Emilio Carballido (1925-2008)

Emilio Carballido

Carballido en San Pedro de los Pinos

por Vicente Leñero

Leñero, Vicente. “Lo que sea de cada quien. Carballido en San Pedro de los Pinos.” Revista de la Universidad de México 49 (2008).

Estela y yo nos encontramos a Emilio Carballido saliendo del templo de San Vicente Ferrer. Llevaba en la derecha unas varas de palma del Domingo de Ramos. Se produjo un diálogo como de Ionesco:

—¡Qué gusto, Emilio! ¿Qué andas haciendo por aquí?

—Me vine a vivir a San Pedro de los Pinos.

— No me digas. Aquí vivimos nosotros.

—A la Avenida Dos.

— Nosotros vivimos en la Avenida Dos.

—Avenida Dos y Calle Nueve.

—Ahí vivimos. Es nuestra casa.

—En la mera esquina.

—Ah, es la casa de mi hermano.

La nueva casa de Emilio estaba enfrente, donde hace muchos años vivían los Be rumen. El escenógrafo José Luis Aguilar se la arregló estilo mexicano. Quedó bien, aunque se deterioró con el tiempo. Siempre tenía gatos.

Iniciamos con mucha cordialidad nuestra relación de vecinos. Emilio pulsaba el timbre. Que necesitaba un limón, que ahora un jitomate; que su teléfono estaba descompuesto y que si le podían dejar recados en nuestra casa. Nos mandaba pastelitos, galletas. Un diciembre le compró a mi hija Isabel una de sus acuarelas. Cuando Estela publicó su libro sobre Rosario Castellanos (Otro modo de ser humano y libre) la felicitó calurosamente:

—Ésta es la Rosario que yo conocí. La Rosario que tanto quise. Tu semblanza es perfecta, Estela.

A veces nos invitaba a tomar el aperitivo —un campari, un oporto—, y se ponía a despotricar contra Pepe Solé, contra Luis de Tavira, contra Héctor Mendoza… Era implacable. Una tarde, el motor de su Volkswagen rojo se estaba incendiando. Ademaneaba. Se veía desesperado.

—Tranquilo, Emilio, no pasa nada. Aguántame un rato.

Corrí por agua y de un cubetazo apagué los flamazos. Todos los viernes, cuando regresaba yo del cierre de Proceso a las dos, tres de la madrugada, veía con admiración y envidia la lámpara de su estudio encendida. ¡Él sí que es un escritor profesional!, pensaba yo. Se lo dije después. Se rió.

— N’hombre. Yo no escribo de noche, escribo en las mañanas. Dejo encendida la luz para ahuyentar ladrones. Un domingo temprano se presentó alteradísimo. En la banqueta, frente a su casa mochada que abría en la esquina un amplio espacio triangular, un vendedor de barbacoa había instalado, sábados y domingos, su fonda al aire libre con una mesa de tablas donde se detenía la clientela de regreso de misa o del mercado.

—Te comprendo —le dije—. Qué lata. Casi no se puede entrar a tu casa y se te ha de llenar de olores apestosos.

—No no, al contrario. Ando furioso porque los inspectores de la Delegación quieren quitar de ahí al pobre cuate. Y yo ando recogiendo firmas de los vecinos para que lo dejen en paz. Se la voy a llevar a Kena Moreno. ¿Quieres firmar?

—Si a ti no te molesta, a nosotros menos; estamos bien lejos.

Y fue así como el vendedor de barbacoa salvó su negocio. Ahí sigue, desde entonces.

Lo nombraron vecino distinguido de San Pedro. Años después le pusieron su nombre al parque Sufragio Efectivo, No Reelección —entre Calle Diecisiete y Calle Veintiuno—, al que todos llamábamos Miraflores. Se organizó una ceremonia formal con la presencia del delegado en turno en la que instalaron un monumento para honrar al dramaturgo: sobre un pedestal de concreto crecía una rosa de bronce. El pequeño monumento era horrible. Desapareció cuatro o cinco meses después. Nunca supimos si se lo habían robado o si el propio Emilio pidio que destruyeran el adefesio.

En otra ocasión fatal crucé hasta su casa para preguntarle sobre un viejo ejemplar de La palabra y el hombre donde Sergio Galindo había publicado una obra de Ibargüengoitia: Ante varias esfinges. Lo tenía, por supuesto, y me lo prestó. Noté que Emilio andaba achispado, con tragos dentro. Me detuvo en el momento de salir.

—¿ Sabes cuál es tu problema? —dijo—. Que permitas que monte tus obras el cura satánico.

—¿Así le dices a Tavira?… Qué feo, Emilio.

—También le digo sor Yeyé —replicó con el chirrido de su risita sardónica.

Reaccioné:

—¿Y sabes cómo te dice a ti Tavira?

Peló los ojos.

—El pájaro hawaiano.

Movió la cabeza, contuvo su furia. A partir de ese día se abolló nuestro trato. Nunca mi admiración por quien fue, después de Rodolfo Usigli, el mejor dramaturgo mexicano del siglo veinte.

Traducción e hipervínculos por Liliana Sánchez García