Isabel Prieto de Landázuri (1833-1876)

Isabel Prieto de Landázuri (1833-1876)

por Enrique de Olavarría y Ferrari (1844-1919)

Olavarría y Ferrari, Enrique de, El arte literario en México: noticias biográficas y críticas de sus más notables escritores. 2ª ed. Madrid: Espinosa y Bautista, ¿1878? pp. 167-191.

La señora doña Isabel Prieto de Landázuri – Sus obras

Seis años ha que marcábase indeleble en el libro de la historia de mi vida el más grande suceso de ella, pues a él debo la felicidad que en el pobre retiro de mis lares dulcifica las penas de mi alma y me enseña a esperar en Dios. 

Era un día del otoño de México, es decir, era un apacible día de aquella segunda primavera, durante la cual los árboles americanos si sacuden las hojas tostadas por el sol del estío de los trópicos, hácenlo sin más objeto que dejar en posesión de sus ramas a los renuevos que brotan al calor del templado sol del invierno mexicano. 

El cielo sonriente de aquella hermosa mañana lo era menos que la franca alegría con que los poetas de las veladas, y yo con ellos, reunidos por invitación de Ignacio M. Altamirano, disponían los ramilletes de flores que iban a rendir con su primer saludo a la más eminente de las poetisas mexicanas, la señora doña Isabel Prieto de Landázuri, que la tarde anterior había llegado a México con la madre y hermana de su esposo, don Pedro Landázuri, elegido diputado al Congreso general por el estado de su nacimiento. 

No pretendo escribir mi historia humilde al manifestar que de aquella entrevista primera nació mi inextinguible amistad con la poetisa y todos los suyos, y más tarde mi matrimonio con la hermana de Landázuri: lo único que pretendo es hacer patente a mis lectores la dificultad en que me hallo al verme precisado a ocuparme de la distinguida escritora a quien cuatro años hace llamo y quiero como hermana2 .

¿Cómo con tal carácter podré no parecer apasionado en los elogios que, partiendo de mi corazón, se disputan la punta de mi pluma para llenar este papel?

Bien sé que alguno podrá responderme: “vierte cuantos aplausos quieras con tal que puedas demostrar su justicia fundándolos en innegables méritos”.

Es verdad, y por consecuencia lógico: ya mi tarea es fácil: todo un pueblo ilustrado, el mexicano, me ha precedido y acompañará en el aplauso: él y yo tenemos la seguridad de que no tardarán en seguirnos mis lectores europeos. 

La vida de Isabel no es de aquellas que se prestan a descripciones biográficas. Como hija, esposa y madre, ha tenido tantos deberes que cumplir que no le ha llegado el tiempo para hacer de los dones de su suprema inteligencia motivo para tomar parte en cualquiera de tantas empresas como suele acometer el talento en sus relaciones con la sociedad. Sus mismas composiciones, retenidas por su fácil memoria según la improvisación les da forma poética, casi nunca han pasado al papel sino dictadas al que, siendo por relaciones de familia su próximo pariente, fue su esposo en 1865. 

Isabel nació en Alcázar de San Juan, en España, donde su llorado padre, don Sotero Prieto, natural de Panamá, casó con doña Isabel Vango; pero aún hallábase en su más temprana edad, cuando fue llevada a México por sus padres, establecidos de muchos años atrás en Guadalajara, capital del estado de Jalisco. Si no fue la luz de su esplendente cielo la primera que sus ojos miraron, sí fue, en cambio, la que iluminó los primeros días del libre ejercicio de su razón, y con tan bellos colores, que no dudó, diré en aceptarla, sino en amarla como la luz a la verdadera patria. Así, pues, Isabel pertenece a México como Alarcón y Colón pertenecen a España, como Séneca y Quintiliano pertenecen a Roma: México la llama su hija y como tal ama ella a México: para ello le dan derecho el haber sido aquel país la escena de sus triunfos, el santuario de sus amores, el templo de su maternidad, el lugar donde reposan los venerados restos de su idolatrado padre. Oídselo decir a ella misma: 

Hijo, la patria
es el santuario
do guarda intactas el corazón
esas reliquias 
de los recuerdos
que siempre al alma tan dulces son.
        Allí do vimos
la luz primera,
do nuestra infancia feliz pasó;
donde aun resuena
el tierno arrullo
que nuestra cuna blanda meció.
	Do los primeros
sueños de dicha
flores ciñeron a nuestra sien;
do de las penas
el primer dardo
nuestra alma virgen hirió también.
	Allí do afectos
santos, profundos,
tienen benditos, su eterno altar.
donde se calman
los males fieros,
al dulce fuego del dulce hogar. 
	Donde el follaje
del cementerio
sombra a sepulcros amados da
y en cada rosa
que orla la piedra
envuelta en llanto nuestra alma está. 

En cuanto a su vida, ya he dicho que se ha deslizado mansa y apacible, sin más penas que dos ciertamente muy grandes, cuáles son, la muerte de su amado padre y la de su segundo hijo; pero estos dolores, bien que supremamente terribles, son de aquellos que dejan un vacío irreparable en el alma, pero que no lastiman el corazón ni le convierten en descreído: por el contrario, ellos son lo que hacen más grande la necesidad de creer en una providencia, en un ser supremo que en otra vida, cualquiera que ella sea, volverá a unirnos con estos pedazos arrancados a nuestro amor por una ley natural que, lógica como todas cuantas tienen este carácter, no puede haber sido establecida para quebrar eternamente los lazos del amor recíproco en que se funda la armonía del universo entero y la más bella de las religiones, el cristianismo. No obstante, estas dos tremendas penas se han marcado profundamente en las composiciones de Isabel, y a ellas se refieren todos los tristes sonidos que de su lira regocijada siempre, suelen escaparse para ir a conmover la fibra simpática del lector. Dios conserve a éste y a mí también las caras prendas a que vengo refiriéndome. La vida venturosa de Isabel y sus penas las refiere del siguiente modo en una de sus composiciones, comprobando cuanto llevo dicho:

Yo he sido en este mundo tan dichosa
como hija, como madre y como esposa
    cuanto se puede ser;
si aún conservara el paternal cariño
fuera tan venturosa como el niño
    que acaba de nacer. 
Pero una tumba por mi mal avara
de una dicha completa me separa
    con su fúnebre cruz;
sobre todas mis bellas ilusiones
extienden de ese duelo los crespones
    su sombrío capuz…

En la vida de Isabel todo es natural y sencillo: sus mismos estudios, bastante profundos, puesto que aparte del castellano posee el italiano, el francés, el inglés y el alemán, son resultado de la vida de familia, y sin más profesores que su propio padre y su esposo, ambos notablemente instruidos. ¿Queréis saber de qué modo tenían lugar tales lecciones? Isabel va a referírnoslo por medio de una de sus composiciones, que repito son por sí mismas la sencilla historia de su vida sencilla: advertiré que la composición está dirigida a Víctor Hugo

Quisiera que en la noche sosegada,
al través del espacio tu mirada
    pudiera penetrar
cual genio fabuloso e invisible,
en el santuario dulce y apacible
de mi tranquilo hogar. 
En medio de ese cuadro de ventura
tan completa, tan íntima y tan pura
    que encontraras allí,
si un instante prestaras el oído
escucharas tal ve enternecido
    que se hablaba de ti.
Por la luz de la lámpara bañado,
ante un hombre en la mesa reclinado
     un libro abierto está…
Acércate, poeta, sin rüido,
un poco más… ¿el título has leído?
     ¿Le has conocido ya?
una mujer escucha conmovida
con su alma entera absorta, suspendida
     de la voz del lector:
mas de una vez de su emoción llevada
ha dejado su mano descuidada
     escapar la labor. 
Afuera el viento de diciembre helado
en los cristales del balcón cerrado
     bate en son desigual;
y un rayo de luna transparente
entra en el aposento dulcemente
     al través del cristal.
Absortos en la mágica lectura,
no escuchamos el viento que murmura
     con destemplado son;
ni la furiosa voz de la tormenta
pudiera distraer el alma atenta
     de tu bella canción.
si apurando el raudal de melodía
que exhala esa divina poesía
     nos pudieras mirar,
la expresión te dijera del semblante
lo que trémulo el labio y vacilante
     no te puede explicar.
vieras brillar dos húmedas miradas,
buscarse y encontrarse iluminadas
     de una viva emoción,
y en medio de un silencio reverente 
escucharas tal vez distintamente
     latir el corazón.

Pero el genio de Isabel es de aquellos que no pueden permanecer ocultos: su innata modestia no pudo luchar con la admiración entusiasta de sus amigos, y en 1850 vieron la luz por primera vez algunas composiciones de la poetisa, impresas en La aurora poética, pequeña colección de obras de escritores jaliscienses iniciada por don Pablo Villaseñor. 

Aquella publicación —dice el señor don José María Vigil— fue hecha sin conocimiento de su tierna autora, que lejos de buscar el ruido y de dejarse deslumbrar con el esplendor de la gloria, se avergonzaba y estremecía a la sola idea de que una mirada profana fuese a penetrar en el casto misterio de su retrete, leyendo aquellos versos que eran como los perfumes de una flor abierta en el silencio y en la sombra, destinados a no traspasar los límites de la atmósfera en que se habían producido. Así fue que tanto aquellas composiciones como algunas otras que de tarde en tarde se publicaron después, eran sustraídas por personas de su familia, no teniendo Isabel noticia de ello sino cuando le llegan impresas, acompañadas de elogios que la prensa periódica le tributaba a competencia. 

Pero una vez que el público supo apreciar los tamaños de la poetisa, la sed de deleitarse con sus obras no reconoció límites, y en vano la pertinacia con que la autora se oponía a la publicación de sus obras quiso contrarrestar esa sed. 

La filantropía con su dulce y conmovedora voz llamó a las puertas del retiro de la poetisa y la puerta se abrió. A esta virtud sublime debe las dos más resplandecientes fechas de su historia literaria: el 19 de diciembre de 1861 y el 21 de junio de 1872. La primera señala el estreno de la escritora como poetisa cómica con su obra Los dos son peores en el teatro de Guadalajara: la segunda marca también la primera presentación de la autora dramática en el primer teatro de la república, el Nacional de México, con su obra Un lirio entre zarzas. Entre ambas fueron solicitadas para el beneficio de los actores que las desempeñaron. 

 Un periódico de la época dice al dar cuenta del éxito entusiasta de Los dos son peores lo siguiente:

Entre las manifestaciones hechas a la joven autora, merece especial mención una medalla de oro magníficamente grabada, llevando este lema: A Isabel A. Prieto, la juventud estudiosa de Guadalajara; en el reverso mirase una lira y la fecha de 19 de diciembre, memorable en los anales de nuestra literatura.

Acerca de tan valioso obsequio dice Isabel: 

Esta medalla de sentido lema
que con tanta bondad me dedicaron
jóvenes y entusiastas corazones,
que con su tierna estimación me honraron
y en sus gratas sencillas expresiones
me declararon su afectuosa hermana,
será de hoy más mi adorno más preciado,
el más noble y más bello;
que aunque un día brillaran a mi cuello
cadenas de rubíes o diamantes,
ofuscara sus luces centelleantes
de esta medalla el fúlgido destello. 
Bella promesa de renombre y gloria,
cual si capaz de hallar de obtenerlas
la acepta agradecida el alma mía;
la querida memoria
de aquella noche luminosa encierra,
y por cuanto de hermoso hay en la tierra
este precioso don no cambiaría. 

En cuanto a la representación de Un lirio entre zarzas me limitaré a copiar los siguientes párrafos de un periódico de la capital, al dar cuenta del estreno: 

Con la misma respetuosa atención la lucida concurrencia siguió las primeras escenas del segundo acto, dejándose arrebatar por el interés creciente de la obra; pero al llegar a la penúltima escena, el público rompió en nutrido aplauso, que se multiplicó en la última, al grado de no permitir a los actores hacer escuchar los últimos versos de sus papeles. Descendió el telón y los aplausos continuaron con frenético entusiasmo: levantada de nuevo la cortina, la simpática y apreciada señorita Servín, con una corona en la mano derecha y en la izquierda el original de una magnífica improvisación del señor Monroy, saludó a la autora, y el público volvió a ensordecer el salón con sus bravos y palmadas. Otros actores leyeron varias poesías destinadas al mismo objeto, y una comisión del Liceo Hidalgo pasó al palco de la poetisa a entregarle la corona de laurel y encina inmarcesibles, tan dignos de honrar sus sienes… al final del tercer acto, el entusiasmo rayó en lo ilimitado, y el público, queriendo hacer a la poetisa objeto de una ovación, que ella es la primera señora que [la] ha logrado en México, pidió saludarla en el palco escénico; mucho tiempo transcurrió para que la eminente poetisa se atreviese a vencer su modestia, sólo comparable en lo grande a su talento; pero al fin los ruegos del público y las súplicas de sus amigos la obligaron a presentarse. Imagínense nuestros lectores el entusiasmo que causaría verla aparecer en las tablas, trémula de emoción, enferma de felicidad y dando la mano a su pequeño hijo… Este honor, aspiración la más ardiente, alimentada por cuantos se dedican a la literatura teatral, había sido, hasta el presente, consagrado sólo en nuestros teatros a los hombres. Al hacer objeto de él a una dama, el público mexicano ha venido a probar cuánto puede y sabe hacer por dar premio y aliento al genio que redunda en gloria del país. 

  De aquella corona habla Isabel en su composición titulada “Gratitud”, manifestando que hubiera debido

A las plantas de un genio soberano
la inmerecida ofrenda presentar; 

Añadiendo después en un arrebato de su corazón de hija y madre:

Pero llevada de mi afecto inmenso,
con ella quise en mi entusiasmo ardiente
ceñir de mi hijo la serena frente
la tumba santa de mi padre ornar. 

La misma hermosa idea aparece bajo distinta forma, pero con menor belleza, en la siguiente estrofa de la misma composición:

    ¡La gloria! En ese instante de entusiasmo
atravesó por la agitada mente
un pensamiento temerario, ardiente, 
que hizo latir con fuerza el corazón.
    Yo quiero un rayo de su luz divina,
que unido con la luz de mi cariño
bañe la sien purísima del niño
y de mi padre la postrer mansión.

Salvo en estas dos grandes ocasiones de su vida, Isabel ha consagrado los tesoros de su poesía a celebrar los goces de la familia, a pintar en encantadores cuadros esas deliciosas escenas del hogar en que nuestros hijos son los protagonistas. 

En uno de tantos momentos en que la suerte aflige al hombre pareciendo cerrarle el porvenir, Isabel mira triste a su esposo y, queriendo infudirle consuelo, fe, esperanza, le hace notar que:

Si es de males la vida una cadena,
si está su senda por doquiera llena
    de abrojos de dolor;
hay al menos un bien, hay un consuelo,
un dulce rayo de la luz del cielo,
    pues que existe el amor.
Dos corazones por su encanto unidos
oponen a los golpes repetidos
    de ruda adversidad,
el escudo de un mutuo sentimiento
que les presta valor, fuerza y aliento
   contra la tempestad. 

Confundiéndose con estas consoladoras frases escúchase una voz:

Es de un ángel de rubia cabellera,
de tez de lirio, risa placentera
     y labios de coral:
el sol bañando sus dorados rizos
circunda, deslumbrante, sus hechizos
     de aureola ideal.
¡En medio de ese marco luminoso
se destaca tan fresco y tan gracioso
    ese rostro infantil!
¡En su espontánea y cándida alegría
hay un encanto tal, tal poesía!
    ¡Tierno botón de abril!
¡Paye! ¡Maye! Su voz dulce murmura
y en su inquieta gozosa travesura, 
    nada hay seguro ya: 
colgándose a mi cuello en tiernos lazos,
pasando de mis brazos a tus brazos,
    del uno al otro va.
La ilusión, la esperanza y el contento
penetran a la vez al aposento
    con su alegre rumor;
su risa melodiosa y argentina
hace al ave cantar mientras se inclina
    sonriendo la flor. 

El bello cuadro descrito en las estrofas precedentes y completado en las que siguen, que buen trabajo me cuesta no copiar aquí, sólo es comparable al de que la juventud hace a su hijo en los siguientes versos de “La vuelta de las golondrinas”:

    Hijo: algún día
al soplo ardiente de la juventud,
entre mis blandas
tiernas caricias
sentirá tu alma viva inquietud.
    De mil ensueños
color de rosa
vendrá a buscarte fresco tropel,
y abandonado
mi seno amante
lejos, muy lejos, irás tras él.
   como a esas aves
de pardas alas
que abril arrastra detrás de sí,
la primavera
de tu existencia
ha de arrastrarte mi bien a ti.
   De otros afectos
la ardiente llama
el rayo vivo y abrasador, 
te harán lanzarte
a extraños climas
tras otros cielos… ¡tras otro amor!
   ¡Ay! a Dios plegue
que si el invierno
del desengaño te alcanza allí,
cual golondrina
que al nido vuelve,
tú, vida mía, vuelvas a mí.
   Mi amor inmenso
será el follaje
que abrigo y sombra te prestará;
será mi llanto
la clara ninfa 
que tus dolores mitigará.
   Serán mis besos
las frescas galas
con que abril torna prado y vergel;
será mi seno
tu blanco nido
que nunca toca mano cruel.

El niño responde a esas amargas confidencias de la madre con un rasgo encantador del amor filial, y concluye la tierna y melódica composición, un precioso epílogo que reasume la esencia del sentimiento que la dictó; dos golondrinas se detienen sobre el ramaje que sirve de dosel al grupo de la madre y el hijo,

Y alzan su canto
vivo y sonoro
con el que mezclan en blando son,
él, su argentina
risa inocente
ella, un suspiro del corazón. 

No sólo es en la susodicha composición donde Isabel toca con ternura infinita esos momentos terribles para una verdadera madre; en otra, dirigida a su hijo, dice:

Tal vez llegará un día en que las penas
empañarán las horas, hoy serenas,
    de tu vida feliz,
en que el soplo letal de los dolores
despojará de tu ilusión las flores
    de aroma y de matiz.
Plegue al cielo que entonces en tu duelo
puedas, hijo, cual hoy, paz y consuelo
   en mi seno encontrar;
¡Oh! Plegue a Dios que tu angustioso llanto
pueda yo, como hoy, mi dulce encanto
   con un beso enjugar. 

Como es natural, una madre que así ama a su hijo y que a la vez fue hija idólatra de su sentido padre, no puede esperar de aquel tierno niño cosa que no sea un amor igualmente inmenso. Así lo manifiesta Isabel en su composición magnífica “El ángel y el niño”. La escena tiene lugar durante la noche apacible del otoño; el niño duerme en su cuna y al lado de la madre: 

de súbito un celaje transparente
empañó el blanco rayo de la luna,
como empaña el cristal de la laguna
el soplo de la brisa matinal. 

¡Qué símil tan espléndido, tan delicado! Un ángel aparece, se inclina sobre la cuna y habla al niño: el celeste mensajero describe las amarguras, las penas, los tormentos mundanales; el niño contesta: 

Hermano, no comprendo tus palabras:
¿Qué llamas tú pesares y tormento?
¿Qué llamas tú sufrir? Feliz me siento.
     ¿Por qué me hablas así?
¿Por qué dices que males solamente
sólo males sin fin el mundo encierra?
Yo no puedo encontrar triste la tierra.
     ¿No está mi madre aquí?

El ángel insiste en desilusionar al niño de la vida, y trata de animarle a regresar con él al cielo: la contestación es grandiosa como el sentimiento que la inspira:

     … perdón, hermano mío,
yo no puedo sentir tu vivo anhelo,
aunque una dicha inmensa haya en el cielo.
     ¡No está mi madre allí!

Esta que oye la contestación besa a su hijo con tan supremo transporte que despierta: el niño lanza sus brazos al cuello de la madre y el ángel comienza su ascensión diciendo:

      Cumple, pues, la misión que has elegido,
una ley inmutable así lo ordena,
ese amor sacrosanto es la cadena
con que al mundo te liga el mismo Dios;
lazo que une dos almas desde el cielo
para que una en la otra confundidas,
más allá de la muerte, siempre unidas,
por una eternidad vivan las dos.
	Dijo, y lloroso desplegó las alas,
otra vez se inclinó sobre la cuna,
y en el pálido rayo de la luna
se elevó con graciosa languidez:
juntó el niño las manos sollozando
al ver al ángel elevar el vuelo…
¡Ay! exclamó, para olvidar el cielo
¡Oh, madre mía, bésame otra vez!

Para Isabel esta fantástica apoteosis de la atracción molecular del cariño, por así decir, no es más que el simple retrato de una firme creencia. En su encantadora composición “Una mariposa” tiene las siguientes octavas que lo prueban:

    Eres un alma que vuelve
de un mundo desconocido
llamada por el gemido
de otra alma que aquí dejó;
y entre la tierra y el cielo
por su esencia suspendida
busca la dicha en la vida
del cielo que abandonó.
    Por un recuerdo acosada
de más completa ventura,
hacia otra región más pura
intenta el vuelo elevar:
y por la voz cariñosa
hacia la tierra atraída,
el cielo de nuevo olvida
y vuelve al mundo a bajar. 
    Yo comprendo bien que un alma
se encuentre en el cielo inquieta
si por su mal incompleta
aquí dejó su mitad;
que para hacerla olvidarse
de ese irresistible anhelo
la felicidad del cielo
es débil felicidad.
    Mariposa, si es un sueño
extravagante esta idea,
al corazón que la crea
es dulce y consolador
pensar que puede la fuerza
de un sentimiento profundo
volver un alma a este mundo
en las alas de ese amor. 

La confirmación absoluta de lo que trato de probar podrá verla el lector en las siguientes estrofas de una composición de Isabel, escrita ocho años después que la precedente y dirigida a su tercer hijo: la pobre madre cree que en este vive el alma de su hija muerta en Veracruz en 1874, y cree oírle decir lo siguiente:

¿Recuerdas, tú me has dicho, madre mía,
aquel tremendo y espantoso día
    en que te abandoné?
Fue la orden del Señor, que me llamaba,
yo entre el cielo y mi madre vacilaba
    y al dejarte lloré.
Tras ese azul y esplendoroso velo
allá en mi patria primitiva, el cielo,
    suspiraba sin ti:
Tu inefable ternura me faltaba
y con húmedos ojos murmuraba
   ¡No está mi madre aquí!
Y el Señor, viendo tu dolor profundo, 
y que nada podía en este mundo
   tu pena mitigar,
dio a tus fervientes súplicas oído
y —vuelve, —dijo al fin compadecido, —
   esa angustia a calmar.
A ese valle de lágrimas, la tierra,
por segunda vez hoy te destierra
   de tu madre el amor…
la misión de los ángeles del cielo
es dar alivio del mortal al duelo,
  consolar el dolor. —
Y aquí estoy, madre, a consolar tu pena,
a hacer tu vida plácida y serena
  con mi dulce mirar,
a embellecer la senda en que caminas,
trocando en frescas flores las espinas
  de tu amargo pesar. 
Del triste llanto que del alma brota
en sus horas de angustias, cada gota
  una plegaria es:
yo las tuyas, ¡oh madre!, he recogido
y en mis alas de arcángel han subido
  del Señor a los pies. 
Aquí estoy, madre, tu dolor olvida;
si es un valle de lágrimas la vida,
  puede hacerse también
por un amor inmenso iluminada
de la dicha más pura la morada,
traslado del Edén.

Entre las poesías de Isabel no se encontrará una sola que sea libre expansión de la musa erótica: sus amores han vivido en el secreto de sus sentimientos privados, del mismo modo que el pesar por la muerte del padre: sin embargo, algunas chispas brillantes lucen de vez en cuando en algunos de sus versos, como no podía por menos de suceder

Desde que toda la dicha
que dulce la vida embriaga,
en unos ojos azules
halló satisfecha el alma.

En un bellísimo idilio titulado “La abuela”, en vano la ancianidad pretende alejar del amor a la juventud, pintándosele como una fuente de desgracias; la joven que ha oído decir a Fernando que “solo amar es vivir” asústase y tiembla y va a ceder:

Cuando descubre a Fernando
del arroyuelo en la orilla. 
…
No sé lo que diría
esa mirada anhelante,
mas de la niña el semblante
perdió la expresión sombría; 
volvió a su alma la alegría,
volvió a su faz el color
y con virginal candor
murmuró su acento blando:
¡Oh! Tiene razón Fernando.
Sí, lo que siento es amor. 

En otro no menos bello diálogo entre un hada y una niña, ésta teme a la edad juvenil, prefiere su infancia, pero su interlocutora intenta un último recurso diciéndole:

Calma, niña, ese dolor
tan injusto cual tenaz;
de tu indolencia y tu paz
te doy en cambio el amor.

El hada queda vencedora:

La niña tembló agitada
sonriendo entre su llanto,
y con indecible encanto
se arrojó en brazos del hada;
luego volviendo la faz
del mar azul a la orilla
vio la ligera barquilla
que se alejaba fugaz.

En aquella barquilla se alejaba su infancia.

Los goces de la familia, los encantos de la naturaleza; éstos son los grandes asuntos de las composiciones de Isabel; éste es el momento de ofrecer a mis lectores el siguiente trozo descriptivo del valle de México, creo que nadie se resistiría a tomarlo como acabado modelo:

Es una de esas húmedas mañanas
del nebuloso agosto, en que la yerba
en líquidos diamantes aún conserva
las huellas de nocturna tempestad,
en que brilla con vívidos destellos
el espeso follaje que rodea
el blanco campanario de la aldea,
en medio a esta tranquila soledad.
      Lejano se oye en el ameno prado
de la vaca el mugido placentero,
el gozoso balido del cordero
de la yerba aspirando el grato olor;
mientras al pie de un álamo frondoso
que hasta la tierra su ramaje inclina
contemplando el rebaño, se reclina
en su indolencia plácida el pastor. 
       Doquier se extiende en matizada alfombra
la humilde flor de la feraz llanura;
doquier viva y lustrosa su verdura
despliega el gemidor cañaveral;
y dominando la modesta torre,
de recuerdos históricos ornado
el Ajusco se ve, medio velado
de una nube en el pálido cendal.
…
       Y allá al lejos límpido horizonte,
en un cielo radioso y transparente,
hasta él llevando la nevada frente,
que parece el céfir acariciar,
el Popocatepetl y el Ixtlacihuatl
alzan su mole altiva y arrogante
bajo el ligero pabellón flotante
que les forman las nubes al pasar. 
       De su falda el azul denso contrasta
con el del cielo delicado y leve,
do su corona de argentada nieve
se destaca con gracia y con vigor.
Y cuando el sol al espirar las baña
de tibia luz con majestad suprema
arranca a esa magnífica diadema
Rayos de sobrehumano resplandor.
       Monarcas de la sierra y la llanura
que en las nubes hundís vuestra cabeza,
testimonio eternal de la grandeza
de la divina mano que os formó;
vosotros eleváis la mente inquieta
a regiones de luz y de armonía
do nunca la exaltada fantasía
como en estos instantes penetró.
       No sois el cuadro sosegado y dulce
de una dicha terrena y transitoria
humilde encierra su tranquila historia
que entre sus flores resbalando va;
no, como el faro que en la mar airada
su rumbo muestra a la barquilla incierta,
abrís al alma la celeste puerta
que le deja entrever un más allá. 

Como mis lectores habrán podido juzgar, al ocuparme de Isabel, la he considerado más como mujer que como poetisa. La culpa la tiene únicamente mi modo de ver con respecto a los talentos femeniles. No entraré a disputar si han hecho bien o mal escritoras de todas las naciones en dar a su genio dirección varonil. Yo prefiero contemplar en la poetisa a la mujer con toda la delicadeza de sentimientos propia del bello sexo, que le impide abarcar ciertos asuntos que a muchos poetas han hecho célebres y grandes. 

En cuanto a Isabel, si os encontráis en su presencia difícil os será descubrir a la escritora en sus sencillas maneras y conversación, aunque amena, natural: jamás os recitará una de sus composiciones, sin que vosotros hayáis llegado a creer que insististeis hasta ser molestos. Sin la sincera solicitud de sus amigos, quizá su propia patria ignoraría el talento de una de sus predilectas hijas. 

No obsta, sin embargo, mi modo de conducirme en este artículo para que los trozos que de sus composiciones he extraído no sean bastante bellos para probar con cuánta justicia escribió las líneas siguientes el distinguido literato don José María Vigil, que tanto ha contribuido con los consejos de su ciencia al desarrollo de las facultades intelectuales de la poetisa. 

Desde las primeras composiciones que escribió Isabel, fácil fue reconocer la superioridad de su genio: notable corrección de lenguaje, versificación rica, armoniosa, abundancia de imágenes, verdad de pensamiento, claridad y elegancia de estilo, y sobre todo, poderosa inspiración, eran dotes que revelaban desde luego, no sólo ese conjunto de circunstancias que constituyen al verdadero poeta, sino el buen gusto propio de un espíritu cultivado, que no se deja arrastrar por los vuelos de una fantasía caprichosa, ni descuida un solo detalle en todo lo que se refiere a la belleza de la forma. 

La extensión que este humilde estudio mío ha llegado a alcanzar insensiblemente, me impide presentar aquí modelos de sus obras dramáticas, en las que, según Vigil,

Se encuentra un argumento bien desarrollado, situaciones naturales, caracteres hábilmente trazados y un diálogo manejado con sumo desembarazo”. Sus dichas obras dramáticas llegan en la actualidad a catorce. 

Concluyo pues mi trabajo copiando todavía aquí un trozo de un artículo del tantas veces citado don José Vigil:

Cada elogio que Isabel recibe, cada muestra de distinción que se le hace, la avergüenzan y confunden como si se tratase de una gracia o de un favor inmerecido. Por el contrario, nadie es más dócil para oír los consejos de una sana crítica; porque para ella el arte es una especie de culto que está muy por encima de todas esas pequeñas pasiones que envenenan con frecuencia el alma de los que llevan a él las pueriles susceptibilidades de una vanidad exaltada.

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Algunos meses después de escritas las anteriores líneas, el 28 de septiembre de 1876 falleció en Hamburgo esta eminente poetisa, dejando en la literatura mexicana un vacío tan grande como el que queda en el corazón de aquellos que la hemos amado como ejemplar virtud, como singular ingenio. 

Mi pluma se siente incapaz de añadir una sola palabra a lo ya dicho. Mis sentimientos traicionarían a la imparcialidad.

Transcripción y edición Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda