Manuel Acuña (1849-1873)

por Javier Santa María

Manuel Acuña (1849-1873)

Santa María, Javier, “Manuel Acuña”, en El Siglo XIX, Séptima época, año XXXIII, Tomo 55, Núm, 10561, Domingo 7 de diciembre de 1873, p. 1.

La sociedad mexicana se ha sentido ayer profundamente conmovida ante la inmensa desgracia de que fue víctima uno de nuestros más distinguidos literatos. Íntimo era el dolor que se revelaba en el semblante de todos aquellos que supieron la muerte de Acuña y que se resistían a creen en la magnitud de tal desgracia.

            Hay en la desaparición de un joven todo vida y esperanza, algo que aterra. Apenas se concibe que la muerte haya descargado uno de sus golpes más terribles sobre esa inteligencia vigorosa que algunas horas antes era el orgullo de las letras mexicanas. Acuña se suicidó. Más joven que Larra, pues contaba solamente veintitrés años, ha dejado la vida cuando el mundo literario se estremecía anhelante presintiendo la aparición de una gloria inmortal. ¡Quién sabe lo que pasaría en aquella alma de fuego!, ¡quién sabe qué terrible explosión haría el dolor en ese pecho que tan generosos sentimientos abrigaba! Es necesario no condenarlo en su muerte. Hay dolores que vibrando únicamente en la exquisita fibra del poeta, no están al alcance del resto de los hombres. Acuña como Byron, como Egesipo Moreau, como Bellini, se encontraba desterrado en este mundo, sentía la nostalgia del cielo. El poeta es un ave de paso sobre la tierra. Aquellos dolores, aquellas emociones que para la mayoría de la sociedad no son más que pequeñas contrariedades, hacen un infierno de la vida del ser que en su ilusión se forja un paraíso de esta existencia, que no es más que un impuro estanque lleno hasta el borde de vulgaridad y de dolor.

            ¿Quién se atreverá a decir que hizo mal? No reprobamos el suicidio; pero en casos como el presente ¿habrá alguno que arroje la primera piedra?

            Desde hace algunos días que en las conversaciones íntimas que con sus amigos queridos tenía, se revelaba la tristísima idea que ayer realizó.

            El viernes por la noche, con el pretexto de arreglar sus papeles, estuvo en compañía de un amigo suyo, destruyendo la mayor parte de ellos y quemándoles luego: ya al amanecer le llevaron papel enlutado que había pedido y que con la mayor indiferencia colocó sobre su mesa de trabajo y habiéndose despedido de su acompañante se durmió, despertando muy tarde al día siguiente. No bien su hubo levantado, puso en orden su habitación, hizo él mismo su lecho, se lavó el rostro y el cuello, y después se puso a escribir cinco cartas: una de ellas a la señora su madre, que está en el Saltillo, otra a Antonio Cuéllar, uno de sus más estimados amigos, dos a personas de su estimación y una más a Gerardo Silva. Salió a las doce a la calle, volvió pocos minutos después, se vistió ropa limpia y es probable que entonces haya sido cuando escribió las siguientes líneas, con mano segura y firme, pero que por algunos ligeros descuidos de redacción denotan que aquel cerebro estaba ya trastornado.

            “Lo de menos era entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importen a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable. —Diciembre 6 de 1873.— Manuel Acuña”.

            Salió después; estuvo conversando de asuntos indiferentes, y a eso de las doce y media volvió a entrar a su pieza. Nadie sabe lo que entonces sucedió. A la una de la tarde, su amigo íntimo, don Juan de Dios Peza, que todas las tardes acostumbraba a verlo lo encontró muerto ya.

            Llamó al señor Vargas, estudiante de medicina, quien acompañado del señor Villamil penetró al cuarto. Pocos momentos después llegó el señor don Gregorio Uribe, amigo de Acuña, estudiante como él de cuarto año de medicina; se precipitó sobre el yerto cadáver queriendo volverle a la vida, y sopló su aliento a su boca, sin temor de intoxicarse como habría sido muy probable. La fatal noticia circuló instantáneamente en la Escuela; el prefecto del establecimiento Domínguez, los médicos y los alumnos que a esa hora estaban allí, ocurrieron al lugar del siniestro y rivalizaron en empeño y actividad para devolverle la vida, la vida que hacía más de una hora le había abandonado.

            A las cuatro de la tarde llegó el señor Gaxiola, juez en turno, y dictó las medidas oportunas, concediendo que fuera la Escuela de Medicina y no los médicos de cárceles quienes verificaran la autopsia del cadáver. Algún facultativo de los presentes hizo notar que por medio de la sangre que de las venas se extrajera, pudo verificarse la verdad del caso, y el señor Gaxiola convino en que de esa manera se procediera.

            Los miembros todos de La Bohemia Literaria visitaron por la tarde el cadáver, que al anochecer fue colocado en la capilla de la Escuela. El señor don Alejandro Casarín y el joven artista Alamilla sacaron retratos del poeta e hicieron los trabajos preparatorios para la construcción de su busto. Esta tarde se sacará el molde de su mano derecha, que escribió los admirables versos que tanta justa fama le conquistaron.

            Su cadáver, que ha sido inyectado por los alumnos de la Escuela de Medicina, será expuesto mañana y pasado mañana; la inhumación tendrá probablemente lugar el miércoles.

            Manuel Acuña murió muy pobre, y es necesario para tributarle los últimos honores, recurrir al generoso auxilio de sus amigos. Tan luego como en la imprenta del señor Cumplido se tuvo noticia de la cruel desgracia, las redacciones unidas de El Siglo XIX y El Eco de Ambos Mundos acordaron nombrar a los señores don Eduardo L. Gallo y don Juan E. Barbero para que colectasen de la prensa donativos con que poder sufragar los gastos de entierro. En la Escuela de Medicina queda abierta también otra suscripción entregándose las cantidades de suscriptores en la dirección del establecimiento: en ella se han apuntado los señores profesores y alumnos compañeros de Acuña.

            Creemos que todos los periodistas, literatos y amigos del finado se apresurarán a cubrir con su nombre la lista que les presenta un lamentable acontecimiento y que principiamos con las  partidas siguientes:

            Diputación de Coahuila ….   $25

            Eduardo L. Gallo …………….         $10

            Redacción de El Eco……………         $20

            Idem Diario Oficial………….          $20

El cuarto en que Manuel vivió y murió en la Escuela de Medicina fue el mismo que habitó Juan Díaz Covarrubias. La víspera de su muerte, paseaba con Juan de Dios Peza por la Alameda; sintió deseos de escribir y le dictó el siguiente soneto:

A UN ARROYO

Cuando todo era flores tu camino,
cuando todo era pájaros tu ambiente,
cediendo de tu curso a la pendiente
todo era en ti fugaz y repentino. 

Vino el invierno con sus nieblas, vino
el hielo que hoy estanca la corriente, 
y en situación tan triste y diferente
ni aun un pálido sol te da el destino. 

Y así es la vida; en incesante vuelo
mientras que todo es ilusión, avanza
en una hora lo que mide el cielo;

Y cuando el duelo asoma en lontananza
entonces como tú, cambiado en hielo
no puedo reflejar ni la esperanza.

Larra, en su artículo “En un cementerio”, escrito también la víspera de su muerte, estampó una idea parecida a la que en este soneto se contiene. “Esperanza” fue la última palabra que de la inspirada lira de los dos se escapó.

            Los que no conocen la íntima vida de Manuel; los que no saben que las más terribles penas roían su corazón, que las más negras dudas devoraban su cabeza; los que ignoran que la gloria que conquistó hacía más penosa su existencia; los que no saben que hasta las heces apuró el amarguísimo cáliz de las más hondas desgracias, le culparán tal vez, le señalarán como un criminal porque atentó contra su vida que no era suya porque pertenecía al porvenir, porque era la esperanza de su anciana madre; pero serán ellos los primeros que le perdonen, los primeros que vayan a llorar en su tumba, cuando imaginen que un hombre de talento tan esclarecido, de corazón tan noble como el suyo, no abandona la vida en que podía alcanzar un rico porvenir, sino cuando el dolor es tal que domina a la fría razón; y cuando las desgracias ignoradas que con las más crueles desgracias ponen en su mano la homicida arma, ese hombre es una víctima y al morir se levanta al cielo envuelto en la blanca vestidura de los mártires. Aun hay más: como decíamos al principio, el poeta vive en la región del ensueño, siente cada día y cada hora la terrible desproporción que hay entre la realidad grosera y el luminoso ideal, y llega un día en que necesita morir, como necesitan las alondras volar antes de que la luz del nuevo día aparezca, para ser las primeras que la saluden en las elevadas regiones.

            Dios, el buen Dios que penetra los misterios de la humana conciencia, que ha puesto en su alma la sed de lo infinito que en el mundo nunca se sacia, el buen Dios sabe bien que Acuña luchó hasta hacer derramar lágrimas a los que luchar le vimos, y Él le perdonará, como los que aquí le conocimos le hemos perdonado ya.

            Quisiéramos escribir más, quisiéramos pintar la honda pena que nos desgarra el corazón; pero ¡ay! que la pluma se nos cae de las manos; que las lágrimas anudan la voz en nuestra garganta, y que las sombras del intenso dolor oscurecen nuestros ojos.

Transcripción yedición por Fernando A.Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz