Juan García Ponce (1932-2003)

Juan García Ponce

El beso de García Ponce

por Vicente Leñero

LEÑERO, VICENTE. “LO QUE SEA DE CADA QUIEN. El beso de García Ponce” REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO 97 (2011).

Coincidimos en el Centro Mexicano de Escritores (1963-1964) pero nunca fuimos amigos. A él le irritaba que mi Estudio Q en proceso se enfocara a la televisión comercial —“a quién se le ocurre escribir sobre esas pendejadas”— y yo lo molestaba subrayando en sus textos la epidemia de incorrecciones gramaticales.

Durante nuestra beca se armó de pronto un zafarrancho administrativo al interior de aquel Centro dirigido por Margaret Shedd. Ramón Xirau era el subdirector y se encargaba de tutelar semana a semana a los miembros del taller. Por la admiración ganada y el ascendente que Ramón tenía y había tenido con generaciones de becarios, el secretario Felipe García Beraza lo envidiaba sordamente. Le hacía grilla.

Aún no sé cómo estallaron los problemas internos, pero el caso fue que a Ramón Xirau lo obligaron a renunciar al Centro o lo despidieron impunemente.

Los becarios del 63-64 reaccionamos con azoro a tres meses de concluir el periodo. Como buen amigo de Xirau, el más enojado fue Juan. No debíamos quedarnos cruzados de brazos, clamó. Deberíamos hacer algo: presentarnos ante la señora Shedd y protestar por la injusticia cometida contra el maestro más importante del Centro de Escritores.

La señora Shedd respondió que no teníamos por qué entrometernos en asuntos internos, y entonces García Ponce, en confabulación aparte, volvió a clamar como un líder: ¡Renunciemos en masa! Sólo tres de los becarios aceptaron: el propio Juan, su jovenzuelo cultivo Ulises Carrión y creo que Alberto Dallal. Salvador Elizondo y yo decidimos mantenernos con la beca.

Me entraron remordimientos. En la beca anterior (1961-1962) los consejos de Xirau me habían resultado definitivos para terminar Los albañiles —“olvídese de lo que lleva y vuelva a empezar la novela”—; estaba en deuda eterna con él.

Decidí ir a hablarle personalmente a Ciudad Universitaria y me colé en un salón de Filosofía y Letras donde impartía su clase. Con su parloteo tropezado y bajito Xirau discurría sobre Borges. No alcancé a entender sus razonamientos filosóficos porque andaba aturullado con lo mío.

Cuando salió de clases, envuelto en sus alumnos, lo esperé en el estacionamiento donde lo aguardaba el taxi que lo recogía y lo llevaba a todas partes. Le expliqué mi caso con incongruencias: Me dolía su salida del Centro pero no quería renunciar, perdóneme, porque necesitaba terminar mi novela, necesitaba seguirla tallereando, necesitaba la exigua mensualidad, necesitaba/

—No me explique, no me explique— replicó Xirau—. Y no renuncie. No quiero que nadie renuncie por mí…Tan amigos como siempre, no faltaba más. —Y me estrechó con su derecha, manchados el dedo mediano y el índice por la nicotina.

El que se enojó conmigo fue García Ponce.

Lo menos que me dijo fue ¡cobarde! cuando salimos a caminar por la Zona Rosa, luego de su última aparición en la calle de Volga donde se ubicaba el Centro Mexicano de Escritores.

Discutiendo, ademaneando, echando pestes contra la señora Shedd y el mediocre de Felipe García Beraza, Juan los insultaba en el momento de llegar cerca del café Viena.

Se detuvo de sopetón. Yo ya había cruzado a la otra acera, no circulaban autos de por medio y me extrañó que él no me hubiera seguido, según percibí cuando giré la cabeza. Estará enojado conmigo, pensé, ya no me quiere seguir hablando. Lo dudé unos instantes pero decidí cruzar de regreso hacia él.

Estaba inmóvil, como clavado en la banqueta. —No puedo moverme—dijo—. Ya van varias veces que me pasa. Me paralizo, aunque sólo dura un rato —sonrió cuando ya caminaba de nuevo.

Aún no lo sabía Juan pero empezaba ya su implacable enfermedad. Esclerosis múltiple primariamente progresiva, la diagnosticó el notable neurólogo José Eduardo San Esteban que lo atendió durante más de tres décadas. Hasta muchos años después volví a ver a Juan García Ponce en casa de mis sobrinos Castro Leñero que lo habían convertido en un dios. Meche y Felguérez lo trasladaban en una silla de ruedas, rígido, sin movimiento alguno, con voz que parecía salir de una gárgola, pero con lo que imaginé una leve sonrisa cuando me vio.

Tendí la mano para acariciarle el rostro a manera de saludo y Juan me la besó con la esquina de su boca.

Transcripción por Fernando Morales

Edición e hipervínculos por Liliana Sánchez