Alonso de Molina (¿1514?-1585)

Por Joaquín García Icazbalceta (1825-1894)

García Icazbalceta, Joaquín. Opúsculos y biografías. México: Imprenta de V. Agüeros, 1896, pp. 116-128.

Cuentan las antiguas crónicas, que cuando llegaron los primeros franciscanos se vieron muy afligidos, «porque aunque deseaban y procuraban de aprender la lengua no había quién se las enseñase». En tal apuro acudieron a su acostumbrado refugio de la oración, y «púsoles el Señor en corazón (continúa el cronista), que con los niños que tenían por discípulos se volviesen también niños, como ellos, para participar de su lengua… y así fue, que dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato que les daban de huelga, y quitarles el empacho con la comunicación. Y traían siempre papel y tinta en las manos, y en oyendo el vocablo al indio, escribíanlo, y al propósito que lo dijo. Y a la tarde juntábanse los religiosos, y comunicaban los unos a los otros sus escritos, y lo mejor que podían conformaban a aquellos vocablos el romance que les parecía más convenir. Y acontecíales que lo que hoy les parecía habían entendido, mañana les parecía no ser así».

Esta antigua relación de Mendieta1, aunque publicada por primera vez en nuestros días, es conocida hace más de dos siglos y medio, por haberla copiado Torquemada2, y ha sido aceptada generalmente, causando admiración la paciencia y celo de los misiones, que se sujetaban a aquel penoso e insuficiente método para adquirir los primeros elementos de la lengua mexicana. Podría servir, a lo sumo, para conocer los nombres de los objetos; pero era absolutamente ineficaz para llegar a traducir ideas abstractas, y para entender las tan numerosas como delicadas relaciones que todo lenguaje debe expresar. Mas si reflexionamos un poco acerca de las circunstancias de los tiempos, no podremos menos de advertir que no eran tales que no dejasen otro recurso a los buenos misioneros. Esa absoluta falta de intérpretes se comprende cuando los predicadores del Evangelio se entran por regiones desconocidas, y no era ese el caso de los primeros doce franciscanos.

Aquella relación se refiere, cuando más temprano, a la segunda mitad del año 1524, y cinco antes habían entrado los españoles en esta tierra. Es imposible que después de tanto tiempo no hubiese ya individuos de las dos razas que hablaran, bien o mal, la lengua de la otra. Cortés tuvo pronto a su intérprete y dama Doña Marina; pero todos los demás españoles no habían de permanecer mudos: de alguna manera se entendía con los naturales para las continuas relaciones que exigían los requerimientos, las negociaciones, las intrigas, durante la guerra: y después los servicios que daban los naturales, las peticiones de víveres o de metales preciosos, y de tantas otras comunicaciones propias del trato social. Con el ejército español andaban casi siempre auxiliares indígenas, y en su lengua tenían que darles órdenes los jefes españoles. Y en efecto, hallamos en las historias los nombres de algunos conquistadores que aprendieron pronto la lengua de los indios. Preso Moctezuma «demandó a Cortés un paje español que le servía, que ya sabía la lengua, que se decía Orteguilla», escribe Bernal Díaz3. El mismo cronista refiere que Juan Pérez de Arteaga andaba siempre con Doña Marina y Aguilar, «deprendiendo la lengua»4. Según Herrera5, Alonso de Hojeda y Juan Márquez fueron escogidos para disciplinar y capitanear a los tlaxcaltecas, porque sabían ya la lengua. Como estos habría, sin duda, otros. Con Doña Marina no podían contar los frailes, porque no era decente que anduvieran en compañía de una mujer liviana; pero conocido el respeto que entonces inspiraba el hábito, no es creíble que todos los españoles entendidos en la lengua, sin exceptuar uno, se hubieran negado a prestar un auxilio tan importante para la dilatación de la fe. No faltaba devoción a los conquistadores, aunque en muchos las costumbres no caminaban de acuerdo con las creencias: algunos entraron en las órdenes religiosas. Por poco que supieran del mexicano, al fin hablaban el español, y eran auxiliares mucho más putiles que unos muchachos mazorrales, con quienes la dificultad empezaba por hacerles entender las preguntas. Por otra parte el padre Gante y sus dos compañeros habían llegado un año antes, y se dieron desde luego al estudio de la lengua, como expresamente lo decloararon al recibir a sus nuevos compañeros. El padre Gante la poseyó con perfección, y algo sabía ya indudablemente, porque hay bastantes probabilidades de que poco después compuso su Doctrina mexicana. A mi entender hay exageración en el relato de Mendieta. Puede ser que los misioneros, por su deseo de adelantar, aprovecharan hasta el auxilio de los muchachos; pero es muy dudoso que no hubiera otros que les enseñasen la lengua, como aquel escritor asegura.

De todas maneras convenía a los religiosos tener constantemente consigo y mejor dentro de su propia orden, un buen intérprete, y así fue que vieron el cielo abierto cuando vieron que una señora española, venida de España con su esposo, poco después de consumada la conquista, y ya viuda, tenía dos niños pequeños, que, mediante el trato continuo con los muchachos naturales, habían aprendido bien la lengua. Interponiendo la influencia del conquistador Cortés, rogaron a la viuda que les diese uno de aquellos niños y ella consintió de buena gana que se llevasen al mayorcito llamado Alonso, quien se aficionó tanto a los padres, que nunca los dejó ni volvió a su casa “como otro Samuel”. Iba con ellos de pueblo en pueblo, les servía de intérprete, y predicaba, traducidos, los sermones que le daban. Llegado a edad competente tomó el hábito, y se llamó fray Alonso de Molina. Consagróse infatigable a la predicación, que ejercitó durante cincuenta años, y al penoso trabajo de su composición de sus obras. Él llevó, como dice su compañero hábito fray Juan Bautista, el “pondus diei et aestus en la labor de esta viña”. Para no distraerle de tan útiles ocupaciones, le eximían generalmente de cargos y prelacías. Sólo sabemos que en 1555 era guardián del convento de Texcoco. Su última enfermedad fue muy larga y penosa; pero ni durante ella dejó de instruir y amonestar a los indios como por despedida. Murió el año de 1585 y fue sepultado en el convento de México, donde había profesado.

En la vida de fray Alonso no encontramos grandes hechos; pero en cambio admiramos el celo religioso y la constancia en trabajos tan monótonos y penosos, proseguidos durante medio siglo, sin desmayar por las contradicciones con que tropezaba. Porque si bien su orden le estimulaba cuanto podía a la composición de obras tan útiles y necesarias para los misioneros y para todos, no sucedía lo mismo por otra parte. El señor arzobispo Montúfar, prelado de carácter violento, muy contrario a los religiosos, aunque religioso él mismo, ponía estorbos, no sabemos por qué, a las publicaciones del padre Molina. A este propósito, permítase copiar un curioso pasaje de cierto documento inédito: habla en él un religioso franciscano. Encarece primero la necesidad de escribir e imprimir traducidas al mexicano las vidas de nuestro señor Jesucristo y de los santos, y luego prosigue así:

Para hacer esto hay personas suficientes en la Nueva España y, asimismo, para volverlas en la lengua de los naturales y porque aquí viene a propósito digo que Fr. Alonso de Molina, el que compuso la doctrina que va arriba, y como tengo dicha es la mejor lengua mexicana que hay entre españoles, sin agraviar a nadie, ha trabajado muchos años en traducir en dicha lengua algunos libros que son muy necesarios para la erudición de cualquier nación cristiana, como son las Epístolas y Evangelios que se cantan en la iglesia por todo el año, el libro De Contemptu Mundi, las horas de Nuestra Señora, con sus oraciones y devociones y otros tratados provechosos, los cuales tiene limados y puestos en toda perfección para imprimirlos, y no se ha hecho ni hace por falta de favor especialmente según el mismo Fr. Alonso dice, de parte del señor Arzobispo, del cual no ha podido colegir otra cosa, sino que no huelga de que los frailes de San Francisco se muestren aventajados en estas cosas, aunque podría ser que fuesen otros sus intentos; mas como quiera que sea, para evitar la molestia y disfavor que el señor Arzobispo de México en este caso poder dar, sería provisión acertadísima mandar S. M. que por las personas que el Virrey de Nueva España señalare se vean las dichas obras, hallando ser tales como conviene, la Real Audiencia dé luego licencia para las imprimir, o se señale al Arzobispo término dentro del cual las haga examinar y corregir, y donde no, el virrey lo tome a su cargo pasado aquel término, porque con dilaciones y molestias desaniman a los que trabajan fidelísimamente por servir a Dios y aprovechar a las ánimas, y su trabajo queda perdido. De los Evangelios y Epístolas sé decir que hay grandísima necesidad que se impriman, porque para predicar los ministros andan en manos las que este dicho padre tradujo, y como los que las trasladan no son todos buenos escribanos o no entienden lo que escriben, fácilmente ponen una cosa por otra, así que los que predican por ellos pueden echar hartos gazafatones, y aun plega a Dios que no digan algunas herejías, por trocarse el sentido de la letra con el trastrueque de la escritura, lo cual estando impresos se evitaría, y habría claridad y conformidad en la declaración de la Escritura Sacra. Este dicho religioso, Fray Alonso de Molina y otro que se llama Fray Bernardino de Sahagún, son solos los que pueden volver perfectamente cualquier cosa en la lengua mexicana, y escribir de ella, como lo han hecho muchos años acá, y lo hacen el día de hoy sin cansarse. Sería gran servicio de Dios y de S. M., o bien de los naturales mandar al virrey y encargar a los prelados de la Orden que mientras viven estos dos religiosos, que ambos son ya viejos, les den todo el favor y el calor posibles para que se ocupen en escribir en la lengua mexicana, porque será dejar mucha lumbre para los que adelante hubieren de entender en predicar y administrar los sacramentos a los naturales de la Nueva España; que entiendo ninguno de ellos calará tanto los secretos y propiedad de la lengua cuanto estos dos que la sacaron del natural hablar de los viejos, y los mozos ya comienza a barbarizar en ella.

Esto escribía antes del mes de octubre de 1569, porque el 17 de ese mes dio licencia el señor Montúfar para la impresión de los Vocabularios grandes de 1571; la cual no se habría podido llevar a cabo si el virrey Enríquez no la hubiera costeado “en tiempo que estaban por dejarse de imprimir, por no haber quien los favoreciese”.

Transcripción por Miguel Ángel de la Calleja López

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar

Edición de hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz

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