Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)

por Enrique de Olavarría y Ferrari

Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)

Olavarría y Ferrari, Enrique de, El arte literario en México: noticias biográficas y críticas de sus más notables escritores. 2ª ed. Madrid: Espinosa y Bautista, ¿1878? pp. 128-130.

Entre las Veladas de México, las más notables fueron las de la Asociación Gregoriana, que tuvo lugar en la hermosa casa del muy distinguido literato don Vicente Riva Palacio. En ella le fue entregado, como presente rendido al talento de Ignacio M. Altamirano, centro del círculo de escritores de la época, una edición magnífica de la obra maestra de Milton; homenaje tanto más valioso, cuanto que firmaban la dedicatoria eminencias del saber y de la política. […]

            A pesar del entusiasmo con que fueron recibidas Las Veladas, no hubieran podido existir sin el empeño que en mantenerlas puso el tantas veces nombrado en este libro, don Ignacio M. Altamirano. Él fue su centro y eje; sin su paternal solicitud para con todos sus amigos, éstos habríanse desbandado. Él sobre todos vigilaba como un hermano cariñoso; él, cuya ciencia sólo es igual a su memoria prodigiosa, ponía en manos de todos su escogida biblioteca y los óptimos frutos de sus vigilias. Él fue que, colocado por la admiración de sus amigos a la cabeza de todos ellos, abrió a muchos el porvenir. Todos le llamamos, y seguimos llamando el patriarca de la generación literaria actual: aún cuando haya en aquel país otros talentos tan notables como el suyo, nadie le iguala en amor a sus amigos, en cariñosa energía para dar aliento al que comienza; nadie ha hablado de ellos con más franca predilección.           

Periodista, poeta y literato consumado; orador inimitable, militar voluntario, valeroso, en su persona se reúnen, por especial favor del destino, todas las cualidades que acreditan como grande a cualquier hombre que realmente las posee. Sus conciudadanos le han distinguido con honrosos cargos, y en todos queda de él la imperecedera memoria, ya como tribuno en las Cámaras, ya como magistrado fiscal en la Suprema Corte de Justicia.

Afiliado desde sus años juveniles en el partido liberal, concurrió con el contingente de su pluma y de su espada, tanto al triunfo de las leyes de Reforma, como a la caída del Gobierno imperial: jamás esquivó el peligro; jamás se desveló por entrar a la parte en el festín. En tiempo de paz nunca ha salido del silencio de su hogar, sino cuando se le ha solicitado con empeño.

            Altamirano pertenece a la raza indígena pura, y, como Juárez, es uno de los individuos que más le honran: todo se debe a su propio genio, a la paternal protección de un hacendado español, a cuya memoria consagra a cada instante tiernos recuerdos. Dicho español dejó un hijo mexicano, don Luis Rovalo, a quien Altamirano ve con ilimitado cariño fraternal, tanto por las mil bellas cualidades que le adornan, como por ser el descendiente y heredero de las virtudes y méritos de su ilustrado progenitor.

Los escritos del literato que me ocupa son tan numerosos como bellos.

            Citaré únicamente el título de su precioso cuento romancesco Clemencia, interesante en su fábula, brillante en sus descripciones, acabado en la pintura de sus caracteres y en la forma castiza de su pintoresco estilo.

Sus revistas literarias se han hecho notables por su profunda erudición, y la más célebre es la que escribió sobre el Baltasar de la Avellaneda, al representarse en México por la compañía del señor don José Valero en un beneficio de Savadora Vairon.

Sus bellas poesías, impregnadas de ese carácter particular que distingue a las tierras calientes, son un conjunto de sólidas bellezas y un legítimo timbre de gloria para su autor.

            Como militar se distingue por su valor y serenidad admirables, y lleva ganadas siete grandes acciones de guerra. Frente a Querétaro y durante la acción del 27 de abril, y cuando más arreciaba la lucha, el general Corona dio a Altamirano una comisión difícil, pero que le alejaba del campo de batalla: —“Me es muy penoso, contestó, separarme de este lugar a la hora del combate; cualquiera otra misión que no me aleje del peligro la cumpliré en el acto” —El ilustre general accedió a la valerosa súplica de aquel hombre heroica que por su energía y elocuencia fue llamado el Danton americano.

          En bien reducidas líneas acabo de encerrar la vida laboriosa y honrada de uno de los mexicanos de que con más justicia se enorgullece la historia moderna de la América.

Transcripción y edición por Fernando A.Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz