Justo Sierra Méndez (1848-1912)

Por Enrique de Olavarría y Ferrari

Justo Sierra Méndez (1848-1912)

Olavarría y Ferrari, Enrique de, El arte literario en México: noticias biográficas y críticas de sus más notables escritores. 2ª ed. Madrid: Espinosa y Bautista, ¿1878? Pp. 80-83, 90-92.

Creedlo; soy un escapado del colegio que viene rebosando ilusiones, henchida de flores la blusa estudiantil y encerrados en la urna del corazón frescos y virginales aromas como los que exhala la violeta de los campos.

He allí mi tesoro, he allí lo que compartiré con vosotros. ¿Hago mal? Puede ser, pero, ¿cómo impediríais al impetuoso manantial estrellar sus aguas cristalinas en las peñas y correr empañado por el suelo?

La mano invisible traza el sendero; por allí vamos…

Traigo de mis amadas tierras tropicales el plumaje de las aves, el matiz de las flores, la belleza de las mujeres fotografías en mi alma.

Traigo al par de esos murmullos de olas, perfumes de brisas y tempestades y tinieblas marinas, y el recuerdo de aquellas horas benditas en que el alba tiende sus chales azul-nácar, mientras el sol besa en su lecho de oro a la dormida Anfitrite.

Todo esto y algo más os diré, amados lectores, acaso logre agradar a aquellos de vosotros para quienes aún guarda ángeles el cielo y colorido la naturaleza.

Con estas bellísimas palabras inauguraba Justo Sierra, a los veinte años de su vida, su carrera literaria, al tomar por primera vez la pluma como redactor de las variedades de un periódico, y sin embargo de su encantadora sencillez, quien estas frases escribía era un poeta capaz de remontarse al maestro de Quintana y de Heredia, a la sublimidad de Píndaro y Tirteo.

            Sin recomendación, sin ruidos de fama anterior, Justo Sierra habíase presentado en una de las veladas literarias de que ya comencé a hablar, y sin vacilaciones ni temores ajenos a la confianza que en sí mismo debe tener un poeta seguro de su vocación. Su cabeza, semejante a la de Byron, cubierta con negros rizos, su mirada penetrante y severa, las enérgicas líneas de sus facciones, su voz llena y potente como la de un tribuno, sorprendieron a la escogida concurrencia que asistía a su presentación y el entusiasmo más indescriptible se apoderó de cuantos acababan de oír su magnífica oda A Dios, admirablemente recitada.

            La fiesta tenía lugar en la habitación de Ignacio Manuel Altamirano, que torna siempre las casas donde habita en santuario de las artes; espléndidos grabados representando en las más culminantes escenas de su vida a Dante y al Tasso, a Shakespeare y a Milton, a Corneille y Racine, pendían de las paredes mezclándose con los retratos de Cervantes y Calderón, obra de menos célebres buriles, no porque los grandes hombres cuyos rasgos fisonómicos transmitían, tengan nada que envidiar al mérito de los primeros, sino porque el haber nacido españoles basta a sus compatriotas para no rendirles los altos homenajes que otros países prodigan a sus celebridades. Pero en fin, allí estaban también ellos como representantes de la Literatura española, que con la italiana, la inglesa y la francesa concurre a formar el gran tesoro de las letras de la Edad Moderna de la Historia. Allí estaban también, en bellas copias, trasuntos de las concepciones de los artistas de Grecia y Roma, de Italia y de España, y formando una muralla en contorno de las paredes, mil libros escogidos sobre cuyos lomos brillaban en letras de oro los nombres de esos monumentos más duraderos que el bronce, La Iliada y La Odisea, La Eneida, La Jerusalén libertada, Las Lusiadas, El Quijote, La divina comedia, El paraíso perdido y tantos y tantos otros no menos célebres y bellos.

            Entre aquellas maravillas de las artes, ante una sociedad de escritores distinguidos, Justo Sierra acudía a tomar puesto, conquistándole tan levantado en la admiración de sus oyentes, que un sabio, don Anselmo de la Portilla, se levantó para proclamarle el gran poeta mexicano, sin que nadie hiciese uso de la palabra sino para manifestar su asentimiento.

            Acerca de Sierra ha dicho Altamirano, a quien la generación literaria actual en México considera justamente como uno de los más eminentes talentos: “Nosotros fuimos quien le introdujimos en la arena de la publicidad literaria; su inteligencia, revelándose de pronto deslumbradora y gigantesca como un sol, fue desde luego saludada con entusiasmo por todos, y hoy nuestros viejos literatos le acogen con orgullo como a una joya del país, y sonríen satisfechos al considerar la gloria que espera a este literato”.

            Tan alta reputación no ha decaído a pesar de los años, yendo por el contrario en aumento. Lanzado Sierra en el terreno de la política, una vez concluida brillantemente su carrera de leyes, sus compatriotas le han abierto las puertas de la representación nacional, en la cual figuró ya dos veces, y el gobierno le ha empleado en las oficinas de la Suprema Corte de Justicia: miembro de toda sociedad literaria, ha brillado con esplendor igual, y su voz poderosa y su estro levantado, hácense admirar constantemente en las fiestas de la patria y en los homenajes a la paz. […]

            Tengo aún que añadir algo respecto a Justo Sierra. Su talento, claramente revelado por las anteriores muestras, brilla esplendente también en sus magníficos escritos en prosa, en los cuales imita quizá demasiado la famosa fraseología del gran escritor moderno de la Francia, monsieur Víctor Hugo: caprichos semejantes suelen permitirse verdaderos genios.

            Mucho ha sido por ello celebrado por muchos de sus compatriotas, pero también puedo felizmente añadir que muchas personas autorizadas por su saber y recto juicio me han ayudado mil veces a convencer a Sierra a fin de que se decida a abandonar su senda imitativa, animándole a abrazar un estilo enteramente original, más propio de los escritos de un poeta que ha nacido y se ha educado en una sociedad tan diversa y cuyas impresiones juveniles han tenido por colosal escenario la vasta tierra de América, tan virgíneamente bella, que jamás podrá ser encerrada sino impropiamente en el marco severo del apocalíptico lenguaje del desterrado Jersey. La América y su hermosura necesitan para ser cantadas, un lenguaje espontáneo, libre, potente, como el curso de sus gigantescos ríos, sonriente, festivo, claro como su cielo purísimo, con color y sabor propio como sus flores y sus frutos. La literatura americana, como la española, de que toma origen, tiene que ser fogosa y basada en nacionales melodías; el viento que se mueve sobre las cabezas de sus poetas es el Sur caliente y rico en perfumes; él nos permite salir de nuestra casa a cualquiera hora, porque el ambiente es dulce y eterna alfombra de flores el terreno que pisamos; el contento general nos hace extremosamente comunicativos; distraemos nuestros pesares oyendo a los demás cantar los suyos, y nos arrullamos en nuestros amores con las expansiones del de nuestros vecinos. Nuestros climas meridionales nos exigen franqueza, movilidad, expansión: esta constituye nuestra originalidad. Cuando a tal exigencia nos oponemos, vamos a dar en el extremo de los Góngoras y nadie nos entiende, a pesar de que como éstos digamos cosas bellísimas, pero disfrazadas con el amaneramiento de rebuscada fraseología.

            Dejemos a los grandes poetas del norte producir maravillas envueltos en su espesa atmósfera de niebla, deslizándose silenciosos sobre el hielo de sus cascadas y ríos, ateridos bajo los rayos de un sol enfermizo a cuyos débiles fulgores supera el más leve de nuestros crepúsculos, doblegándose al peso de los paños y pieles que les aíslan de sus mortíferos vientos dentro de un muro del ancho de media vara de tejidos; pidiendo a sus estufas el calor que falta a su sangre; supliendo con el gas la luz de que carecen sus denominados días. Dejémosles, en buen hora, producir esas fantásticas leyendas tan admiradas y que nosotros jamás podremos imitar, dejémosles que nos hablen el lenguaje enigmático de sus gnomos, tan triste y tan filosófico que nos parece escuchar a escépticos o aparecidos. Dejémosles todo esto, deleitémonos con ello, pero no pretendamos luchar con quienes han podido vivir en aquellos climas que a nosotros nos matarían, como matan a las flores del mediodía que a sus jardines se trasplantan.

            El genio de Víctor Hugo es un don particular y mejor que particular exclusivo. Los hombres, cuyo talento se distingue por el exceso de dichas cualidades, viven solos en la historia de las letras, es decir, no forman escuela. Aunque en género diverso, Breton de los Herreros es uno de dichos hombres. Su teatro vivirá eterno en el infinito del arte, como uno de esos planetas con luz propia que existen en nuestro sistema, relacionados con él, pero sin satélite alguno, sin órbita determinada: ni el mismo sol puede seguirlos.

            El día en que Justo Sierra quiera comprenderlo así, su mérito se elevará a una proporción colosal, sometido a la acción del rico multiplicador de la originalidad.

Transcripción y Edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz