Manuel M. Flores (1840-1885)

por Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893)

PRÓLOGO

I

EL POETA

Flores, Manuel M. Pasionarias. Poesías, con un prólogo de Ignacio M. Altamirano. París: Librería Garnier Hermanos, 1886 (Biblioteca poética), pp. VII-XVI.

Corrían los años de 1857 y 1858, entre las porfiadas luchas del partido liberal y del partido reaccionario, que ensangrentaban la República y apenas dejaban tiempo para pensar en otra cosa que no fuese la política o la guerra.

Yo estudiaba entonces Derecho en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán y comenzaba mis ensayos en el periodismo.

En el primero de estos años tempestuosos, dividía, pues, mi atención entre las contradicciones del DIGESTO, que no producían sino un diluvio de sutilezas en la catedra, y las disputas irritantes de la política, que traían agitados a liberales y conservadores y provocaban la más sangrienta de nuestras guerras civiles.

Por mas que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella época y a tal punto desconocido, que ni siquiera mi nombre aparecía en mis articulejos, había contraído relaciones nuevas en los círculos literarios o conservaba algunas antiguas de colegio con escritores ya renombrados o que se conquistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad.

Así, mi humilde cuarto solía transformarse, por la afluencia frecuente de estos amigos, en redacción de periódico, en club reformista o en centro literario, que se aumentaba naturalmente con la asistencia de numerosos estudiantes curiosos y partidarios ardentísimos de la revolución.

Con ellos nos dirigíamos muchas veces a las galerías del Congreso para asistir a las sesiones en que se discutía la Constitución y para aplaudir los elocuentes discursos de Ocampo, de Ramírez, de Zarco y de Arriaga, y para tomar nota de los esfuerzos que hacían el ministro Lafragua y la pandilla de falsos liberales contra las libertades humanas y políticas.

Pero dando tregua a estos alborotos, que duraban, a veces, semanas enteras, lo más común era consagrarnos a las conversaciones literarias, en las que salían a relucir todas las reputaciones poéticas contemporáneas y todos los conatos de bella literatura que se hacían lugar de cuando en cuando entre los ruidos pavorosos de la matanza y la destemplada grita de los partidos.

Esas sesiones no carecían de interés y hasta llegaban a tomar a veces el aspecto de una cátedra o de una academia, cuando las presidía alguno de los veteranos de la literatura o de los campeones de la prensa militante, porque solían aparecerse por allí los amigos míos de quienes he hablado al principio. Marcos Arróniz, el apasionado cantor de Herminia, el excelente traductor del Don Juan de Byron, que acababa de trocar su lira melodiosa por el sable reaccionario de Puebla, y que aprehendido después como conspirador, había sido encerrado en una prisión, donde, como el Tasso, había comenzado a perder el juicio. Él me pagaba las visitas hechas en su cárcel y asistía a nuestras reuniones melancólico y abatido, pero siempre hablando de poesía, con su sonrisa triste y su palabra fácil y elegante, que vibraba como si quisiese traducir la amarga pena que se revelaba en sus ojos profundos. ¡Pobre Marcos! Poco tiempo después, pero en aquellos mismos días, se encontró su cadáver en el camino de Puebla, junto al Agua del Venerable, sin saberse cómo ni por qué estaba allí. Sospechóse un suicidio. Tal vez. Pero se dijo también que caminando Arróniz, solo, por aquellos bosques plagados entonces de bandidos, pudo más probablemente ser asesinado por éstos. Así murió uno de los mas inspirados poetas de México, el aristócrata entre ellos por su educación europea, por sus hábitos y aun por sus opiniones. Nosotros, revolucionarios y demócratas, respetábamos siempre sus ideas, de que por otra parte se abstenía de hablar en presencia nuestra, y respetábamos todavía más su desgracia y su talento, nublado ya por la demencia. Arróniz había empapado su poesía en la poesía de Byron. El gran poeta inglés era su modelo, su maestro, su favorito. Como él, era hermoso, enfermizo y escéptico; como él, había amado mucho y había sufrido tremendos desengaños; como él también, manejaba bien las armas; pero al contrario de él, no amaba la libertad, al menos la combatió sirviendo al dictador Santa Anna contra el pueblo, y se expuso después a todos los peligros, peleando valerosamente en la batalla de Ocotlán al lado de la reacción. Fueron vanos los esfuerzos de su gran amigo Zarco para atraerlo a nuestras filas. Estaba en la desgracia y rehusó, hasta que se trastornó su cerebro. ¡Pobre Marcos!

Otro de los tertulianos era Florencio María del Castillo, que redactaba ya el Monitor Republicano y era muy conocido por sus bellísimas y sentimentales novelas, arrojadas en medio de esta sociedad envuelta en vapores de sangre, como blancas flores de aroma suave y dulce. Florencio escribía entonces su Hermana de los Ángeles, y en su calidad de redactor de uno de los periódicos más avanzados del día, era un contendor exaltado; pero su fisonomía móvil y nerviosa se trasfiguraba hablando de literatura, su risa perdía el carácter burlón que la hacía temible disputando, tornábase benévola como siempre, y con el argot gracioso que acostumbraba, decía cosas encantadoras de novedad.

José Rivera y Río era el elemento de la contradicción literaria, y con sus arranques pesimistas o indignados, daba pábulo a la conversación. En eterna disputa con Juan Mateos, que ya era abogado, pero que seguía teniendo, como hasta hoy, el carácter estudiantil ligero, epigramático y burlón, Rivera y Río, serio y enfático, se irritaba como un niño oyendo las carcajadas sonoras con que Juan respondía a sus sentencias lacónicas como un apotegma antiguo.

Terciaba siempre en tales disputas, dominándolas con su voz de trueno y su altiva figura dantoniana, Manuel Mateos, que a su turno traía siempre a mal traer al pobre Juan Díaz Covarrubias, que murmuraba con voz sentimental sus agudas respuestas. ¡Cosa singular! Aquellos dos jóvenes, el grande y hercúleo Manuel Mateos y el pequeño y pálido Juan Díaz Covarrubias, estaban siempre en discordia, y dos años después, debían morir juntos y abrazados en el cadalso de Tacubaya.

Alguna vez, habiéndonos hecho amigos en las galerías del Congreso de Miguel Cruz Aedo, el ilustrado escritor y valiente soldado jalisciense, lo trajimos también a nuestro corrillo de Letrán, y mientras estuvo en México, formó en nuestras filas y encontró en nosotros un auditorio entusiasta para sus artículos dignos de Camilo Desmoulíns y sus discursos dignos de Saint Just.

Aquel era el bello tiempo de los sueños de Libertad y de Poesía, de los propósitos generosos y de los juramentos revolucionarios que pronto iban a cumplirse, porque la guerra estaba allí para reclamar el cumplimiento de los votos juveniles.

Nuestro círculo, mitad político y mitad literario, se ensanchaba cada vez más, admitiendo nuevos adeptos del mismo Colegio de Letrán. Ya figuraban en él desde el principio, Alfredo Chavero, Emilio Velasco y Juan Doria; los dos primeros, laboriosísimos estudiantes; el tercero, reservado, pero vehemente liberal fronterizo que ya había tenido tres o cuatro riñas a causa de las discusiones de la Constitución. Pronto vino a incorporarsenos un joven a quien estaba reservada una gran celebridad poética.

Había entrado a principios de aquel mismo año de 1857, a cursar Filosofía en Letrán, como interno, un joven de diez y seis años, moreno, pálido, de grandes ojos negros, de abundante cabellera ensortijada y de aspecto triste y enfermizo.

Paseábase en las horas de estudio con sus compañeros, en el corredor de los filósofos, pero sin llevar el libro abierto en las manos, como los demás, ni recitando su lección en voz alta, sino con el libro constantemente cerrado y debajo del brazo, taciturno, con los ojos clavados en el suelo y siempre sumergido en hondas meditaciones. No estudiaba, nadie lo conocía, no buscaba amigos, no tomaba parte en los grupos charladores que se formaban en las horas de recreo, sino que durante ellas se encerraba en su cuarto y allí permanecía sentado indolentemente y siguiendo con mirada distraída las espirales de humo de su enorme pipa alemana. Decididamente aquel joven era un misántropo, tal vez un enamorado a quien encerraban por fuerza en el colegio para apartarlo de aventuras amorosas, tal vez un negligente o un soñador, víctima de grandes pesares o presa de recuerdos palpitantes todavía. 

Los curiosos pronto lo asediaron. En el colegio es difícil que se mantenga por mucho tiempo un caracter envuelto en el misterio, y la juventud es eminentemente expansiva y confidente.

A pocos días se supo que el joven misántropo era nativo del Estado de Puebla y que hacía versos, versos de amor melancólicos y apasionados. Como era natural, esta noticia se comunicó inmediatamente a nuestro centro literario; el joven me fue presentado por sus amigos y yo lo presenté a los míos, quienes lo recibieron con afecto fraternal, que se aumentó cuando le oyeron recitar con modestia, que llegaba hasta la timidez, sus enamoradas elegías.

Aquel poeta soñador y ardiente era Manuel Flores.

Desde entonces fuimos amigos; desde entonces comenzamos a gustar de esa poesía intensa y embriagadora que rebosan sus versos, como rebosan los aromas en las flores de los bosques tropicales. Había en esos cantos juveniles, suspiros apasionados y quejas audaces que nos causaban extrañeza. Eran los rumores vagos que anunciaban la erupción próxima de un volcan de amor y de poesía!

Marcos Arróniz acababa de morir. Este joven lo sustituía al punto en la poesía elegiaca.

Como aquel, estaba devorado por ese malestar indefinible, por esas aspiraciones al ideal que no se alcanza, por esa ansia de amor insaciable y por esa melancolía ingénita que se llamó en Europa, en otro tiempo, el mal de Werther.

Pero Flores no tenía el espíritu nebuloso de Arróniz, que parecía perdido siempre entre las brumas del Norte, y la filosofía escéptica de Byron. En los versos del joven poeta erótico, no se sentían. aquellos dejos de amarga duda que producen la fiebre en Manfredo y el sarcasmo envenenado en los labios de Don Juan. No; en ellos corría la savia fecunda de la fe y del amor, a veces en la forma más sensual. Era la pasión despertándose poderosa y exigente en un corazón virgen. Los gemidos del desengaño vinieron después, y del corazón de Flores puede decirse con Enrique Gil:

¡Ay del corazón del niño
Que se abrió sin vacilar,
Sin reserva y sin aliño,
Pidiendo al mundo cariño
Y no lo pudo encontrar!

En Flores, la tristeza de entonces era el crepúsculo matinal de la vida; la tristeza de Arróniz era una sombra de la tarde. En aquél, presentimiento quizá de los dolores del alma; en el último, la hez acre de los desengaños.

Así comenzó Flores su existencia poética. Por lo demas, cuando no escribía o conversaba con nosotros, volvía a encerrarse en su silencio y se paseaba meditabundo, de modo que podía describirse él mismo, como Víctor Hugo a los diez y seis años. 

«Moi seize ans et l’air morose.»

Y sin embargo de su indolencia y de que parecía no estudiar a ninguna hora, se presentaba a examen y salía bien.

Pasó el año de 1857, y a fines de él estalló la guerra civil en la ciudad de México, que se prolongó hasta Enero de 1858, en que la reacción triunfante quedó apoderada de la ciudad que había abandonado a sus garras Comonfort, por una serie de debilidades y de torpezas increíble.

Nuestro club, naturalmente, no volvió a reunirse, y trabajos tuvimos los estudiantes lateranos para sustraernos a la suspicacia de la policía. Todavía escribí yo, indignado, aquellos alejandrinos “Los Bandidos de la Cruz”, que eran muy malos, pero que en alas de la pasión de partido, volaron por toda la República, agitada entonces por los dos bandos. Manuel Flores, Juan Doria y otros diez estudiantes les hicieron su primera edición en la memoria, edición que sirvió para imprimirlos. Todavía Florencio del Castillo vino a leernos algunos folletos incendiarios, y Juan Díaz Covarrubias algunas estrofas que circulaban en los colegios; todavía Manuel Mateos y yo, escribimos una tarde, en los bordes de la fuente de Letrán, los atroces dísticos contra el Gobierno reaccionario; todavía nos vimos alguna vez reunidos en algunos cuartos de la Escuela de Medicina o del Colegio de Minería, que eran focos de conspiración en que mantenían el fuego revolucionario Francisco Prieto (hijo de Guillermo); Mariano Degollado (hijo de D. Santos); Ignacio Arriaga (hijo de Ponciano); Juan Díaz Covarrubias y Juan Mirafuentes.

Pero se acabaron las reuniones : Miguel Cruz Aedo había volado a Guadalajara, en donde él precisamente salvó a Juárez de ser asesinado por los militares amotinados en favor de la reacción; Florencio del Castillo había sido desterrado de México por el Gobierno reaccionario; Manuel Mateos fue a unirse al ejército liberal; Juan Mateos y Rivera y Río se ocultaron o fueron presos. Sólo quedamos los demás, conspirando, escribiendo hojas liberales que se imprimían por estudiantes en una imprenta clandestina, o entreteniendo nuestra impaciencia política con el estudio de la Literatura.

Flores, Velasco, Chavero, Doria y yo, pasabamos así el tiempo. Yo era entonces catedrático de Letrán y explicaba los clásicos latinos a Manuel Olaguibel, Juan Govantes, Diódoro Contreras, Manuel. Lares, Manuel Ticó, V. Canalizo, Pedro Miranda, Emilio Monroy y otros, hoy abogados, médicos, diputados, jueces, y entonces muchachos de catorce años.

Entre aquellos clásicos había uno que no era de texto, pero que yo amaba y amo mucho todavía: Tíbulo, el tierno Tíbulo, el juez de los versos de Horacio:

« Albi, nostrorum sermonuri candide judex, »

cuyas elegías eran mi encanto. Entonces comenzaba yo la traducción de todas ellas, que esta es la hora en que no concluyo todavía, pero que publicaré un día de estos, con gran sorpresa de los que me creen tardío.

Pues bien: leyendo y releyendo, saboreando y paladeando el suave y puro latín de este poeta del siglo de oro, como si paladeara una anfora de Sécubo o de Falerno, me sorprendí muchas veces de encontrar en las apasionadas elegías del cantor de Delia, la misma ternura, el mismo fuego, el mismo acento sensual que hacían tan atractivas las poesías de Flores.

Y le comuniqué mi opinión sobre la extraña semejanza que encontraba entre su genio poético y el del poeta romano.

Él se sonrió mortificado por la modestia. No conocía a Tíbulo. Era un Tíbulo americano, inconsciente de su semejanza con aquel autor de las penas amorosas. Era de la familia, sentía, amaba y cantaba como él, pero no conocía a su deudo de la antigua Roma. 

Yo no sé si lo ha conocido después, pero supongo que no lo necesitaba. Tenía una organización igual, una alma poética y triste, un caracter taciturno y propio para errar meditando entre las selvas.

« tacitum silvas Ínter reptare salubres Curantem »

mucha savia juvenil, un anhelo infinito de amar y ser amado, un corazón de fuego y muchas Delias en la sonrosada nube de sus sueños.

Pero aquel estado de lúgubre sopor en que vivíamos le fue insoportable al fin. El colegio era para él una cárcel, la falta de libertad política que se respiraba entonces hasta en la atmósfera, lo asfixiaba; su alma joven y ardiente aleteaba en busca de espacio, de aire y de luz en aquella jaula, y al fin, dejó el colegio en 1859 y se fue a vivir la vida del bohemio libre, sin obligaciones, sin recursos, pero sin inquietudes y sin trabas.

A poco dos negros ojos andaluces, que fascinaban y embriagaban, fueron los primeros que como dos soles disiparon por completo el crepúsculo de aquella vida juvenil.

Y no volvimos a vernos por entonces. También nosotros todos fuimos dispersados por la borrasca política. Manuel Mateos y Juan Díaz Covarrubias, habían sido asesinados en Tacubaya, el 11 de abril de 1859. La indignación, la furia se apoderó de todos sus amigos. Juan Doria partió para Nuevo León, Emilio Velasco para Tamaulipas, yo me fui al Sur. Todos nos volvimos combatientes o salimos al menos de esta repugnante y abrumadora atmósfera de tiranía que pesaba sobre México.

También Flores tuvo que salir pronto de ella; también él tomó parte en la política liberal, y tan pronto como se vio libre de los encantos de su Circe, fue a combatir en Puebla en la primera oportunidad. Defensor siempre de su patria y de sus ideas, con la pluma y con la acción, supo en la guerra de intervención cumplir con su deber como soldado, y a consecuencia de eso, no tardó en ser perseguido y preso en el Castillo de Perote, por orden del general francés De Thun, comandante de Puebla. Permaneció encerrado en las mazmorras de la vieja fortaleza con su hermano Luis, por espacio de cinco meses, hasta que salió para ser confinado en Jalapa. Después ha tenido una suerte varia, pero ha seguido firme en sus opiniones democráticas, y por ellas ha merecido venir dos veces a ocupar una curul en la Cámara de diputados de la Unión, de la que hoy es diputado suplente siendo propietario en la Legislatura de Morelos.

Pero ¡ay! ¡cuánto han cambiado los tiempos y cuanta tristeza causa recordar aquellos días de Letrán y aquel grupo querido a cuyo calor, como en un búcaro, nacieron las primeras Pasionarias!

¡Las tormentas políticas, la guerra, los pesares, el soplo mismo de la vida, han arrebatado ya del mundo a más de la mitad de aquellos entusiastas jóvenes que se reunían en un cuarto humilde de Letrán, soñando con la fama, la poesía y la gloria!

Marcos Arróniz, suicida o asesinado en 1857; Manuel Mateos y Juan Díaz Covarrubias, fusilados en Tacubaya en 1859; Florencio del Castillo, muerto del vómito en Ulúa, en donde lo habían encerrado los franceses en 1863; Miguel Cruz Aedo, asesinado en Durango en el año de 1860; Juan Doria, el heroico batallador del Cimatario en 1867, muerto del corazón, en 1870, y Mirafuentes, muerto en el Gobierno del Estado de México, en 1880. Sólo quedamos Juan Mateos, que ha llenado el teatro de piezas dramáticas, la prensa de novelas y poesías líricas y las cámaras con el acento de su voz de tribuno; Alfredo Chavero, que habiendo sido, como el anterior, poeta dramático y diputado, vive entregado a la Arqueología; Emilio Velasco, que es hoy ministro de México en París; José Rivera y Río, que después de haber publicado poesías, novelas y libros de texto, se ha hecho ermitaño desengañado y triste, como el médico de H. Arnaud, y por último, el que servía de lazo de unión de aquellos muchachos y que hoy escribe este largo prólogo para el Benjamín de aquella familia, que está vivo también, pero triste, abatido, casi ciego, sin esperanzas, abrumado por grandes dolores recientes que han despedazado su corazón, y que si arranca todavía sonidos dolorosos de su enlutada lira y canta, es solo

«Perché cantando il duol si disacerba,»

como dijo el Petrarca.

Edición y transcripciónpor Miguel Ángelde la Calleja López

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda