Porfirio Barba Jacob (1883-1942)

Por Salvador Novo

Porfirio Barba Jacob (1883-1942)

Novo, Salvador, La estatua de sal, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, pp. 167-169.

No siempre teníamos a tiempo el dinero para la renta. De los tres socios, Xavier era el único que contaba con una mensualidad suficiente; pero la Virgen sabía administrarse entre sus amigos pudientes. Llevó al estudio a un enamorado suyo —don Tito Gasca Rojo: un viejo moreno, chaparro, dueño de boticas y de una tienda de discos en Madero. Los dejamos solos. Ese mes, la Virgen pagó toda la renta. Al siguiente, fue mi turno de penitencia recibir la visita voluminosa y eructante del licenciado Marmolejo.

El balcón del estudio, en el cuarto piso, daba a la calle de Donceles, frente a las oficinas superiores de la Secretaría de Industria. Me senté a este balcón, miré hacia la calle. Serían las cinco de la tarde. Semanas antes, en la Preparatoria, Jaime Torres Bodet me había presentado, a la salida, con un poeta centroamericano de los que Vasconcelos favorecía. Había dicho, con un ademán de su mano blanca y cuidada: “El poeta Rafael Heliodoro Valle –y luego, con una sonrisa levemente burlona–, y el poeta Salvador Novo”.

Heliodoro multiplicó su interés en mis versos. Le presenté a Xavier, leyó los suyos, publicó los de ambos en los periódicos en que trabajaba y hablamos con él de Ricardo Arenales, otro poeta colombiano de quien se contaban horrores. Era “El hombre que parecía un caballo”, en la descripción que alguien hacía de él. Heliodoro se ofreció a llevar a aquella curiosidad al “estudio” de “los muchachos”.

Su fealdad me fue tan inmediatamente repulsiva como su incongruente descaro. Le pregunté si le gustaba no sé ya que poeta; y “Lo que a mí me gusta es que me penetren duro” –dijo con su belfo grueso y amoratado. Luego sacó cigarros, nos dio, encendimos, chupé –tres veces, sosteniendo el aire, nos instruía.

Empezó a recitar sus versos. Yo miraba a la calle. El tiempo se había suspendido. La luz era blanca, blanca, en el absoluto, sordo silencio.

Cuando volví en mí, me hallé acostado en el couch. Me rodeaban los rostros angustiados de Xavier, de la Virgen, del doctor Mendoza, que me había resucitado con inyecciones. Eran ya las diez de la noche. Asustados de su hazaña, Heliodoro y el poeta mariguano se habían marchado.

A la Virgen, en cambio, la mariguana no le había hecho mal efecto, ni a Xavier. Acaso no pusieron en aspirarla la fruición con que yo me entregaba entonces a cualquier exceso desconocido o incitante. La Virgen nos contaba que en otros estudios, como en las novelas de Jean Lorrain, ella había tomado éter, y que era precioso cómo, entre arrulladores sonidos de campanas, se alcanzaba el nirvana.

Otra noche que después, recordándola, llamaríamos de Walpurgis, nos reunimos en parejas para embriagarnos con anís. La Virgen me había presentado a un muchacho moreno –Gaitán, muy apetitoso. Ella se acostaría con Xavier. Fue la primera vez que nos visitaba un compañero de la Preparatoria en quien habíamos sospechado a un cómplice latente e indeciso: Delfino Ramírez Tovar. Flaco hasta el esqueleto, tímido y huraño, vestido provincianamente de blanco, contemplaba desde un rincón las libaciones, los besuqueos y los números de bailes desnudos con que yo amenizaba la fiesta, acaso todavía inclinado a la posibilidad de convertirme en un bailarín. Ya muy ebrios, apagamos la luz, jadeamos en la oscuridad sudorosa. “Yo me quedé sordo y ciego”, dijo después el arrinconado Delfino. “Pero no manco”, comentamos.

Aquella iniciación testimonial fue sin embargo suficiente a lanzar al joven tímido y provinciano a la conquista de su verdadera vocación. Días después nos contaba su primera aventura, con un Fernando a cuyo recuerdo viviría adherido muchos años. Y con el descubrimiento de sí mismo, sobrevino en él un luminoso cambio de carácter. Su inteligencia y su ingenio despertaron; empezó a hacerme segunda en los “números”, a bromear…

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Andrea D. Mandujano