Ángel de Campo (1868-1908)

por Victoriano Salado Álvarez (1867-1931)

CÓMO ERA MICRÓS

Las reuniones del Liceo Altamirano de seguro que tenían carácter científico y derechista; pero la verdad es que no me acuerdo que jamás se hablara en ellas de política. La larga mesa del restaurante Sylvain se extendía en salón bien iluminado, y la rica mantelería, el cristal y la porcelana daban idea de comida rica y no de escote, a veinte reales la ración.

Precedía a todos el gran Micrós, que parecía como si se mirara con anteojos de disminución de varios diámetros.

Para evocarlo hay que recurrir a la ornitología. El andar saltarín, los pies y las manos pequeñitos y que recordaban las garras de las aves que se posaban en los árboles y en su corteza se mantenían, la cabecita chica y como triangular, un coup de vent que era como cresta que se alzara obedeciendo los dictados de la voz, que parecía un piar desapacible; los ojos redondos y cambiantes a ratos de color, como los de la alondra de Julieta1, y sobre todo la nariz, una naricilla subversiva que tal vez haya resultado exagerada para aquel cuerpo, pero que era pequeña para nariz humana, se completaban con unos enormes anteojos que daban la idea de perdiz que acudía al señuelo engañada con un espejo movedizo.

Micrós era el más bueno y el más honrado de los hombres. Huérfano desde temprana edad, empezó a trabajar casi niño, y pronto quedó como tête de famille. Hasta que casó convenientemente a su hermanas y hasta que dio carrera a su hermano, no pensó en formar su propio hogar. Años y años duró comprometido con la que fue su esposa, y hasta que completó su nido, como pajarillo que era, con las briznas de hierba que recogía –economizando, luchando, trabajando– no creyó tener derecho a reclamar su parte de goce en la vida. Poco le había de durar esa legítima satisfacción, pues antes de cumplir los cuarenta años la muerte lo había de arrebatar de manera impensada.

Ahora es moda despreciar a Micrós y hasta anteponerle como rival a don José T. Cuéllar; pero nadie ha logrado como el autor de Miniatura amorosa2 esa observación tenue, fina y elegante en que con un esguince, con un matiz al parecer sin importancia, daba la idea de una situación de alma, de un sentimiento radicado en lo subyacente de la personalidad.

Hay distancia entre los personajes groseramente charros de Cuéllar y los exquisitos y refinados de Campo. Y no consistía la diferencia de los personajes en la clase social en que se les colocaba, sino en la manera de presentarlos. Baile y cochino y Los mariditos son de un arte inferior, primitivo y cursi. La rumba y El de los claveles dobles son linda muestra de lo que puede dar de sí la vida mexicana cuando se pinta por un verdadero artista.

Don José Tomás de Cuéllar era un observador risueño y atento, pero sin profundidad, que arañaba la superficie de las cosas; don Ángel de Campo, un estudioso profundo y sabio que sólo daba la pincelada cuando conocía el efecto que iba a causar. Los libros de Campo son poco conocidos, y lo que de él se recuerda más son las Semanas alegres, deliciosas improvisaciones que todavía tienen actualidad, pero que por estar destinadas al público dominguero de El Imparcial se escribían siempre en tono de guasa y tratando de hacer crítica ligera de la vida corriente. Querían competir en populachería con las Charlas dominicales de Juvenal (don Enrique Chávarri, otro olvidado que debe conocerse); pero, a pesar de ello, ¡qué riqueza de colorido, qué gracia en la expresión, qué mina inagotable de lenguaje! Esas cosas eran de las que debían difundirse porque enseñan lo que es y lo que era México, lo que tiene de peculiar y espontáneo, y lo que tiene de allegadizo y deformado. Hay más historia y más sociología de México en obras así que en muchos textos detestables que diariamente vomitan las prensas.

En la conversación, Micrós era alegre, como quien había sufrido tanto y había frecuentado medios diversos.

Recuerdo de un viaje a los Estados Unidos que en su boca adquiría en cada ocasión matices nuevos y detalles desconocidos. De él no podía decir nadie como el moralista francés: “Tenemos memoria para recordar cuantas cosas nos han sucedido en la vida, pero no para acordarnos de cuantas veces se lo hemos contado a la misma persona”.

Un suceso lo refería de mil maneras, lo coloreaba, lo pulía, lo adornaba, de modo que no parecía el mismo, sino otro distinto. Sus retratos eran sinópticos, pero nunca idénticos, aunque coincidiesen en el fondo.

El término del viaje era Chicago, emprendido según creo en 1892, con motivo de la exposición que allá se efectuó por ser el cuarto centenario del descubrimiento de América.

Empresario de aquella familia del Tío Maroma3 era el caricaturista José M. Villasana, que a lo que me figuro riñó con el buen Ángel.

Había en la colección escultores de barro, trabajadores en deshilados, tejedores de sarapes, cocineras que freían platos mexicanos, un charro con todas las de la ley, y por último un periódico con ilustraciones de Villasana y artículos de Campito. Solo faltaba el gigante que midiera doce pies, la mujer que pesara seiscientas libras y el chico vidente que adivinara cosas arcanas. ¿Quién iba a leer en Chicago un periódico escrito en español de México, pintando tipos de aquí y sin propaganda anterior?

La empresa fracasó desde luego por la falta de capital. El sindicato de repartidores y voceadores de la ciudad exigía una cantidad determinada de ejemplares del periódico (del cual yo nunca he visto siquiera un ejemplar, si acaso llegó salir) y los comerciantes pedían para anunciarse la justificación de la tirada del semanario o de lo que haya sido.

Encaje de bolillo, imagen tomada de Artes del Villar

No tardaron aquellos osados exploradores en acabar con su modesto principalito, y en vez de escribir, hacer caricaturas, embutidos, encaje de bolillo o manejar el caolín americano, entraron en muda y comenzaron a recorrer las calles en caravana doliente y trágica, como dicen los escritores en estos días.

El charro de la comitiva se llamaba Pancho Iturria, era dueño de una fábrica de chocolate en el rumbo de San Cosme y cuñado de Villasana. Micrós lo pintaba gigantesco, con enorme barba negra que guardaba por las noches en un saquillo que de seguro llevaría aposta, gran bigote que se ataba detrás de las orejas, ataviado con un sombrero que arrojaba más luces que una custodia y con un traje o varios llenos de botones de oro y plata que lo hacían parecer un jefe magiar en día de gala.

Cierto día llegaron Micrós, el dibujante Martínez Carrión4 y me parece que Carlos Alcalde. Se estacionaron en un escaparate de peluquería y se entretenían en ver cómo una negra bozal peinaba con un batidor de marfil la rubia cabellera de una linda muchacha.

A poco salió de la tienda un sujeto que con muy buenos modos dirigió a Iturria un pequeño discurso, del cual el otro no entendió palabra.

Edición y trascripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos y notas Verónica Yaneth Galván Ojeda