington y en Italia. 

José Valero y Salvadora Cairón, por López de Molina, 1868, albúmina. Tomado de la colección del Museo del Estanquillo.

Nosotros habíamos presenciado de cerca los trabajos de aquel adolescente sublime; con las lágrimas en los ojos le vimos salir a la escena en medio de aplausos atronadores, conducido por el eminente José Valero y por Salvadora Cairón, en la noche del estreno de su drama El pasado; temblando de gozo, le admiramos cuando hizo en unos funerales, estremecerse a los viejos y sabios maestros diciendo:

La muerte no es la nada
Sino para la chispa transitoria
Cuya luz ignorada
Pasa sin alcanzar una mirada
De la pupila augusta de la historia.

O cuando en su brindis titulado “Un rasgo de buen humor” hizo que le miraran, sonriendo aquellos sabios severos que se llamaron Río de la Loza, Vértiz y Barreda

Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban, y nos sentíamos felices con mirarlo recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre, diciendo “¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya sólo me conoce en retrato”.

Esa ausencia lo mataba. Leed su poesía “Entonces y hoy”1, escrita con las lágrimas más tiernas del fondo de su pecho y veréis que es una verdad la que os digo.

El viernes 5 de diciembre de 1873, anduvimos juntos desde la mañana y nos fuimos por la tarde a la alameda. El viento arrancaba las hijas amarillentas de los fresnos y de los chopos, que al caer bajo los pies del poeta atraían sus miradas de tristeza.

“Mira —me dijo mostrándome una de esas hojas que aún guardo seca por haber señalado con ella un capítulo del libro que leíamos aquella tarde; —“Les feuilles d’Automne” de Víctor Hugo —mira una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo”.

Allí me recitó la poesía “El génesis de mi vida” que alguien extrajo de sus papeles el día de su muerte. Era una poesía lindísima, de la cual vagamente recuerdo uno que otro verso. Ya sentados en una banca de piedra me dijo: “escribe”, y me dictó el soneto “A un arroyo” poniéndome después de su puño y letras una cariñosa dedicatoria.

Este soneto es el último que escribió; muchos creen que el “Nocturno” es su obra postrera, pero sus amigos nos sabíamos de memoria esos versos, desde tres meses antes de aquel día a que me refiero. 

A propósito del “Nocturno” haré una digresión interesante. Una mañana, estando en el Saltillo, salimos muy temprano Jesús M. Rábago y yo, pues íbamos de expedición fuera de la ciudad. La parroquia da su espalda al oriente, así es que el sol se alzaba detrás de la torre y enfrente, rumbo al ocaso, se extiende una calle en que Acuña vivió cuando era niño. Al fijarse en esto me dijo Rábago: “Vea usted como es verdad aquello de: 

El sol de la mañana
detrás del campanario
y abierta allá [a] lo lejos
        la puerta del hogar

Pero reanudemos el hilo de los acontecimientos.

Abandonamos la alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos: 

—Mañana a la una en punto, te espero sin falta.

—¿En punto? —le pregunté.

—Si tardas un minuto más…

—¿Qué me sucederá?

—Que me iré sin verte.

—¿Te irás a dónde?

—Estoy de viaje… sí… de viaje… lo sabrás después. 

Estas últimas palabras cayeron sobre mí alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado, como si hubiera recibido una noticia infausta. 

Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y tenía una crisis. 

Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Cuéllar, otra para Gerardo Silva y dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después al baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas: 

Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable.

—diciembre 6 de 1873. —Manuel Acuña. 

 Salió despúes a los corredores, estuvo conversando de asuntos indiferentes, y cerca de las doce y media volvió a meterse en su cuarto. 

Fácil es presumir lo que sucedió entonces. Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del que duerme. 

Toqué su frente, guiado por extraño presentimiento y la encontré tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio. 

Aturdido, loco, llamé a los entonces estudiantes, hoy médicos Vargas, Villamil y Oribe, que vivían en el cuarto de junto. Oribe se precipitó sobre el cadáver, queriendo volverlo a la vida y le hizo una insuflación de boca a boca, a tiempo que Vargas movía el tórax para producir la respiración artificial.

Todo fue en vano, Oribe cayó presa de un vértigo, intoxicado por el olor del cianuro, pues Acuña había apurado cerca de dos dracmas de esa substancia. 

La fatal noticia circuló instantáneamente en la Escuela. El prefecto del establecimiento, el sabio y caballeroso doctor Manuel Domínguez, los médicos y los alumnos que a esa hora estaban allí, acudieron al lugar del siniestro y rivalizaron en empeño y actividad, para tratar de devolverle la vida ¡la vida que una hora antes le había abandonado!

Llegó a pocos momentos mi amigo Francisco Sosa, y a las cuatro de la tarde el señor Gaxiola, juez en turno que dictó las medidas oportunas, concediendo que fuera en la Escuela de Medicina y no en el Hospital de San Pablo donde se hiciera la autopsia del cadáver. 

Los miembros todos de la Bohemia literaria visitaron por la tarde al poeta muerto, que al anochecer fue colocado en la excapilla de la Escuela.

Alejandro Casarín, acompañado del inolvidable Alamilla, sacó en yeso blando la mascarilla de rostro, para hacer un busto y trazó a lápiz un magnífico retrato. 

El cadáver estuvo constantemente velado por los alumnos de la Escuela, quienes lo inyectaron a todo costo y con todas las reglas de la ciencia. 

El miércoles diez fue el entierro, que tuvo una pompa y una majestad inusitadas. A las nueve de la mañana un inmenso gentío llenaba la plazuela de Santo Domingo, en tanto que en el interior de la Escuela de Medicina se agrupaban los representantes de las sociedades científicas, literarias y de obreros. 

Los hombres más notables, los profesores más distinguidos estaban allí dispuestos a acompañar al infortunado soñador de veinticuatro años. El gran Ignacio Ramírez había dicho al saber la muerte de Acuña: “Es una estrella que se apaga”. Altamirano que lo distinguía y mimaba como a un hijo, habíase sentido enfermo de pesar con la triste noticia, y el sabio Río de la Loza, a pesar de sus arraigadas convicciones religiosas, ordenó como director de la Escuela, que no se omitieran gastos para enterrar a Acuña como lo exigía su talento. 

Para no mutilar aquel cadáver querido, se extrajo del estómago el veneno con una bomba exofagiana, y después lo inyectaron cuidadosamente los más inteligentes alumnos.

Durante el tiempo que estuvo tendido y expuesto al público en la excapilla de la Escuela, se recibieron multitud de coronas y de ramilletes, remitidos por corporaciones y admiradores particulares. Sea por el efecto del embalsamamiento, sea porque los tejidos se estrecharon por la rigidez, el hecho es que de los cerrados ojos del poeta estuvieron brotando lágrimas constantemente: lloraba, como lo había dicho en una estrofa: 

¡Cómo deben llorar en la última hora
los inmóviles párpados de un muerto! 

A las diez los amigos íntimos de Acuña cargamos en hombros su cadáver y salimos de la Escuela en medio de un silencio y de una consternación profunda. 

Detrás de nosotros iban los comisionados de las sociedades literarias, presidiendo las del Liceo Hidalgo, la Concordia, y el Porvenir; de las científicas, presididas por la de Geografía y Estadística, y la Filoiátrica, una diputación del Gran Círculo de Obreros y después todos los invitados. Por detrás iba el carro fúnebre más elegante de la capital, llevando en su remate una lira de oro con las cuerdas rotas y sobre ella la corona alcanzada por el poeta en el estreno de su drama. 

En pos del carro fúnebre iban más de cien carruajes particulares. 

El cortejo recorrió las calles de la Cerca de Santo Domingo, Exclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real, continuando en línea recta hasta el cementerio del Campo Florido

Allí, bajo un cobertizo de madera, en donde se puso una tribuna, se le tributaron los últimos honores. 

Los alumnos Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho hablaron en nombre de la Sociedad Filoiátrica y Gustavo Baz, en nombre del Liceo Hidalgo. En seguida ocupó la tribuna Justo Sierra. —Acuña quería con profunda ternura a Justo, le miraba como a hermano sabio y erudito y la aparición de éste en aquellos instantes causó inmensa sensación en todos los presentes. 

Dice Franz Cosmes en una crónica de entonces, al hablar de Justo Sierra, lo siguiente:

Sólo los que hayan oído alguna vez esa palabra poderosa, hija de un cerebro de luz y de un corazón de fuego, podrán concebir hasta donde se remontó esa imaginación audaz, llorando sobre el cadáver de su hermano. No era un dolor común el que expresaba, era el grito de desesperación de la humanidad, por la pérdida de uno de sus apóstoles, el sollozo trémulo de la poesía por la muerte de uno de sus hijos. Él solo pudo comprender esas aspiraciones sin límites del poeta que en un mundo raquítico se ahogaba.

En efecto, sólo Sierra condensó la vida del poeta en admirables versos, captándose la respetuosa veneración del auditorio desde que comenzó diciendo: 

Palmas, triunfos laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, ¡todo en una hora
de soledad y hastío
cámbiase por el triste
derecho de morir, hermano mío!

Hablaron después en nombre de La Sociedad El Porvenir los señores Juan Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo; luego el inspirado José Rosas Moreno leyó una poesía hermosísima; ocuparon la tribuna Eduardo E. Zárate y José Rafael Álvarez por la Sociedad Literaria la Concordia Pedro Porrez, Vicente Fuentes, Alberto del Frago que leyó unos versos de José María Valenzuela y Becerril, José Carrillo, Julián Montiel y el último, el que estas líneas escribe. 

Hablé en nombre de los amigos íntimos de Manuel; tenía yo entonces veintiún años y hablé llorando…

A las doce del día el primer puñado de tierra cayó sobre el ataúd: la piqueta del sepulturero resonó huecamente en aquel sitio y todos nos separamos conmovidos: 

¡Ay! de aquella mañana a esta mañana,
de aquel sol a este sol,

como dice el poeta, han corrido fugaces veinticinco años.  

Debajo de la tierra en que ya han brotado flores nuevas, ocultos por un manto de fresco césped sobre el cual arrastra el viento las hojas secas, durmiendo están para no despertar nunca muchos de los maestros, de los amigos y de los compañeros del poeta: Ignacio Ramírez, Ignacio M. Altamirano, Vicente Riva Palacio, Flores, Rosas Moreno, Francisco Lerdo, Plaza, Alamida, Manuel Ocaranza, pero sería larga e interminable la lista de los que han bajado a la eterna sombra. 

Los versos de Acuña han recorrido todos los dominios de la lengua castellana y en todas partes los admiran y los repiten, pues entre ellos hay muchos que bastan para revelar su genio.

Acuña fue víctima del hastío, de la nostalgia moral, de esa enfermedad sin nombre que marchita las flores del alma cuando apenas están en el capullo. En sus últimos días, vivía de una manera extraña: sus vigilias eran constantes; leía y escribía hasta el amanecer; gustaba de tomar un café espeso, el que llamaba Manuel Flores “El néctar negro de los suelos blancos” y aparentaba una jovialidad que servía de antifaz a su secreta tristeza.

Su trágica muerte es el resultado de un extravío cerebral: nadie aparece como causa de ella y son consejas triviales las que corren en boca del vulgo. 

En el Saltillo han honrado su memoria construyendo un precioso teatro que lleva su nombre y que tiene el patio en forma de lira. 

En México, debido al constante empeño de algunos de sus amigos, especialmente de Luis A. Escandón y de Agapito Silva, se le construyó un monumento que en esta fecha está concluido ya, en el Cementerio de Dolores, a donde han sido con orden de la autoridad, trasladados sus restos. 

Dicen que al exhumar los restos, en la mañana del veintinueve de noviembre, encontraron intacta la ropa, cubriendo los huesos; tenía todo el cabello, que cayó del cráneo al primer impulso del aire, y el doctor Abel F. González le encontró en la bolsa del chaleco una peseta del año de 1830. 

Acuña “si tan prematuramente no se roba a su propia gloria” como me dice hablando de él el inspirado Núñez de Arce, acaso sería hoy una de las más altas personalidades literarias de México. Las composiciones que dejó escritas revelan todo lo que pudo llegar a ser; el destino apagó la llama de su vida, pero no logrará extinguir su imperecedera memoria. 

Trascripción y ediciónpor Fernando A.Morales Orozco

Hipervínculos porVerónica YanethGalván Ojeda