Antonio Plaza (1830-1882)

Imagen tomada de Circulo de poesía: revista electrónica de literatura

por Juan de Dios Peza (1852-1910)

Peza, Juan de Dios, “Prólogo” a Antonio Plaza, Álbum del corazón. Poesías completas, Buenos Aires – México: Maucci Hermanos – La Habana: José López Rodríguez, pp. 5-9.

Ser poeta, según afirma un escritor de fama, es sentir hondo, pensar alto y hablar claro, y cuán pocos de los que el vulgo llama poetas han cumplido con estas raras condiciones. 

En materia de arte, muchas son las escuelas; muchas las exigencias de los críticos; muchas las reglas que imponen los maestros, y, sin embargo, lo esencial en el artista no lo dan los libros, ni lo pueden repartir las cátedras, ni se sabe en qué estriba el secreto de posesión en el individuo, la inspiración inmortal y sublime. 

Aquel a quien no conmueva la hermosura, ni le cautive el sentimiento, ni le seduzca la más franca expresión de la forma, no será un artista. 

La Belleza, decía san Agustín, es el esplendor del orden, y confirma esta definición la perfecta armonía que resplandece en todo lo bello. 

Basta una columna, un frontón, un relieve cubierto por el jaramago o la yedra silvestre, para adivinar el conjunto de un templo griego; ya sea el Partenón con todas sus tradiciones gloriosas; ya el augusto santuario de Júpiter, de aquel dios de cuya cabeza nació Minerva, derramando la luz de la sabiduría en los cerebros humanos. 

Los poetas primitivos no tenían otro cuadro que la naturaleza para desarrollar sus concepciones, y por esto son originales y asombrosos. Ninguno copiaba modelos gastados o envejecidos; pues la naturaleza, ese monstruo que, según La Bruyére, goza en devorarse a sí mismo, no envejece nunca, y, en cada nuevo sol, la aurora, el océano; la soledad imponente de los bosques; las maravillas del cielo, sereno o tempestuoso; los crepúsculos; el canto de las aves que convierten en arpas los árboles; el volcán con sus nieves eternas; las montañas con sus ventisqueros pavorosos, y las llanuras con alfombra de mieses cuajadas de espigas, todo cuanto decora y puebla nuestra vivienda universal, parece que nace en las montañas para esconderse y dormir bajo el manto estrellado de la noche. Admirables son los esfuerzos del que logra con el estudio cincelar lo mismo el mármol que la armonía o la palabra. Habrá en sus obras todo lo que las reglas previenen; todo cuanto los autores aconsejan; pero si le falta el alma, la inspiración, el sentimiento más puro y delicado, no arrancará una lágrima, ni una sonrisa de bondad, ni un suspiro de arrobamiento y se conformará con esta única recompensa: el frío aplauso de los doctos. 

El poeta moderno, el cantor de las miserias presentes, de los vicios de nuestra sociedad, de las pasiones de nuestras almas nutridas en un medio de corrupción y de incredulidad incomparables; el trovador de las dudas, de las decepciones, del desencanto actual, no busca el sillón académico ni el “visto bueno” de las universidades; sufre, se duele, se plañe, y lanza sus cantos a los cuatro vientos sin otro afán que el de ser comprendido por los que, como él, se encuentran enfermos de idénticos males. 

Yo traté íntimamente a Antonio Plaza, el aplaudido autor de los versos que aparecen coleccionados en este libro. Éramos él y yo dos amigos, no obstante la diferencia de edades. Acaso le fui interesante, porque en mi primera juventud fui un desencantado a quien deleitaban los cantos orgiásticos y las dudas incurables. 

Antonio Plaza era oriundo del estado de Guanajuato; nación en Apaseo el 2 de junio de 1833, siendo sus padres don José María Plaza y doña María de la Luz Llanas. 

Enviáronlo de niño a México, e ingresó en el Seminario Conciliar, donde sólo se cursaban las carreras Eclesiástica y de Jurisprudencia. 

El niño era precoz y liberal por instinto: así es que de aquellas aulas, de donde salieron Juan José Baz, Manuel Romero Rubio, Justino Fernández, Manuel Fernando Soto y tantos otros patricios de renombre, él salió para alistarse como soldado en las filas progresistas y en ellas sirvió hasta el año de 1861, en que se retiró con licencia y con un pie inutilizado por una bala de cañón en pleno campo de batalla. 

Plaza esgrimió la pluma del periodista, defendiendo las nuevas ideas, y sus trabajos llenaron las columnas de El Horóscopo, Los Padres del Agua Fría, La Bandera Roja, La Luz de los Libres, El Constitucional, La Orquesta, La Pluma Roja, San Baltasar, La Idea y La Revista Mexicana

Estos periódicos, en su mayor parte, eran las hojas volantes que encendía el juego de la libertad en los corazones y que impulsaron poderosamente el movimiento revolucionario que modificó los destinos de nuestra patria. 

En 1862, con el grado de teniente coronel, ingresó en el Depósito de Jefes y Oficiales y asistió después a las campañas de Querétaro, de donde vino con el ejército a la capital, en 1867. ¡Ah, pobre amigo! Era yo un estudiante cuando me deleitaba con repetir algunas de sus estrofas:

“Era mi corazón cáliz de llanto;
del mundo en el vaivén quedó vacío,
y aunque risa me da mi desencanto
me duele el corazón cuando me río”.

Y aquella quintilla que todos nos sabíamos de memoria en el colegio: 

“Mi ilusión vertiginosa
castigó el Supremo Ser;
porque en mi fiebre amorosa
formé imbécil una diosa
de quien sólo era mujer”.

Cantor de las amargas y negras decepciones, sin otro encanto que el de enconar sus propias heridas, de las cuales siempre manaba sangre, lo veíamos, como los jóvenes españoles de su tiempo, han de haber visto a Espronceda

Pocas son las cosas de vivos matices y aromas delicados que se pueden encontrar en el búcaro que forman sus composiciones, porque no se cuidaba de la forma ni le entristecía que le motejaran por escéptico. 

Era exclusivamente cantor de sus propios sentimientos; parecía insensible a todo atractivo humano, y mojaba la pluma en la hiel de los desengaños, para trazar así, con caracteres de fuego, sus más amargas concepciones. 

Muchas veces me reveló que no obedecía a preceptos de escuela; que nunca pudo nutrir su espíritu con la lectura de los grandes maestros, y que, a semejanza de las aves, cantaba porque tenía la necesidad de cantar, sin importarle que la gloria le diera sus lauros o el olvido le envolviera en sus luctuosos crespones. 

Amaba inmensamente a sus hijos, de los cuales, Edmundo el mayor, y a quien dedicó sentidísimos versos, acaba de morir el 24 de noviembre último en Yokohama, pues era nuestro cónsul general en el imperio del Japón. 

Plaza es muy popular, porque ha tocado la llaga que corroe los corazones, y ha dicho, con una valentía digna de su tiempo, en los altares cristianos, delante de la imagen de María: 

“Aquí me tienes a tus pies rendido,
Nunca mi rodilla tocó al suelo;
Que nunca, Señora, le he pedido
Ni amor al mundo ni piedad al cielo

¡Pobre amigo mío! Lo encontraba yo, tarde por tarde, y jamás le vi doblegar la frente ante la miseria. 

En los últimos meses del gobierno de don Sebastián Lerdo de Tejada, cuando a todos los escritores de oposición se les perseguía y se les encarcelaba, le dije, pensando que así aliviaría sus penurias: 

—Antonio, ¿por qué no fundas un periódico?

—¿Para qué? — me respondió. —Combatir al gobierno será convertirme en presidiario, y adularlo, en estos momentos, sería tanto como afeitar a un cadáver: se mella e inutiliza la navaja y se desprestigia el barbero. 

Y siguió resignado y pobre hasta el 26 de agosto de 1882, en que murió, dejando huérfanos a tres hijos. Sus funerales fueron muy modestos; sepultaron su cuerpo en el panteón del Tepeyac (Villa de Guadalupe), y, como era natural, los periódicos le consagraron artículos llenos de sentimiento.

Los versos de Plaza han recorrido los dominios españoles, y algún encanto irresistible deben de entrañar, puesto que son tan buscados. 

Dijo lo que sentía, herido por el mundo; desdeñado por la sociedad; minado por el hastío, y el que lea sus composiciones, tiene que recordar, al juzgarlas, que son amargas y amarillentas, porque así ha hecho la naturaleza a las flores que crecen los cementerios y en las ruinas. 

¡Duerma en paz el poeta escéptico y adolorido! Yo encuentro detrás de cada estrofa suya una lágrima, y, como su amigo, la enjugo y la comprendo. 

1890

Juan de Dios Peza

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda

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