Nota

"Dios"

A Ignacio M. Altamirano

¿Hasta allí. dices tú... donde los velos
del misterio insondable se descogen,
do la luz tenebrosa de los cielos
enciende su mirada
que a todos llega, sin mostrarnos nada?

¿Hasta allí, dices tú... donde perdido
grano de arena de la inmensa playa
gira radiante el sol... en donde mueren
sin clamor, sin ruïdo,
del océano sin límites las olas,
do la brisa jamás grabó sus huellas,
y en cuyos bordes vagorosos brillan
fosforescentes cúmulos de estrellas?
¿Hasta allí? No, mortal, la inteligencia
sólo un paso ha medido
desde el mundo raquítico y vencido
a do alcanzan los ojos de la ciencia.

Como el cóndor pujante de los Andes
que dejando a sus pies la cordillera,
cual una lista oscura
velada por las brumas del océano,
se lanza a los espacios sin ribera
y sube siempre y sube
a do jamás el huracán impera
ni se forma la nube;
así yo volaré, detrás dejando
de los planeta las opacas moles,
yo traspondré con mis gigantes alas
los mundos y los soles.

Queda en tu polvo impuro,
necio esclavo de bárbaro anatema;
da púrpura a tu cuerpo envilecido
y a tus sienes ridícula diadema:
mortal arista que arrebata el viento,
átomo pequeñísimo perdido
en un átomo azul del firmamento;
prosigue, sí, con deleznable arcilla
fabricando tu Dios y tus altares:
yo me alejo de ti, cual de la orilla
huye el alción para cruzar las mares.

Así dije y partí; no más ligera
hiende la luz del sol el ancho espacio
que mi loca y ardiente fantasía:
no bien tendiera el impetuoso vuelo,
cuando ya soberana se mecía
en la impotente soledad del cielo.

Allá lejos, muy lejos,
con una rapidez vertiginosa,
proseguía el planeta de los hombres
su carrera fatal y silenciosa:
enorme esfera de cristal opaco
do, entre llanuras de color de gualda,
incrusta el océano
su zona de zafir y de esmeralda.
"Marcha en paz —exclamé—, vieja gastada,
cuya rugosa tez y marchitada
aún puedo contemplar; marcha a perderte
en un mañana oscuro
do encontrarás tal vez reposo y muerte.
Rueda en la inmensidad, es tu destino,
pordiosera de goce y de ventura;
prosigue tu camino
rodeada de un ambiente de amargura;
mientras aquel que miras con espanto
y que, en vez de verdugo, llamas padre,
calme con el sepulcro tu quebranto...
Adiós, nada nos una ni nos liga,
ni yo soy tu hijo, ni tú mi madre".

Iba la tierra con purpúreo manto
su envenenada atmósfera cubriendo,
trocando en nubes el cendal de bruma
que en su trayecto rápido cortaba,
como el bajel que cambia en su carrera
los cristales del mar en blanca espuma:
un segundo flotó en el firmamento
su ancha cauda de sombra,
al través de la cual, triste lucía
como cubierta por siniestro velo
la legión de los astros, blancos cirios
de otro mundo de luto y desconsuelo;
fue luego un punto negro vacilante
en la noche perpetua del abismo;
giró otra vez sobre el helado polo,
y todo quedó limpio... Estaba solo.

Aún me hallaba en el umbral del templo,
junto a mí la verdad brillar debía,
y conforme volaba,
el éter más y más se oscurecía,
más y más la razón iluminaba:
los astros como en óptica ilusoria
se agrandaban, y poco en el vacío
se perdía su lumbre transitoria.
Y no sentí pavor... Miré arrogante
al Universo entero en mi presencia
sin el sol de la tierra, agonizante,
mas con un sol eterno en la conciencia.

Miré en torno de mí; hondo aislamiento;
giraba el Universo indiferente
a mi súplica altiva,
reflejando en mi frente
de los astros la estela fugitiva...
Giraba, y yo llamando
con esfuerzo supremo
la voz de hasta mis labios, exclamaba:
"Dios, misterioso Dios, te estoy buscando...
¿Dónde guardas los rayos
y la tremenda voz que al israelita
diera espanto en el árido desierto?
Yo soy también de la región maldita.
¡Oh, Dios del Sianí..., tal vez has muerto!

Yo vengo a tu presencia,
clave misteriosa de lo criado
vengo a buscar la eterna inteligencia
que al pensamiento humano haya engendrado;
vengo y en vano busco y no hallo nada.
¡Ah, mentira infinita,
que reinas en los mundos...!
muéstrame uno no más de tus destellos,
traigo en el alma la inflexible espada
que ha de romper el libro de los sellos..."

Y rodó en el abismo mi risada,
pero helóse al momento; entre mis labios,
algo glacial sentí que me dio miedo,
mis miembros de pavor se estremecían.
Alguno se acercaba...,
las estrellas veían...
Uno de esos relámpagos opacos
que brillan silenciosos
en las noches de estío
rasgó la inmensidad... Hubo un momento
en que cegué... sintiendo en el vacío
el ardor infinito de un aliento
que daba al alma inexplicable frío.
A su impulso los astros vacilaron
cual del arbusto las flexibles ramas,
como vacilan al soplar la brisa
de las lámparas fúlgidas las llamas.
Mi pensamiento audaz, al disiparse
los fulgores de luz que lo ofuscaban,
se comprendió por siempre quebrantado...

Alguno había pasado,
las estrellas cantaban...
"Bendito el Dios que con su soplo anima
del arroyuelo el plácido murmullo,
y los bramidos de la mar inquieta,
el firmamento inmenso y el capullo,
y el insecto que canta y el poeta:
llegue a su trono nuestro débil canto,
Santo, tres veces Santo..."
Era aquella magnífica armonía
como la voz del órgano en los templos,
cuando, al morir el día,
paz y reposo para el mundo implora,
mientras el levita en los altares llora,
en la gama sublime
que en la creación entera resonaba,
una nota dulcísima encontraba:
era la voz del que doliente gime,
sin murmurar, mandado bendiciones
al que su pecho sin piedad oprime;
había de esa voz en lo profundo
las tiernas oraciones
que pura virgen en su pecho encierra
y el histérico ¡ay! del moribundo;
esa nota sonaba aquí en la tierra.
Yo también exclamé: "Bendito seas".
Y al verme suspendido en el espacio,
mi voz mezclando en el augusto coro,
dije: "Perdón, por mi infernal empeño;
perdón, Señor, perdón, porque te adoro".
¡Oh Dios!... y  desperté... ¡terrible sueño!

-febrero de 1868

Justo Sierra, “Dios” en Obras completas I Poesías, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, pp. 241-246.

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