Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)

Por Ramón I. Alcaraz (1823-1886 )

Carlos de Sigüenza y Góngora

Alcaraz, Ramón I., El Museo mexicano, ó, Miscelanea pintoresca de amenidades curiosas é instructivas, Vol. II. México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1842, pp. 470-479.

Sapiens uno minor est Jove.

Horat. lib. 1° ep. 1.

Bacon dijo que la historia del mundo sin la de los sabios, sería la estatua de Polifemo sin su ojo; pensamiento brillante que nos revela el vasto y grandioso plan de historia, que el sabio inglés había concebido y trataba de inspirar a los historiadores de su tiempo, para que lo realizasen. Mas desgraciadamente la historia de los sabios ha caminado siempre tan poco de acuerdo con la del mundo, que no hay más que ponerse a hojear las crónicas e historias de las naciones, para convencerse de esta verdad, y ver en ellas opacados esos astros de la sabiduría, sin los que el mundo hubiera quedado eternamente sumergido entre las sombras del crepúsculo. Arrastrados los historiadores por no sé qué fascinación fatal, han empleado siempre todo su conato en fijar su anteojo de aumento, sobre aquellos hombres que guiados por una ambición desmedida, no han sabido sino llenar de desolación y de espanto a la mísera humanidad; y Alejandro, y César, y Napoleón, y otros, a quienes no debe el género humano, sino desesperación y lágrimas, han aparecido a sus ojos como gigantes, mientras que ante ellos han pasado desconocidos todos esos sabios ilustres, a quienes el mundo debe su felicidad, por el constante empeño que han tenido en mostrarle la verdad en el camino de la vida. ¡Miserable condición la del hombre que doblega la cerviz ante el vicio mismo, cuando éste aparece rodeado del fausto, y esplendor de los magnates y desprecia la humilde y austera virtud de aquel

Que sigue la escondida

Senda, por donde han ido

Los pocos sabios que en el mundo han sido!

Tal ha sido el sistema incompleto de casi todos los historiadores; y si Lacépède, Daru y otros nos han legado en sus historias los nombres de los sabios y los adelantamientos que han impreso a las ciencias, son estos muy pocos, en comparación de todos los que han guardado un silencio vergonzoso, sobre todos esos grandes acontecimientos.

Se han escrito, es cierto, historias literarias que abrazan los fastos de todas las ciencias, desde su nacimiento hasta la época en que se escribieron; y todos, o si no todos, los más, habrán leído la del abate Juan Andrés, y últimamente la del maestro Villemain, los que en mi concepto no han hecho otra cosa que dar un paso muy avanzado en la realización del gran pensamiento de Bacon. Mas a pesar de todo esto, un gran recurso le ha quedado al hombre para hacer que la memoria del sabio pase a la posteridad, y viva eternamente en ella, como la de los orgullosos conquistadores, y es la biografía; ese cuadro vivo y animado, en que se bosqueja la vida laboriosa del sabio, y se le hace aparecer en medio de todas sus opiniones, que por diversas que a primera vista aparezcan, todas no obstante se dirigen a un fin común, que es la investigación de la verdad. Ya en la antigüedad tenemos ejemplos de la alta reputación de que gozaba este ramo literario en las vidas de los filósofos, que este estilo claro y elegante nos dejó Diógenes Laercio, y en el Libro de oro de Plutarco, en sus Vidas de los varones ilustres, porque ya entonces se había comprendido cuán interesante es la vida del sabio, por la íntima relación que con ella tienen las opiniones que en sus escritos desarrolla, y si quiere probar el estado de ese mismo ramo entre los modernos, no se tiene más que echar una mirada sobre tantas obras, como con este solo objeto se han publicado. Ahora bien, nosotros hemos tenido sabios que si hasta aquí han permanecido ignorados, no ha sido sino por nuestra incuria, y por el desprecio con que siempre hemos mirado las cosas que nos pertenecen; nosotros, pues, debemos adoptar la biografía, como el único medio que tenemos, de levantarles un monumento literario, y de hacer que su memoria se perpetúe en las generaciones venideras; y a ella es a la que me propongo recurrir ahora, para trazar, aunque rápidamente, la vida de un sabio, hasta aquí desconocido de la mayor parte de mis patricios; de un sabio que en Europa hubiera participado de los laureles gloriosos de Galileo y Newton, de Leibniz y Descartes; de un sabio, en fin, que si no levantó su ingenio a la altura a que hubiera podido levantarlo, sí lo hizo hasta donde pudiera ser mirado clara y distintamente, por la vista poco penetrante aún de la generación que lo contemplaba: este sabio insigne es Don Carlos de Sigüenza y Góngora, nombre no conocido sino de unos cuantos verdaderos apreciadores de nuestras pocas curiosidades históricas.

Don Carlos de Sigüenza y Góngora, poeta, filósofo, matemático, historiador, anticuario y crítico, nació en México el año de 1645, siendo virrey de Nueva España el conde de Salvatierra, del matrimonio que Don Carlos Sigüenza, su padre, español de nacimiento y maestro del príncipe don Baltasar, contrajo con una criolla. Recibió su primera educación moral y literaria en la misma ciudad, y fue dirigido, a lo que es de suponerse, en sus primeros estudios por su padre mismo, quien a juzgar por el empleo que desempeñó en la corte, debió de haber sido hombre de vastos y sólidos conocimientos; y quien convencido sin duda de que una esmerada educación literaria desde los primeros años de la vida, unida a la penetración y al talento, es lo que más contribuye a formar a los grandes sabios, no debió de perdonar medio para poner a su hijo en aptitud de ir siendo iniciado poco a poco en los misterios de las ciencias, en que tanto se distinguió después. En consecuencia le fueron revelados todos los arcanos de las matemáticas, pues debían ser la base de todos sus profundos conocimientos ulteriores; y a los 18 años de su edad, sus conocimientos matemáticos, físicos y astronómicos, excedían en mucho a lo que era ordinario entre jóvenes de su edad, especialmente en México, donde los medios de instrucción eran casi nulos.

Sabido es por todos, que la Compañía de Jesús era en esa época el centro de la ilustración y del saber, y el punto de donde partían todos los conocimientos nuevos, en mengua y descrédito de los antiguos, de lo cual más de un ejemplo pudiera citarse; y sabida es también la sagacidad de sus miembros para descubrir y atraerse a todos aquellos jóvenes, en quienes advertían la chispa del talento, capaz de producir grandes cosas por la cultura y el estudio. ¿Cómo hubiera sido, pues, posible que se hubiera escapado a su diligencia, el preclaro talento y la prematura instrucción de un joven ante quien se desarrollaba un porvenir de grandes empresas científicas y literarias? Sigüenza, joven de 18 años, fue buscado, solicitado por ellos, y el 17 de octubre de 1660 tomó la sotana de jesuita, habiendo hecho sus primeros votos el 15 de agosto de 1663 en el colegio de Tepotzotlán, circunstancia que como dice Beristáin, que vio por sí mismo el libro original de profesiones de dicho colegio, se ocultó al ilustrísimo Eguiara. Aquí comienza una época de nuevos estudios para Sigüenza; aquí se perfecciona en las matemáticas, en la física, en la astronomía; aquí descubre más y más sus dotes poéticas, su propensión feliz a la crítica; adquiere conocimientos profundos en el griego y en el latín, conoce a fondo el idioma mexicano, y adquiere en fin un gusto finísimo a la historia y las antigüedades de los aztecas, cuyo historiador y arqueólogo debía ser en lo sucesivo con tan buen éxito, que eso contribuyese no poco a formarle la más hermosa flor de su corona literaria. Nadie se admirará de ver los progresos de Sigüenza, si no ignora la excelente enseñanza que esa congregación, que después produjo a los Clavijeros y a los Alegres, suministraba en esa época. La erudición de Sigüenza era asombrosa, y la reputación de que gozaba entre sus compañeros, hubiera bastado para envanecer a otro sabio menos modesto y humilde.

Aquí hay una circunstancia cuyas causas no he podido averiguar en cuantos libros he revuelto, bien que Cavo le asigne por motivo el que Sigüenza quiso en esto complacer a su padre, y es que Sigüenza abandonó a los 20 años de su edad la Compañía de Jesús. ¿Y qué motivos pudieron impelerle a abandonar aquel emporio de las ciencias, donde tanta instrucción había bebido, donde se le dispensaban tantas consideraciones, y al que él mismo dice que conservó siempre una gran veneración y respeto “por lo mucho que debo a tan doctísima y ejemplarísima religión desde mis tiernos años, en que de la benignidad de los muy reverendos padres de esta mexicana provincia, mis amigos, mis maestros, mis padres, merecí tan singulares favores, como siempre publico”? No lo sé, como antes he dicho, y este además; es un punto tan oscuro de su vida, que ocioso me parece insistir más en él.

Aquí comienza, por decirlo así, la segunda época de la vida de Sigüenza, la época más gloriosa de la vida del sabio, que dirigiendo sus miradas sobre la humanidad sumergida en las tinieblas de la ignorancia y del error, se dedica exclusivamente a iluminarle la senda del saber y de la verdad, porque si en alguien existe la verdadera filantropía es en el sabio, que pasa sus días y sus noches entregado al estudio y al trabajo, para mejorar la condición de sus semejantes infelices, si es cierto que la ignorancia es una de las fuentes de la infelicidad humana. Al abandonar la Compañía de Jesús, Sigüenza promovió su secularización; obtenida la cual fue ocultarse al hospital del Amor de Dios, en donde sirvió el oscuro empleo de capellán, y el de limosnero del arzobispo Don Francisco Aguiar y Seijas.

Al llegar a esta época olvidamos la vida del sabio, para ocuparnos exclusivamente en tributarlos elogios debidos a cada uno de los actos del hombre filántropo y caritativo que ora consuela a sus semejantes en el lecho del dolor, ora alivia las necesidades del pobre, haciéndose acreedor a que se le aplique aquel sabido verso de Terencio:

Homo sum, humani nihil a me alienum puto.1

Sin que en este retiro donde estaba entregado a los ejercicios piadosos de su ministerio, dejase de emplear todos los ratos que sus ocupaciones le dejaban libres en el estudio de las Escrituras y de los Padres de la Iglesia, en la revisión e interpretación de los manuscritos y jeroglíficos de los aztecas, y en la meditación detenida de las grandes que pensaba legar a la posteridad. Mas en vano Sigüenza quiso permanecer aislado e ignorado de todos; su fama había volado ya, revelando al público que en su seno abrigaba un sabio ilustre; y todos aquellos en quienes ardía el amor a las ciencias, le buscaron solícitos hasta hallarle, y declararse sus amigos más adictos y sinceros. Así se hizo Sigüenza de la amistad para él inestimable, del Cicerón de la lengua mexicana, como él mismo lo llama, don Juan de Alva Ixtlixóchitl, descendiente de los reyes de Texcoco, y el más diligente y laborioso investigador de las hazañas y antigüedades de sus antepasados hasta Sigüenza: adquirió de la misma manera la del célebre náutico Don Sebastián de Guzmán y Córdoba (discípulo del insigne matemático español Don Francisco Ruesta), al cual debemos poseer impresas algunas de las obras de nuestro Sigüenza, y el que nos ha trasmitido una idea de las que él había leído, y no han llegado a nuestros días.

En cuanto a la amistad del primero fue como dije, inestimable para Sigüenza, porque con él se perfeccionó en la lengua mexicana, en el conocimiento de los jeroglíficos, y en su gusto a las antigüedades de México, y por haber heredado sus manuscritos que tanto le sirvieron para sus laboriosas tareas, manuscritos que considerando Alva que nadie sino un sabio podía apreciarlos como él, los legó en su testamento a D. Carlos de Sigüenza y Góngora, su hermano en ciencias, y su maestro en virtudes; esta adquisición para Sigüenza, unida a su penetración y discernimiento, fue la que le decidió a emprender sus grandes trabajos sobre la historia de los mexicanos, ora fundándose en la interpretación de pinturas originales, ora en la de los jeroglíficos, ora en tradiciones de hechos, que desde las generaciones más remotas se habían perpetuado entre las familias y en el pueblo, y que eran, por decirlo así, los cantos populares de aquellos tiempos; ya en las hipótesis que su sagacidad y su instrucción le sugerían; ya en fin, determinando las épocas de aquella historia, y arreglándolas a las ordinarias de la historia moderna europea, por sus observaciones astronómicas y el cálculo de los eclipses observados hasta allí. Mas antes de dar una idea de los trabajos históricos y arqueológicos de Sigüenza, haremos una ligera revista de sus otras obras, y daremos una noticia de las que quedaron impresas que a excepción de una o dos son las más insignificantes.

Poco anterior a su época, había sido el célebre Descartes quien dio un golpe mortal a, la filosofía peripatética, y era ya el corifeo de la nueva escuela filosófica llamada de los Cartesianos. Las nuevas doctrinas filosóficas cundían de día en día en Europa, y solo en España, cuyas puertas estaban cerradas a todo conocimiento nuevo, no eran conocidas sino por uno que otro que leía a hurtadillas, lo que de otro modo le hubiera hecho incurrir en el terrible anatema del Santo Oficio; y como era indispensable que esas preocupaciones y esa ignorancia, pasaran a América su colonia, de ahí viene que entre nosotros el peripatetismo hubiera estado entronizado todavía en esta época y acatado públicamente por nuestros góticos doctores y maestros, por la sola razón de que su excelencia había sido probada por el Sol de las Escuelas. Mas Sigüenza, cuyo ingenio elevado era incompatible con preocupaciones tan crasas, y a quien no eran desconocidos ni Descartes, ni Galileo, ni Gassendi, ni otros muchos, dio al traste con ellas, y reconociendo la excelencia de las nuevas doctrinas filosóficas, las profesó, si no en las escuelas porque no le era dable, sí al menos en todos sus escritos, lo cual no es poca recomendación de ellos, puesto que además estaban libres del indigesto escolasticismo, tan común en todos los escritores de esa época.

Ahora, en cuanto a su estilo claro y elegante, creo yo que pudiera servir de modelo de la castiza locución castellana, pues en nada cede en esto a los mejores escritores españoles del siglo XVI, y principios del XVII. Libre y aún enemigo del insoportable gongorismo, que hacia algunos años había invadido la lengua de Cervantes, él mismo lo ridiculizó, cuando en su prólogo al Paraíso Occidental dice de don Luis de Góngora y Argote, y del padre Paravicino, predicador de la corte de Felipe IV, lo siguiente:

Por lo que toca al estilo, gasto en este libro el que gasto siempre, esto es, el mismo que observo cuando converso, cuando escribo, cuando predico; así porque quizás no pudiera ejecutarlo contrario si lo intentase, como por saber haber perdido algunos tratados por su lenguaje horroroso y nimio, lo que merecían de aplauso por su asunto heroico. Escribir de una difunta, el que en vez de mostrar pálidas tristezas o marchitas perfecciones, se sonroseaba de rojas colores, o coloría de rosas carmesíes, las cuales alindaban más de lo que puede encarecerse la cara apacible de la difunta yerta; y servir todo esto de circunloquio, para decir el que conservaba después de muerta los mismos colores que cuando viva, ¿qué otra cosa es sino condenar un autor su libro (y más formándose todo él de semejantes periodos) a que jamás se lea? Y no queriendo tan mal a este mío, que guste ver por él lo que de otros dicen, aseguro el que se hallarán los horizontes, las estrellas, y los coluros en los autores que escriben de la esfera; en los lapidarios, los crisólitos, los topacios y los carbunclos: los ámbares y almizcles en los guanteros: los jazmines, los claveles y girasoles en los jardines, y todo esto con mucho más en los que se presumen de imitadores de Fray Hortencio Paravicino y Don Luis de Góngora; y como quiera que no es esto lo que se gasta en las comunes pláticas, debiendo ser el estilo que entonces se usa el que se debe seguir cuando se escriben historias, desde luego afirmo el que no se hallará el catálogo de esas cosas en la presente; porque sé que es este el escollo en que peligran muchos.

Estas dos cualidades, de las que una influye en el espíritu y la otra en la imaginación, hacen todavía más recomendables las dos obras que de él nos quedan, y aumentaría en mucho sin duda el interés de las que se han perdido, o pasado quizá a brillar en la biblioteca de algún curioso europeo.

De sus obras que se imprimieron en distintos años: las Glorias de Querétaro, la Primavera Indiana y el Triunfo Parténico, escritas en verso, y de cuyo estilo poético me es imposible formar ningún juicio, por no haber llegado a mis noticias sino sus títulos; y las demás en prosa sobre asuntos científicos y literarios que se imprimieron, también son las siguientes: el Belerofonte matemático, contra la quimera astrológica de D. Martin de la Torre; Manifiesto filosófico contra los cometas; Relación histórica de los sucesos de la armada de Barlovento, desde fines de 1690 a fines de 1691; Trofeo de la justicia española, contra la perfidia francesa; los Infortunios de Alonso Ramírez, que después de haber dado la vuelta al mundo, arribó náufrago en las costas de Yucatán; el Mercurio volante, que fue sin duda el primer papel periódico que se imprimió en México; el Oriental planeta evangélico; el Paraíso Occidental, y la Libra astronómica. Todas estas obras, según aseguran Betancourt, Eguiara, León Pinelo en su Biblioteca Occidental, y Beristáin, se imprimieron en México en distintas fechas; mas todas se han perdido, puesto que ni en las bibliotecas de los curiosos se encuentran, y por más diligencias que he hecho, no he podido encontrar sino las dos últimas que he leído con sumo placer, y de las que luego daré una idea ligera, no pudiendo decir aquí más del Mercurio volante, sino que Alzate hace mención de él en sus Gacetas.

El Paraíso Occidental es la historia de la fundación del convento de Jesús María, en la que el autor reunió todos los documentos originales que la comprueban, y a la que los hechos de historia antigua, la descripción de algunas costumbres interesantísimas de los aztecas, y aun algunos acontecimientos de la época que accidentalmente consignó allí, presentan un grande interés arqueológico. La Libra astronómica es el libro científico suyo que nos queda, y por el que se puede graduar muy bien el ingenio y la instrucción de nuestro Sigüenza. Su objeto es contestar a la impugnación que de su Manifiesto filosófico contra los cometas, había publicado poco antes el padre Eusebio Kino, jesuita alemán recién venido a Nueva España con fama de gran matemático, motivado todo por el cometa que en 1687 había aparecido, en la impugnación el padre Kino exageraba la influencia de los cometas en las acciones humanas; confirmaba, en fin, la teoría de su fatalidad en contra de Sigüenza, que había probado ya la ninguna influencia de esos cuerpos celestes, en las determinaciones de los hombres, precisado a ello por el espanto que en México había infundido el de 1687. Este opúsculo, en el que claramente se ve la vasta y profunda erudición de Sigüenza, es una muestra evidente de sus altos conocimientos matemáticos y astronómicos; y es además el mayor testimonio que pudo dar de la independencia de su ingenio, cuando combatiendo la temida opinión de la fatalidad de los cometas, opinión fuertemente arraigada, no solo en el vulgo, sino en todas las clases de la sociedad de ese tiempo, derribó con la maestría y serenidad de un sabio, la que el jesuita alemán creyó inexpugnable muralla, levantada con las opiniones y autoridades de poetas y sabios antiguos y modernos, y aún con las graves de los Santos Padres. De 1668, año en que comenzó sus investigaciones científicas sobre la historia azteca, y en el que contaba apenas 33 años, a 1681 en que vio el público su Libra astronómica, cuya impresión fue costeada por D. Sebastián de Guzmán, habían transcurrido 13 años, durante los cuales la fama de Sigüenza pasó los mares y llegó a la metrópoli, donde Carlos II se vio en la precisión para afectar que premiaba el talento, de nombrarlo Cosmógrafo regio, Catedrático de matemáticas de la Universidad, y de irle confiriendo sucesivamente otros empleos, todo por cédulas reales fechas en Madrid que en vano he tratado de ver para dar aquí un trasunto de ellas, pues estoy seguro de que estas existen en los archivos; bien que yo no poseo un solo átomo del favor que entre nosotros se requiere para examinar tales documentos. Mas incansable su fama, no detuvo su vuelo en la Península, sino que pasando los Pirineos llegó a la corte de Luis XIV, deslumbró a aquel monarca, que viendo que durante su reinado descollaban tantos ingenios, se había apresurado a proteger el talento, siquiera para que esto hiciese que la posteridad juzgase de su gobierno déspota con menos inflexibilidad, y le inspiró la idea de escribir a Sigüenza, y de invitarle a que pasase a su corte, donde sería colmado de honores y riquezas, deseoso de poseer un sabio tan ilustre como lo era el astrónomo y anticuario mexicano; invitación que nuestro sabio despreció, según nos refiere Eguiara, contentándose con el título de Cosmógrafo regio, y más que todo con servir y ser útil a su patria, ora en instruir a la juventud, ora en aliviar y consolar las dolencias y miserias de sus compatriotas. Esta reputación, de que en el extranjero gozaba, influyó sobremanera en que se le comenzasen a dispensar en México, por el gobierno de los virreyes y por el mismo gobierno eclesiástico, más consideraciones de las que hasta allí se le hablan dispensado: fue luego llamado a ocupar puestos importantes, que entonces no se concedían sino a uno que otro criollo privilegiado; mas Sigüenza, con su modestia habitual, se rehusó siempre a abandonar el hospital del Amor de Dios, y el empleo de limosnero del arzobispo Don Francisco Aguiar y Seijas, en los que diariamente satisfacía los deseos que su ardiente caridad le inspiraba2. Así pasó, entregado al ejercicio de su ministerio, publicando algunos opúsculos, escribiendo sus obras sobre la historia y antigüedades de los indios, y desempeñando igualmente el cargo de Examinador general de artilleros, desde 1681 hasta 1693. Una cosa singular y que debe referirse, como una demostración brillante que dio él de su amor a las letras, es el empeño que tomó en salvar los manuscritos y todos los documentos originales de la historia antigua y moderna de México que se hallaban en el archivo del ayuntamiento, y que se vieron amenazados de perecer entre las llamas, a consecuencia del incendio que el 8 de Junio de 1692 se apoderó de las casas de cabildo. Mas oigamos cómo refiere esto Cavo en su historia de Los tres siglos de México: “El día 8 de Junio por la noche, dice, el pueblo después de haber apedreado el palacio del virrey le pegó fuego a éste, e igualmente a las casas de cabildo y a los cajones, como allí llaman, o tiendas de tablas de mercaderes, que están alrededor y en el medio de la plaza. En esto se trabajaba, cuando la voz de que se quemaban las casas de cabildo llegó al retiro de Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Este literato, honor de México, excitado del amor de las letras y de la patria, considerando que en un momento iban a ser consumidos de las llamas los monumentos más preciosos de la historia antigua y moderna de los mexicanos, que se conservaban en aquel archivo, con sus amigos, y alguna gente moza y denodada, a quien dio cantidad de dinero, partió para la plaza, y viendo que por las piezas bajas no era dable subir al archivo, pues el fuego las había ocupado, puestas escaleras y forzadas las ventanas, aquellos hombres intrépidos penetraron en aquellas piezas, y aunque el fuego se propagaba por ellas, en medio de las llamas, asiendo de aquí y de allí los códices y libros capitulares, los lanzaban a la plaza, en cuyo ministerio tan arriesgado continuaron hasta que no dejaron monumento de los que no habían sido devorados por el fuego, etc.” ¡Rasgo heroico, digno solo del alma de Sigüenza!

El día 12 de Enero de 1693, fue llamado a palacio por el virrey Don Gaspar de Sandoval, conde de Galve, quien le avisó como le había destinado para que acompañase en una expedición científica, que tenía por objeto el reconocimiento del Seno Mexicano, al general almirante de la armada de Barlovento, don Andrés de Pes, gobernador del real consejo de Indias, y secretario del despacho universal de la marina, comisión a la que Sigüenza no pudo negarse; y abandonó su retiro para ir a servir a su patria, en expedición de tanta utilidad. A fines de febrero del mismo año salió de México para Veracruz, y el 25 de marzo, día en que habían reunido ya todo lo que necesitaban para el reconocimiento, se hizo a la vela en dicho puerto, desempeñó su comisión y volvió luego a México, donde publicó un tomo que se imprimió luego en folio, con el título de: Descripción de la bahía de Santa María, de Galve [antes Panzacola],de la Movila, y rio de la Palizada o Mississipí, en la costa septentrional del Seno Mexicano.3 Hablemos ya de sus manuscritos. Al llegar a este punto apenas encuentro palabras con que expresar el sentimiento que a mí y a todo amante de las glorias de la patria, debe causar su pérdida, esa pérdida irreparable de que incesantemente debemos lamentarnos nosotros, como el mundo entero se lamentaría, si a su noticia no hubiera llegado más que los títulos de los poemas inmortales del grande Homero. Esos manuscritos, fruto de los estudios y trabajos de toda la vida del sabio, objeto de sus más detenidas y escrupulosas investigaciones, y en las que el ingenio de Sigüenza había desplegado su vuelo de águila para remontarse hasta las generaciones más remotas, y seguir los pasos de las naciones que poblaron nuestro continente, desde el diluvio hasta que sucumbieron bajo el yugo de sus conquistadores españoles, y en los que si no resolvía del todo tantos problemas, como con respecto a nuestros antepasados han ocupado, y aún ocupan a tantos y tan distinguidos sabios, derramaría al menos sobre ellas una luz vivísima; esos manuscritos han desaparecido de entre nosotros, han sido quizá el pasto de la polilla, enterrados en alguna de las bibliotecas de nuestros conventos, olvidados hasta de sus mismos dueños, debido todo, como ya antes dije, a nuestro desprecio de todo lo que nos pertenece, y más que esto a las astutas mañas de un gobierno déspota, que celoso aun de nuestras glorias literarias, dejaba perder los frutos de los entendimientos gigantescos que a su pesar descollaban, y permitía que el sabio muriese en la indigencia, y acosado por el hambre. ¿Y qué otra cosa podíamos esperar nosotros de él, cuando abandonaba a sus mismos hijos, y había dejado morir pocos años antes, en la más espantosa miseria, a Cervantes, al hombre mas grande que después de Cristo ha vivido entre los hombres? No habrá persona sensible que no sienta conmoverse al leer el siguiente trozo, que el mismo Sigüenza pone en el prólogo a su Paraíso Occidental:

Si hubiera quien costeara en la Nueva España, dice, las impresiones (como lo ha hecho ahora el convento real de Jesús María) no hay duda sino que sacara yo a luz diferentes obras, a cuya composición me ha estimulado el sumo amor que a mi patria tengo, y en que se pudieran hallar singularísimas noticias, no siendo la menos estimable, deducir la serie y cosas de los Chichimecas, que hoy llaman mexicanos, desde poco después del diluvio, hasta los tiempos presentes, y esto no con menos pruebas que con demostraciones innegables por matemáticas: cosas son estas y otras semejantes que requieren mucho volumen, y así probablemente morarán conmigo (pues jamás tendré con qué poder imprimirlas por mi gran pobreza). Quiera Dios nuestro Señor no sea así, a lo que tengo averiguado de la predicación de Santo Tomás Apóstol en esta tierra, y de su cristiandad primitiva; ni al Teatro de la santa Iglesia metropolitana de México, donde se hallarán las grandezas que de esta ciudad ha tiempo tengo prometidas, y casi escritas. De lo mucho que he comunicado con los indios para saber sus cosas, puedo decir el que me hallo con cierta ciencia de las idolatrías, supersticiones y vanas observancias en que hoy entienden, y de que me alegrara me mandasen escribir, para su remedio, etc.

Como se ve por esto, él mismo predijo el paradero de sus manuscritos, con aquel sentimiento que debe causarle naturalmente al sabio, el pensar que por su pobreza, sus trabajos van a ser infructuosos; y con la pérdida de manuscritos tan interesantes, podemos decir hasta cierta parte, que una gran parte de la historia de nuestro país, la memoria de muchos años ha desaparecido de entre las generaciones posteriores, para sepultarse eternamente en el olvido con sus héroes, sus costumbres, y sus adelantamientos prodigiosos en las ciencias y en las artes.

Hasta aquí se ha perpetuado entre nosotros de tal manera ese sumo descuido, con respecto a nuestros manuscritos y antigüedades, que puedo asegurar, según lo que he leído, y sin temor de equivocarme, que nosotros no poseemos ni la dieciseisava parte de los manuscritos y antigüedades nuestras, que poseen las bibliotecas y los museos de Europa. ¿A quién debe, pues, inculparse de esto, cuando aun después de la independencia ha continuado la misma incuria, sino a todos nuestros gobiernos que distraídos, y entregados completamente a la negra política de las revoluciones, no se han dejado un solo instante de reposo para dirigir una mirada protectora sobre las ciencias y sobre las antigüedades del país, sobre esos monumentos brillantes que cada nación puede presentar a las otras, como prueba de la mayor o menor cultura de sus antepasados? Y si hoy mismo, gracias a la diligencia, conocimientos arqueológicos y dedicación constante del actual conservador del museo, poseemos algunas de las cosas pertenecientes a los aztecas, no son sino debidas a excavaciones posteriores, siendo cosa verdaderamente sorprendente, el no encontrar ni un solo manuscrito en las bibliotecas públicas, pues o se han perdido, o los han sacado, que es lo más probable, extranjeros más curiosos de nuestras cosas que nosotros mismos, o los tienen arrinconados en sus estudios, sin que ni a ellos ni a los demás les sean de ninguna utilidad, algunos mexicanos que queriéndose dar humos de historiadores, no tienen ni la capacidad para formar una indigesta crónica. Mas ahora es ya tiempo de que nosotros, que pertenecemos a una época menos preocupada, nos ocupemos en investigaciones que puedan ser de alguna utilidad para nuestros patricios, y al mismo tiempo para los extranjeros; y el estudio de los idiomas del país, deberá ser la base de este nuevo ramo que debe abrazar con ansia la juventud estudiosa; esos idiomas útiles, y necesarios acaso por tantos respectos, que el desprecio en que todos los han tenido, ha contribuido quizá a que nuestros gobiernos hayan cuidado poco de su enseñanza y su propagación.

Los títulos de los manuscritos de Sigüenza son los siguientes: la Piedad heroica de D. Fernando Cortés; Tratado sobre los eclipses de sol; Tratado de la esfera; Elogio fúnebre de Sor Juana Inés de la Cruz; Vida del arzobispo D. Alonzo Cuevas Dávalos; Teatro de la Santa Iglesia metropolitana de México; Historia de la universidad de México; Tribunal histórico; Historia de la provincia de Tejas; Anotaciones críticas a las obras de Bernal Díaz del Castillo y Torquemada; Fénix de Occidente; Genealogía de los reyes mexicanos; Ciclografía mexicana; Historia del imperio de los Chichimecas; Calendario de los meses y fiestas de los mexicanos; Año mexicano. De todos estos hay constancia; y del Fénix de Occidente, del Año mexicano, de la Historia del imperio chichimeco nos dejó una idea Don Sebastián de Guzmán, amigo íntimo suyo, en el prólogo a la Libra Astronómica de Sigüenza que el mismo Guzmán publicó. Su idea es como sigue:

Si en mi concepto, dice (lo mismo dirán sin duda cuantos lo leyeren) es sobradamente bueno este libro (habla de la Libra Astronómica), son mejores otros que tiene ya perfeccionados el autor de éste. De todos ellos puedo dar razón, como quien los ha leído con notable gusto; y siendo contingente se pierdan por su descuido, si no se imprimen, pondré aquí sus títulos, y epilogaré sus asuntos para que siquiera esta memoria se conserve de ellos en aquel caso.

FÉNIX DEL OCCIDENTE: Santo Tomás apóstol, hallado con el nombre de Quetzalcóatl, entre las cenizas de antiguas tradiciones conservadas en piedras, en Teoamoxtli, Toltecas y en cantares teochichimecos y mexicanos. Demuestra en él haber predicado los apóstoles en todo el mundo, y por consiguiente en la América, que no fue absolutamente incógnita a los antiguos. Demuestra también haber sido Quetzalcóatl el glorioso apóstol San Tomé, probándolo con la significación de uno y otro nombre, con su vestidura, con su doctrina, con sus profecías que expresan, dice, los milagros que hizo; describe los lugares, y da las señas donde dejó el Santo apóstol vestigios suyos, cuando ilustró estas partes, donde tuvo por lo menos cuatro discípulos.

AÑO MEXICANO: Esto es, la forma que tenía el que usaban los de esta nación, y generalmente los más políticos que habitaron la Septentrional América, desde que a ella los condujo Teochichimecatl poco después de la confusión de las lenguas en Babilonia. Este libro en no grande cuerpo, tiene gigante alma, y solo Don Carlos pudo darle el ser, porque juntándose la misma aplicación que desde el año de 1668 (según me ha dicho) ha puesto en saberlas cosas de los antiguos indios, con lo que acerca de la constitución de todos los años, de las naciones orientales sabe (que es en extremo mucho) y también sucesos comunes que anotaron los españoles en sus calendarios, y los indios en el propio suyo, coadyuvándolo con eclipses de que hay memoria, con solo la expresión del día, en mapas viejísimos de los indios, de que tiene gran copia, halló lo principiaban en el día en que pocos años después de la confusión, fue el Equinoccio verano. Trata del modo admirable con que valiéndose de triadecatéridas en días y años, usaron del bisiesto mejor que todos los asiáticos y europeos, y pone a la letra el Tonalamatl, que es el arte con que pronosticaban lo porvenir.

IMPERIO CHICHIMECO: fundado en la América Septentrional, por su primer poblador Teochichimecatl engrandecido por los olmecas, toltecas y acolhuas, tiranizado por los méxicos culhuas, etc., contiene lo que dice el título con estimable y precisa curiosidad, sirviéndole grandemente para corregir las confusiones de otros autores, haber hallado la forma del año que usaron los indios, y la distribución de sus siglos. Distingue naciones de naciones; manifiesta las propias costumbres y ritos de cada una, así en lo militar como en lo político y sacro, hallado todo esto en pinturas hechas en tiempo de la gentilidad, y en varios manuscritos de los primeros indios que supieron escribir, que ha recogido de cuantas partes ha podido con sumo gasto.

No tiene por ahora lugar aquí su Teatro de las grandezas de México, por no tenerlo perfeccionado. Deberían los que componen esta nobilísima ciudad, no omitir diligencia alguna, para que publicándose, honrase a tan ilustre y benemérita madre, tan aplicado hijo. Es mucho lo que está perfecto, mucho también lo que está apuntado, y no es poco lo que me parece que falta. Las grandezas que tuvo en tiempo de la gentilidad desde su fundación, así formal como material, son dignas de que no se borren de la memoria, si concurren los interesados con noticias que solicita quien con ellas debía ser solicitado, se conseguirá lo que aún no tiene perfectamente ciudad alguna de la América. Describiráse su sitio en la tierra; y el que le corresponde del cielo, su temperamento, sus salidas, lugares de diversión que tiene contiguos, las cosas admirables de su laguna, y la obra magnífica y suntuosa de su desagüe. Diránse no solo cuántas iglesias, monasterios, conventos y colegios la ilustran hoy, sino el día y circunstancias de sus fundaciones, sus rentas, habitadores, ocupaciones, congregaciones, cofradías, imágenes milagrosas, reliquias y semejantes cosas. Expresaráse, hablando de los conventos, cuales sean cabezas de provincias, cuánto el número de sus casas, calidades de las tierras en que están fundados, provechos que hay en ellas, y lo que distan de México por su arrumbamiento. Por lo que toca al gobierno eclesiástico y secular, cuántos puestos militares, corregimientos y otras plazas: cuántos curatos, beneficios, capellanías proveen los virreyes y arzobispos, y con qué rentas. La fundación de todos los tribunales y juzgados, ocupaciones, salarios y número de sus ministros. Diránse las familias con que se ennoblece la ciudad, y los mayorazgos y títulos que poseen, haráse memoria en diferentes catálogos de sus muchos hijos ilustres en santidad, en martirio, en letras, en prelacías, en ocupaciones militares, subdividiéndolos en arzobispos, obispos, oidores, títulos, gobernadores, capitanes, escritores de libros. Aun para decir esto en compendio, y lo demás que solo escrito se halla y aquí no digo, era menester mucho papel. Discúrrase lo que será donde se leyere con difusión, si se consigue para perfeccionarlo fomento público.

Merecía este trabajo su recompensa, como también la suya este presente libro (la Libra astronómica) paréceme la tendrá su autor (y la juzgará por bastante) si se leyera desapasionadamente, sin atender a otra cosa, sino a lo que se discurre, y con qué razones; si alguno discutiere no hay quien se lo estorbe: si pareciere mal y no a propósito lo que en él se dice, no se redarguya con sonetitos sin nombre, ni se le pongan objeciones donde no se puedan satisfacer, sino publíquense por medio de la imprenta para que las oigamos, y si no tuvieren para su costo yo la haré con toda franqueza, para que si aún no se hubiere conseguido, la absoluta y deseada manifestación de la verdad en lo que hasta ahora se ha discurrido, con nuevas especulaciones se abstenga en lo de adelante, para nuevo esplendor de la literaria república. No tengo que recomendar lo precisamente matemático, y astronómico, porque bien sabrán los que estas ciencias profesan, no tener la luz necesidad de que la recomienden, etc.

México 1° de Enero de 1670.—Sebastián de Guzmán y Córdoba

Los otros manuscritos que aseguran Eguiara y Beristáin, que en su tiempo existían todavía en la biblioteca de la Universidad, son: Informe al virrey de México sobre la fortaleza de S. Juan de Ulúa, en 31 de Diciembre de 1695, MS. En folio: Reducciones de estancias de ganado  a caballerías de tierra, hechas según reglas de aritmética y geometría, MS. en folio.4 Debe agregarse también a todo esto, la colección de MSS. Originales, que en 28 volúmenes reunió Sigüenza, que a su muerte legó a la biblioteca del colegio máximo de San Pedro y San Pablo, y que en la época de la extinción de la Compañía de Jesús, pasaron a la de la Universidad; y de los cuales Eguiara asegura que en su tiempo existían todavía ocho volúmenes que él mismo vio; y entre los que estaban los de Don Juan de Alva, y los de otros muchos que este sabio había colectado.5

Durante su vida, Sigüenza trató con frecuencia y con intimidad a nuestra poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, a la muerte de la cual escribió su elogio fúnebre, y la que le dedica un soneto que pongo a continuación por no haberse insertado en la edición que se hizo de sus poesías, y por no ser conocido sino de una que otra persona:

Dulce, canoro cisne mexicano,
cuya voz, si el estigio lago oyera,
segunda vez a Eurídice te diera,
y segunda el Delfín te fuera humano.

A quien, si el Teseo muro, si el Tebano
el ser en dulces cláusulas debiera,
ni a aquel el griego incendio consumiera,
ni a este postrara alejandrina mano.

No al sacro numen con mi voz ofendo,
ni al que pulsa divino plectro de oro,
agreste vena concordar pretendo;

pues por no profanar tanto decoro,
mi entendimiento admira lo que entiendo,
y mi fe reverencia lo que adoro.

En los últimos cinco años de su vida, Sigüenza se decidió a volver al seno de la Compañía de Jesús, en donde siguió entregado a sus estudios, y en donde se le confirió el empleo de corrector general del Santo Oficio, en cuyo desempeño permaneció hasta el día de su muerte. El 22 de agosto de 1700, siendo virrey de Nueva España el conde de Moctezuma y Tula, se esparció por todo México la funesta noticia de que había fallecido en el hospital del Amor de Dios, Don Carlos de Sigüenza y Góngora; en efecto, había expirado ya, pobre como hasta allí viviera. Sus amigos y todos los infelices a quienes con mano tan liberal socorría, lo lloraron: los padres jesuitas le hicieron unos funerales llenos de pompa y de magnificencia, y su memoria quedó para irse perdiendo poco a poco entre el turbulento porvenir que ya se descubría a lo lejos; levantémosla de entre el funesto polvo del olvido, y ufanos digamos a la Europa: “Nosotros también tuvimos un sabio,” y repitamos con Horacio: Sapiens uno minor est Jove.

México, Diciembre 15 de 1843. R. I. Alcaraz.

Transcrito por Liliana Sánchez García

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar