Manuel Navarrete (1768-1809)

Por Ramón I. Alcaraz

Fray Manuel Navarrete

Ramón I. Alcaraz, “Fr. Manuel Navarrete”, El museo mexicano o Miscelánea pintoresca de amenidades curiosas e instructivas, México, 15 de noviembre de 1843, pp. 409-414.

En todos tiempos, tales o cuales circunstancias, más o menos favorables han dominado, y señalado, por decirlo así, a los ingenios que han aparecido entonces, el camino necesario e invariable que deben recorrer durante el curso de su vida laboriosa. Éstos han cedido a su influjo poderoso, ora siguiendo el vuelo del progreso, ora transigiendo con las preocupaciones existentes; y esto es tan cierto, que los escritos de todas las edades, con poquísimas excepciones, son un reflejo vivísimo, ya de las costumbres e ideas de la sociedad de la época, ya de las opiniones preponderantes en la reducida, pero influente clase de los literatos. Esto supuesto, no me parece ahora tan difícil revelar el mérito de un poeta a quien muchos, siguiendo el impulso que a la literatura ha dado la escuela moderna, darán hoy el epíteto de clasiquista, y no sin razón, si se atiende a la forma de sus composiciones; más a quien se dará su verdadero lugar, y se tributarán sus debidos elogios, si haciendo a un lado la forma, y no atendiendo más que al fondo de las ideas, se llega a descubrir después de un examen maduro, algo del utile dulci de Horacio, que pésele a quien la pesare, ha de ser siempre el norte fijo a donde deban dirigirse los conatos del poeta digno de llevar este nombre.

              Fray Manuel Navarrete pertenece a aquella época, en la que la literatura española no hacía más que imitar a la clásica francesa, y en que olvidando los españoles que en otro tiempo los extranjeros no hicieron otra cosa que imitar a sus grandes hombres, cedieron al imperio de la preocupación, y olvidando a Lope, Calderón, Moreto, Alarcón, fray Luis de León y otros, por Corneille, Racine, Moliere y Boileau, dieron una prueba evidente de esa inconstancia del espíritu humano, que cansado de beber sus inspiraciones en sus propias fuentes, y aun quizá creyéndolas ya agotadas, va a buscar las ajenas para apagar su sed. ¿Quién no se admirará de ver en esa época a los maestros convertidos en discípulos? No hay duda en que los clásicos franceses de los siglos XVII y XVIII, debieron una gran parte de su celebridad a la constante lectura de los hoy olvidados libros de los autores españoles de los siglos XVI y XVII, edad de oro de la península, como se le ha llamado después. Nosotros no éramos entonces sino una parte esencial de la sociedad española; y siendo uno mismo el idioma, y una misma la educación, fuerza era que participásemos de las mismas costumbres, de los mismos caprichos y aun de las mismas preocupaciones. ¿Qué extraño es, pues, encontrar en Navarrete el carácter, la forma y todo cuanto distinguía a la literatura en esa época, pues que no hizo más que escribir según el gusto de su tiempo? Los poetas de hoy, que viven en una sociedad harto escéptica por desgracia, gimen y se quejan, porque sin la indiferencia de la incredulidad, ni la confianza de una fe ciega, sólo les queda la amargura de la duda que continuamente los atormenta, y esa inquietud, consecuencia de aquella que los hace andar vagando de un objeto a otro sin determinarlos a fijarse en ninguno. No así los de entonces, quienes en medio de una sociedad demasiado crédula, vivían contentos y entregados a los trasportes de las dulces pasiones que en vano aspiramos hoy a gustar, o que abandonando las ciudades por los prados, las márgenes de los arroyos, y la sombra de los árboles, iban a delirar allí con pastorcillas que hoy son ya un verdadero anacronismo en la poesía. Los poetas de entonces además creían que para llegar a ocupar un lugar distinguido en el catálogo de estos hijos privilegiados de la naturaleza, no sólo era preciso guardar fiel y aun servilmente los preceptos de Aristóteles, de Horacio y de Boileau, y hacer una oda de este o del otro modo, porque así la hicieron Píndaro y Anacreonte, y cortar un drama por el mismo molde que los de Sófocles, Eurípides, Menandro y Terencio, sin atender a que éstos obedecieron únicamente al impulso de su ingenio; sino que creían que era preciso también valerse de los mismos medios, y emplear los mismos resortes que aquéllos emplearon para interesar y conmover. Plagaron, por tanto, sus composiciones, de esa fábula mitológica que tan bien empleaba Píndaro en los juegos olímpicos, y que tan mal éxito tiene hoy que el cristianismo ha impreso un carácter tan diverso a las ideas: contribuyendo con esto no poco, a que no se considerara la poesía sino como una ocupación más bien perjudicial que provechosa, y a que no se mirara al poeta sino como un ente destinado para divertir al público, puesto que desconocía su verdadera misión, menospreciando las circunstancias, y queriendo vestir a los hombres de las edades modernas con la túnica y el manto de los antiguos griegos. ¿Y quién es hoy el que en una composición tolera el embrollo de la mitología, después de la revolución que en nuestra literatura ha hecho el ilustre cantor de Los mártires, el sublime autor del Genio del cristianismo? ¿Y quién también no aprecia hoy en muy poco al Horacio francés, cuando hablando del poema épico en su Arte poética, después de empeñarse en probar lo interesante que en él es la mitología, continúa con aquellos versos:

C’est done bien vainement que nos auteurs de-ecus,
bannissant de leurs vers ces ornemens veccus,
pensent faire agir Dieu, ses Saints, et ses prophetes.
comme ces Dieux éclos du cerveau des poetes:
mettent á chaque pas le lectur en enfer:
n’offrent rien que Astaroth Belzebuth, Lucifer.
de la foi d’un chretien les misteres terribles
d’ornemens égayés ne sont point susceptibles.
L’Evangile á l’esprit n’offre de tus cotez
que penitence á ffaire, et tourmens meritez:
et de vos ficcions le melange coupable,
mesme azes veritez donne l’aire de la fable.
	Et quel objet en fin á presenter aux yeux,
que le diable toujours heurtant contre le cieux,
que de votres heros vent ravisser la gloire,
et souvent avec Dieu balance la victoire?

No se sabe qué pensar al leer esto, especialmente cuando en ellos se trasluce que se trata de ridiculizar el inmortal poema del ilustre Milton: aunque por lo que a esto respecta, lo más probable es que jamás lo leyera Boileau, si es cierto que Voltaire fue quien después de su vuelta de Inglaterra lo dio a conocer en Francia, pues de otra manera no se puede comprender cómo el citado crítico no descubriera las bellezas, ni conociera la ventaja que a los héroes de otros poemas sacan los ángeles y los demonios del Paraíso perdido.

              Desgraciadamente Navarrete mismo exageró quizá, como nadie, ese defecto de que acabamos de hablar, y que a los ojos del autor citado no era sino una de las principales bellezas; pues no contento con atestar sus composiciones profanas de Venus y Martes, de Júpiteres y Vulcanos etcétera, incurrió en el crasísimo error de introducir el mismo guirigay en sus poesías sagradas, como lo prueban el soneto a la “Concepción de la Virgen”, que comienza:

En su mente divina preparaba
el alto Jove la beldad más pura, etcétera.

La octava de la paráfrasis que hizo de aquellas palabras de Job: Vocabis me, et ego responsadebo tibi:

No porque ahora me veis cual Prometeo 
atado sin tener acción alguna:
me abandonéis, ingratos, al Leteo, etcétera.	

Alusión mitológica en que probablemente jamás pensó el pacientísimo Job; y como lo prueban también otros muchos pasajes. ¿De qué vértigo, de qué manía estaba apoderado Navarrete cuando pensó en tal cosa? Diráseme tal vez que esas no son más que palabras; que se atienda al fondo de la idea, y no se verá en el Jove que Navarrete puso, sino el Jehová que pensó poner, o quiso que se entendiera: a lo cual yo contestaré, que es tal el poder de las palabras sobre nuestro espíritu, que dudo mucho que haya alguien, medianamente instruido, que al leer aquello de que

--------------------preparaba
el alto Jove la beldad más pura,

no recuerde en el acto a aquel dios grosero que se convertía en lluvias de oro, y en no sé qué más, para ir a satisfacer sus brutales deseos. ¿Y fue esto acaso lo que se propuso el poeta? No, ciertamente. Y es de creerse que sin pensar en ello puso a Júpiter en vez de Jehová, de cuyo cerebro sólo pudo salir María, esa mujer destinada para quebrantar la cabeza del enemigo del linaje humano.

              No se crea por otra parte, que lo que llevo dicho menoscabe en algo el verdadero mérito de Navarrete, pues no me parece que tal sea el resultado, cuando únicamente trato de indicar en ello las causas que lo obligaron a escribir como lo hizo, y los errores en que a consecuencia de ello incurrió. Destituido de relaciones, y sin otros modelos que los que ofrecía la metrópoli, ¿qué nuevo giro podía dar a sus ideas? Moratín, Meléndez, Jovellanos y Cienfuegos, eran los únicos que tenía a la vista, eran los únicos que constantemente estudiaba; era preciso pues que al estudiarlos los imitara, puesto que la imitación es inherente al hombre; mas tomando la dulzura y delicadeza de unos, y el fuego y la energía de los otros, le vemos presentar un carácter hasta cierto punto original, y distinguirse especialmente en aquella poesía, filosófica, moral y religiosa, que debió de ser sin duda a la que más tendencia tenía, como lo prueban en sus Ratos tristes su canto a la “Inmortalidad”, y en otra parte, sus dos poemas, el de la “Divina Providencia“, y el de la “Alma privada de la gloria”. ¿Quién no reconoce al verdadero poeta, al poeta filósofo y sentimental, cuando en el canto a la “Inmortalidad”, después de aquella pintura tan fresca y tan risueña del tiempo pasado, continúa con aquella melancolía tan dulce:

¡Oh tiempo, y lo que vencen tus rigores!
llega del año la estación más cruda,
y mostrando el invierno sus enojos,
todo el campo desnuda
a vista de mis ojos,
que ya lloran ausentes
los pájaros, las flores y las fuentes,
en los que miro ¡ay triste! retratados
los gustos de mi vida,
por la mano del tiempo arrebatados,
cuando helada quedó mi edad florida.
¡Dulces momentos aunque ya pasados,
a mi vida volved, como a esta selva
han de volver las cantadoras aves;
las vivas fuentes y las flores suaves,
cuando el verano delicioso vuelva!
¡Mas ay! ¡Votos perdidos,
que el corazón arroja
al impulso mortal de mi congoja!
Huyéronse los años más floridos,
y la edad que no para,
allá se lleva mis mejores días…
adiós, pasadas breves alegrías,
qué ¿no volvéis siquier la dulce cara?...

No es el poeta cristiano el que después de haber contemplado las miserias de la vida en la vejez que sucede a una juventud ardiente y fogosa, vuelve los ojos al cielo, y lleno de esperanza exclama en la misma composición:

Pero ¿qué rayo ¡ay Dios! a mi alma enciende?
¡Ah! luz consoladora,
que del solio estrellado se desprende…
Más allá de la vida fatigada…
Sí, de la vida cruel que tengo ahora
cuando sea reanimada
esta porción de tierra organizada,
entonces, por influjos celestiales,
en los campos eternos
florecerán mis gustos inmortales
seguros de los rígidos inviernos.

Véase ahora en su poema de la “Divina Providencia”, aquella descripción de las estaciones, y de todo aquello de que la mano próvida del Omnipotente ha colmado a sus criaturas: nótense esos cuadros, todos tan animados, tan tiernos, tan religiosos, como el siguiente:

¡Cuán bella se nos muestra por el llano,
y cuál es su decoro
de esa, la amable ninfa del verano,
cuando el sol entra ufano
en la alta casa del carnero de oro!
¡Cuán risueña se mira en la espaciosa
y afortunada selva, coronando
al joven año de clavel y rosa!
y al verla tan hermosa,
los apacibles céfiros volando,
los arroyos corriendo,
los melodiosos pájaros cantando,
y las flores riendo…
Naturaleza toda a su presencia
alaba a la Divina Providencia.

Y si se quiere ahora uno de aquellos cuadros terribles que nos sobrecogen de espanto; de aquellos en que Navarrete abandonó su lira de marfil para pulsar la de ébano de Young, no hay más que pasar la vista por su poema del “Alma privada de la gloria”, y meditar en las inquietudes y los temores del pecador, que reconociendo sus faltas, siente el peso de la ira de Dios:

Desde que este cuidado me rodea,
melancólico vago por el mundo,
como hurtando el semblante a la alegría.
Conformes solo con mi triste idea
son tus lúgubres sombras, tu profundo
silencio, noche oscura. El claro día
en vano para mí su luz enciende:
la ciudad, su rumor, todo me ofende.
El espanto se sigue a la tristeza,
y el más leve ruido
me parece el horrísono estallido
de un rayo que me hiende la cabeza.
La imagen de la muerte a cada instante
se me pone a los ojos;
pero aeún más me horroriza tu semblante,
¡Eterno Dios! de donde se desprende
contra mi alma el raudal de tus enojos
que en tu furor la enciende.
¿Fallezco? En el instante me parece
que el hermoso espectáculo del mundo
con sempiterna noche se oscurece.
sale del hondo pecho, el más profundo,
el último suspiro, en que lanzada
va mi alma a tu presencia
de crímenes horrendos acusada:
y herida de tu voz, como de un trueno,
de tu justicia escucha la sentencia
de tu eterno castigo irrevocable:
atérranla tus ojos, y el sereno
resplandor de tu rostro le parece
nube que anuncia rayo formidable,
cuando truena el Olimpo y se enardece.

¿Y quién no se siente conmovido cuando después de contemplar al hijo que en el empíreo ve a la madre que separa de él su rostro, y que se ve abandonado de todos en la tierra y acosado de sus remordimientos, oye al poeta concluir apostrofando su lira:

Quédate, a Dios, en lágrimas bañada
de este álamo pendiente,
cítara triste, y a tu voz cansada
prosigue de mis ojos la corriente.

¿Se necesita más para probar la excelencia de Navarrete, y sus verdaderas dotes poéticas? Las ideas son acomodadas al objeto, y los versos robustos, fluidos, armoniosos y sonoros.

¡Infando mal! la tierra en el momento
de monstruos se inundó, que vomitaba
rebramando el abismo: su lamento
gemebunda la patria redoblada:
lloró la religión, y el sentimiento
al pecho de los justos se lanzaba:
las tablas se rompieron de las leyes,
y cayeron los tronos y los reyes.

He aquí una muestra de su versificación: ¿habrá quien se atreva a poner alguna tacha a esa octava, una de las de la composición que con motivo de la exaltación al trono de Fernando VII, presentó nuestro poeta en el certamen que celebró la universidad de México en 29 de octubre de 1808, en premio de la cual se le asignaron dos medallas de oro, y cuatro de plata?

              Solo es de sentirse el poco o ningún estudio que Navarrete había hecho de la prosodia, bien que esto entonces en México era defecto general, que no se corrigió sino hasta hace muy pocos años, de lo cual nos dan pruebas todos los poetas de ese tiempo: Navarrete nos las ofrece a cada paso, y para no ir más adelante, citaré un ejemplo de los mismos trozos que he copiado:

Cuando sea reanimada

Verso que por mengua de siete silabas que debía tener, tiene nueve, lo cual lo hace duro e insufrible. Éste, que en mi concepto es un punto esencial de la versificación, se vio, como ya dije, muy descuidado entre nosotros hasta hace pocos años, sin que sea fácil explicar la causa de esto, pues aun suponiendo que fuese cierto que no se estudiaba entonces la prosodia, lo es también que se leía continuamente a los poetas españoles, quienes jamás hacen una silaba del concurso de dos o más vocales, si no es en casos particulares; defecto no solo frecuente sino común en todos nuestros poetas, quienes al menos por imitación debieron no incurrir en él. Mas estos defectos, son pocos, en comparación de las bellezas que en él se encuentran, las que unidas al mérito de ser uno de los primeros que entre nosotros pulsó la lira con acierto, venciendo los obstáculos que al desarrollo de la inteligencia oponía el sistema colonial, y al de haber precedido a los Tagles, a los Quintanas, a los Carpios y Pesados, lo hacen acreedor a nuestra admiración y respeto. Dirijamos ahora una rápida mirada sobre su vida.

El real padre fray Manuel Martínez Navarrete, nació en la villa de Zambra, perteneciente a la entonces intendencia y diócesis de Michoacán, el día 18 de junio de 1768, en donde estudió primeras letras y latinidad. Algunos incidentes desgraciados que ocurrieron en su familia, le obligaron a pasar a México a dedicarse al comercio, en cuya profesión se distinguió por su honradez, probidad e inteligencia. En seguida, quizá porque su genio no se acomodaba con la vida oscura del simple comerciante, y no hallando otro medio de brillar en aquel tiempo que encerrarse en un claustro, tomó el hábito de religioso Francisco, en Querétaro, en el convento de san Pedro y san Pablo de la provincia de Valladolid (hoy Morelia), el año de 1787, decimonono de su edad. Concluido el noviciado, se dedicó por segunda vez a la latinidad; emprendió luego el estudio de la filosofía, y entonces fue cuando empezó a descubrir sus talentos poéticos. Siendo de advertir aquí, que a pesar de lo mal visto que era todavía entre nosotros el estudio de la filosofía moderna se dedicó a él, despreciando el de la peripatética, en compañía de fray Victoriano Borja, con quien siempre llevó estrecha amistad. Cursó todas las cátedras con el mayor aprovechamiento; y en seguida obtuvo la cátedra de latinidad en su convento, de donde pasó a Morelia, y de aquí a Río Verde, y a Silao con el cargo de predicador, después de lo que pasó a ocupar el curato de san Antonio de Tula, donde a pesar de sus ocupaciones consagró cuantos ratos le eran posibles al estudio y cultivo de la poesía.

              Cuando conoció que podía dar a luz algunas de sus composiciones, lo hizo en el Diario de México, periódico que comenzó a publicarse el año de 1805; y fueron aplaudidas a pesar de ignorarse el nombre del autor, quien trató de ocultarlo, dedicándose exclusivamente a revisarlas, corregirlas y aumentarlas.1 En fin, terminó su vida el día 17 de Julio de 1809,2 a los 41 años de su edad, en el convento de Tlalpujahua, del cual era guardián. Tenía nuestro poeta un alma noble y un carácter sincero, franco, amable y moderado; cualidades morales a las que unía las físicas, que no le escascó la naturaleza. Se dice que antes de espirar quemó sus manuscritos; más afortunadamente una gran parte se había publicado ya en el Diario de México, para que pudiera cumplirse el intento del poeta: y estas y otras muchas inéditas que se pudieron recoger, fueron las que se ordenaron en la edición que el señor Valdés hizo en 1823. No hubo género de poesía en que no se ejercitara Navarrete; y tan familiares le fueron el erótico y anacreóntico, el bucólico y el elegíaco moral y amatorio, como el epigramático, el jocoso, el didáctico y el sagrado; aunque a decir verdad no en todos acertó a distinguirse, pues en mi concepto, si la poesía seria y elevada le valieron todos sus laureles, no fue tan feliz en la sátira para que ésta le acarrease uno solo. En todos estos géneros empleó las principales variedades del metro castellano, desde el de cuatro sílabas hasta el de once, aplicados al soneto, a la octava, al romance, a la silva, a la medida sáfica, y a una multitud de juguetillos y epigramas. Es de creerse que hizo algunos dramas que no publicó, según se infiere de los siguientes versos de su amigo Barazabal:

Mas bien lo fuera yo si aparecieran
sus bellos dramas, replicó Thalía.

Dos ediciones se han hecho de sus poesías, la mexicana de que ya hablé, y la de París de 1835.

              Pongo a continuación el juicio que un literato extranjero forma de nuestro poeta, únicamente con el objeto de dar una idea de la alta reputación que fuera de nuestra república goza. “La celebridad, dice, que el padre fray Manuel Navarrete tiene entre sus compatriotas, es bien merecida; primacía de antigüedad entre los poetas pertenecientes a la nueva, a la grande era de la independencia: carácter poético perfectamente adoptado al virginibus puerisque cano de su epígrafe; todo reclamaba este obsequio a favor del tierno, del candoroso, del delicado Navarrete, cuyos versos son en realidad traviesos, e inocentes, como los juegos de los niños, y púdicos y halagüeños, como la hermosura de las vírgenes. Semejante al suavísimo Delio, ha sabido hermanar lo divino con lo humano, sin ofender la austeridad de su profesión religiosa, ni descubrir la aspereza del sayal que vestía. Los nombres de fray Diego González, y de fray Manuel de Navarrete, adornan el escaso catálogo de los que han consignado en sus poesías el respeto que se debe tener a la hermosa y difícil virtud de la de la eutropelia, demarcando la línea en que deben contenerse sus lícitos y amables desahogos. Uno y otro parecen inspirados por aquel ángel de los santos amores¸que el célebre cantor de Los Mártires imaginó para la poesía cristiana, en oposición a la Venus de los gentiles. La musa de Navarrete es ciertamente menos aliñada, y aun tal cual vez se olvida de que la poesía, siendo el lenguaje de los dioses, se desdeña de la trivialidad; pero este mismo defecto contribuye casi siempre a la agradable sorpresa, de ver la elegancia ventajosamente reemplazada por la sencillez, y por un amable abandono.              

“La versificación es constantemente fácil: si bien algo descuidada en tal cual pasaje, tiene mucha dulzura y fluidez, aunque con demasiada frecuencia comete contra la prosodia el pecado muy grave y vitando, en mi opinión, de no hacer la debida reparación de la concurrencia de las vocales que deben pronunciarse como otras tantas sílabas distintas, y no como un diptongo; lo cual además de ser anti-gramatical, da al verso un desaliño insoportable, ofendiendo gravemente el oído, como en éstos:

Todos los seres que hermosean la tierra
¿no te dan todavía bastante gloria?
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y cual soldado en la campaña instruido
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que no sea de dolor el alma mía.

“Por desgracia no es necesario hojear mucho en cualquiera de los dos tomos, para tropezar con varios versos que adolecen de este mismo defecto; pero también es justo decir en alabanza de su autor, que es el único de que se le puede hacer un cargo formal, y que merezca particular animadversión, por ser tanto más peligroso en un poeta cuya versificación puede por lo demás recomendarse como dechado, entre las mejores de que blasona la poesía moderna castellana. Por lo que hace al lenguaje, tengo la satisfacción de decir que es de lo más castizo y puro que hemos visto en nuestros tiempos: y que felizmente libre de los resabios tan fáciles de contraerse por los que se han nutrido demasiado con la lectura de los libros franceses, merece acaso ocupar entre los  modernos poetas hispano-americanos, un lugar igual al que bajo este respecto ocupa entre los españoles el correcto Iglesias. El estilo de todas sus composiciones es natural, limpio del más remoto asomo de la afectación, claro y exento del todo, de esa especie de algarabía y martirizada fraseología, hoy tan común en la poesía castellana. Las tres cualidades indicadas, que cada una por sí sola haría a Navarrete digno de ser leído con aprecio, reunidas le dan un realce, que muy pocos le pueden disputar entre sus contemporáneos; y si a ella se añade las que sobresalen en el carácter particular de su numen, será justo decir, que la nación mexicana puede gloriarse de tener un excelente poeta lírico. Pulsando el blando laúd de Anacreonte, mezcla la filosofía más amable con las imágenes y alusiones más risueñas, con la más graciosa invención, y con la ligereza significativa. En las composiciones puramente amorosas, la decencia, la ternura, la verdad de los afectos, y una dulcísima y envidiable melancolía, las sacan de la clase general de fastidiosas, a que las de este género están condenadas, por el exceso con que abundan en la poesía castellana. Si se ejercita en objetos más graves, y canta inspirado por las augustas máximas de la religión y de la moral, lo que infunde su noble voz, no es precisamente aquel respeto encogido, aquella veneración mezclada de temor, ni aquella elevación de ideas envueltas en cierta rigidez, que se siente al leer muchas de las mejores producciones de este género; sino más bien una afición cariñosa a la virtud, una obediencia fácil y gustosa de sus máximas, y una santa amistad a los preceptos y verdades de la religión. Ama en su poema del “Alma privada de la gloria”, asunto bien lúgubre y terrible por cierto, el afecto de la sensibilidad es lo que más sobresale, presentando por principal realce del cuadro a un hijo que cifra la mayor causa de su tormento en verse privado para siempre del amor de una madre a quien mira colocada en la mansión de los justos. ¡Sublime concepción, que pinta toda la ternura del alma de Navarrete, semejante a la de la seráfica Virgen de Ávila, que compadecía a Satanás, porque no es capaz de amar. ¡Estos son los principales géneros en que brilla el vate mexicano!”

              ¿Y habrá quien después de esto no se apresure a hojear al menos los libros de los pocos escritores que tenemos? Digno es Navarrete, por lo que antecede, de nuestra admiración y respeto: digna es su memoria de perpetuarse, y digno él de aparecer al frente de nuestra gloria poética.

México, noviembre 15 de 1843.— R. I. A.

Transcripción y edición por Verónica Janeth Galván Ojeda y Diego Eduardo Esparza Resendiz

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz