Francisca de San José (1655-1725)

Wright de Kleinhans, Laureana. Mujeres notables mexicanas. México: Tipografía Económica, 1910, pp. 81-87.

Por Laureana Wright de Kleinhans (1846-1896)

La venerable Francisca de San José, del tercer orden de Santo Domingo

Nació en México el año de 1655. Fueron sus padres don Martín Carrasco, natural de las montañas de Burgos y doña María Ramírez de Morales, nacida en México; ambos de ilustre abolengo, dotados de cuantiosos bienes de fortuna y excesivamente religiosos, como era costumbre en aquel tiempo. Tuvieron seis hijos, dos varones que tomaron el estado del matrimonio y cuatro niñas, que al morir sus padres quedaron solas y pobres, pues desde tiempo antes habían perdido los bienes de fortuna que al casarse tuvieron. 

Las cuatro huérfanas dedicáronse con asiduidad a las labores de manos para ganar su sustento, viviendo en el recogimiento, cuidadas y dirigidas por la mayor, doña María, que hacía con ellas veces de madre. 

Pasando así, penosa, pero tranquilamente la vida, llegó la época en que la segunda de las hermanas murió; la tercera contrajo matrimonio, y quedaron sólo la mayor y la menor que llevaba el nombre de doña Francisca. 

Criose esta niña desde sus primeros años, en tan estrecho círculo de misticismo, que apenas pudo manifestar sus inclinaciones; retirábase de todo objeto profano como espantada. 

Rodeada por todas partes de pinturas que representaban vírgenes y ángeles, comenzó a mirar con horror el mundo, al grado de rechazar siempre a su padre y sus hermanos, y llorar cuando aquellos la acariciaban. 

Diciéndole una vez su madre, cuando tenía cinco años, que no fuese esquiva con ellos, puesto que eran su padre y sus hermanos, contestó: “Es verdad, señora, que son mi padre y mis hermanos; pero son hombres”. Pasaba horas enteras en una pieza sola, contemplando unos cuadros que representaban la pasión de Jesús, y se escondía tras de una caja para estar más escondida y llorar más a su sabor los dolores de “aquel Señor, y las ansias que padecía su corazón al verle padecer”. 

Adormecida con su llanto, soñaba con él, despertaba angustiada al ver que no podía sostener la cruz que lo había postrado en tierra; entonces lloraba con mayor desconsuelo, ocultándose de su madre para que no notase sus lágrimas. Tal es la descripción que de su infancia hace ella misma en sus memorias. Luego que conoció las máximas de Cristo, trató de cumplirlas estrictamente, sobre todo la caridad, dedicándose desde entonces a proteger a los pobres, a los que daba cuanto tenía, y la humildad, proponiéndose en vez de mandar, obedecer sumisamente a sus esclavas. Cambiaba con sus esclavas pequeñas las alhajas más preciosas, vestidos y medias de seda que le daban, poniéndose ella los trajes burdos de aquellas, porque decía que eran más dignas y merecedoras de llevarlos. 

Cuando su madre la reprendía porque daba lo que le ponía, contestábale con un respeto suplicante: “Haga su merced de caso que soy huerfanita, y póngame a servir en la cocina”. Cuando su confesor la instruyó acerca de las penitencias y rito católico, desplegó también por aquel lado toda su fuerza de voluntad, aplicándose las más duras. 

No sólo ayunaba tres días por semana como usaba su familia, sino que sólo comía siempre frijoles y algunas yerbas, en tan corta cantidad, que apenas bastaban para alimentarla. 

Se ponía acíbar en la boca para mortificarse el gusto, permanecía durante sus rezos arrodillada sobre piedras para que se le hiciesen llagas en las rodillas como a Jesús; en memoria suya y sus doce apóstoles hacía trece nudos en un áspero cordel que se ceñía con él fuertemente los muslos; traía en los zapatos piedras y pepitas, que la molestaran al andar y se atormentaba, en fin, de diversas maneras. Todo esto lo hacía antes de los siete años. Al cumplirlos, su madre le dijo que, conociendo sus santas inclinaciones, iba a regalarle unas joyas que ella había usado algunas veces. Eran un bulto de disciplinas y cilicios de hierro, que la niña se ciñó al cuerpo sin volver a quitárselos jamás, añadiendo además a su método de alimentación cuatro ayunos a pan y agua de cada semana. 

Aparte de esto juró, para mortificarse el gusto, no levantar nunca los ojos en la calle por no ver los adornos de las casas por donde pasaba. Jamás conoció huertas, jardines, ni sitios algunos de paseo, y ni a los mismos de la Iglesia asistió nunca por no contemplar algo agradable; jamás aspiró el perfume de una flor, ni aceptó nada que pudiera producirle placer. 

Otro de sus votos era no hablar sino lo muy preciso, y consagrada completamente a la caridad luego que fue mujer, hacía con tal motivo de infinidad de visitas y en todas ellas oía con rostro siempre afable y bondadoso todo lo que se le decía, manifestando en su expresión pesar profundo si se trataba de alguna desgracia, y sincera alegría si era plausible el asunto; pero ella, sólo hablaba las frases indispensables para prestar sus socorros, saludar y despedirse. 

Con gran empeño aprendió a leer y a escribir, y luego que supo, empleó este arte en escribir sus apuntes de quehaceres que se había impuesto, y en expresar a Dios su adoración en largos y exaltados deliquios. Cumplía con todas las labores que en su casa la señalaban, y en el tiempo libre, pasaba horas enteras leyendo libros místicos, o en éxtasis delante de las imágenes. En tal estado, asaltaban infinidad de visiones aquella pobre imaginación solitaria y enferma, visiones que como reales asentaba en sus escritos, y que fueron entonces veneradas como milagros. Parece increíble que a aquel débil cuerpo tan mal alimentado y tan atormentado, se le impusiesen todavía mayores cilicios desde los diez años en adelante por el padre Canseco su confesor, llegando hasta a ceñirse la cabeza con una corona de espinas como Jesús; y todo esto lo hacía el referido confesor como prueba de sus santidades, para hacerla profesar como hermana en la comunidad religiosa del Tercer Orden de penitencia de Santo Domingo, en la cual quedó inscrita a los 13 años. 

Como esta comunidad era más bien una congregación caritativa que no estaba sujeta a clausura, algún tiempo después prohibió el arzobispo que se portase aquel hábito, por lo cual, desconsolada la venerable Francisca, pretendió entrar primero en las Capuchinas y luego en las Carmelitas, no habiendo sido admitida por haber pertenecida a otra comunidad. Además, su confesor la hizo ver que no debía insistir porque podía ser más útil en el mundo que en el claustro. 

Sus escritos son numerosos y todos ellos verdaderos coloquios de amor con Jesucristo, como el siguiente: 

Grande confusión me causa, Jesús mío, viéndote humillado a los pies de Judas, tu fementido enemigo, pero obstinado, sin dejarse vencer de tan finas diligencias, enseñando a humillarme a mí, a la más vil Criatura del mundo, como lo propongo hacer. No sea, Señor, que me dejes de tu divina mano; ya por no responder ayer y hoy a tus divinas inspiraciones, ya por dejarme vencer de gustillos; ya por entrarme en ocasiones, ya por no tratar con rigor mi cuerpo; ya por no agradecerte lo mucho que me has perdonado, con que justamente merezco tu desamparo. Triste cosa será pero posible, el dejarme tú para siempre; y si yo tuviera juicio, esta consideración sola bastará para enmendarme. Agradézcote, Señor mío, esta humildad, y te la ofrezco con lo demás, y te pido tu favor y gracia para no salir de tu voluntad.

Entre estos escritos hay algunos que, en el género del idealismo místico, sobrepasan a los de santa Teresa de Jesús. Uno de ellos dice así: “Dios y Señor mío, si tal me pareces, aun cuando no te veo, y cuando tan tosca y bajamente siento de ti en este Valle de lágrimas ¿cuál serás en tu grandeza y gloria? ¿Cuándo llegará el día que deseo verte, no tanto por mi gusto, cuánto por amarte más? ¡Oh! Si llegara aquella hora en que me descubras tu rostro! Si yo fuera, Dios mío, de más alta naturaleza que los Serafines juntos, venerada de mil mundos de Ángeles y todo esto lo tuviera yo de mí, sin deberle nada, de modo que no me hubieras criado, ni redimido, ni dado una gota de agua; con todo esto, todo aquel imperio rindiera a tus pies y me despojara de tan rico Señorío, y de tan grande honra, porque lo tuvieras tú, admirada solamente de tu infinita grandeza y suprema Bondad”.

En sus elucubraciones místicas, escribió también algunos versos que, como dice su cronista el padre Domingo de Quiroga, “no tienen más metro que el que les diera el incendio de su pecho”; y que son sólo una muestra de los esfuerzos de aquella inteligencia incipiente. 

Su vida era activa y llena de atenciones por las que con los pobres, los enfermos y los desgraciados había contraído. Gozando de la opinión de santa, todos acudían a pedirle consejo, amparo y oración; y cuando le pedían socorros materiales, los daba también, ya de limosnas que recogía, ya de su trabajo, pues mientras su alma subía al cielo envuelta en el efluvio de la oración, sus manos hacían labores que vendía para tener con qué proteger a los hijos que había adoptado su caridad.

Para no perder tiempo, de tal manera había combinado sus actos con sus devociones, que cuando iba por la calle, meditaba en la calle de la Amargura1; cuando subía una escalera, recordaba la del calvario, y cuando lavaba las llagas a los leprosos, pensaba en Jesús lavando los pies a sus discípulos. En memoria de aquella humildad, donde iba a visitar enfermos, lavaba los utensilios de cocina, la ropa, y aseaba todo como emblema de la pureza de Jesús. Muchas veces le ofreció la Orden a que pertenecía el cargo de Priora, y nunca quiso aceptarlo por juzgarse indigna de él. Murió el año de 1625 (sic), a la edad de sesenta años, y su historia fue escrita y publicada por el jesuita don Domingo de Quiroga como un modelo de beatitud y santidad. 

Al comienzo de esta curiosa obra hay una décima dedicada al autor por el bachiller don Juan Antonio de Rivera Altamirano, la que por curiosa reproducimos tal como se halla impresa en el original.

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Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar

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