Isabel Prieto de Landázuri (1833-1876)
por Enrique de Olavarría y Ferrari (1844-1919)
Olavarría y Ferrari, Enrique de, El arte literario en México: noticias biográficas y críticas de sus más notables escritores. 2ª ed. Madrid: Espinosa y Bautista, ¿1878? pp. 167-191.
La señora doña Isabel Prieto de Landázuri – Sus obras
Seis años ha que marcábase indeleble en el libro de la historia de mi vida el más grande suceso de ella, pues a él debo la felicidad que en el pobre retiro de mis lares dulcifica las penas de mi alma y me enseña a esperar en Dios.
Era un día del otoño de México, es decir, era un apacible día de aquella segunda primavera, durante la cual los árboles americanos si sacuden las hojas tostadas por el sol del estío de los trópicos, hácenlo sin más objeto que dejar en posesión de sus ramas a los renuevos que brotan al calor del templado sol del invierno mexicano.
El cielo sonriente de aquella hermosa mañana lo era menos que la franca alegría con que los poetas de las veladas, y yo con ellos, reunidos por invitación de Ignacio M. Altamirano, disponían los ramilletes de flores que iban a rendir con su primer saludo a la más eminente de las poetisas mexicanas, la señora doña Isabel Prieto de Landázuri, que la tarde anterior había llegado a México con la madre y hermana de su esposo, don Pedro Landázuri, elegido diputado al Congreso general por el estado de su nacimiento.
No pretendo escribir mi historia humilde al manifestar que de aquella entrevista primera nació mi inextinguible amistad con la poetisa y todos los suyos, y más tarde mi matrimonio con la hermana de Landázuri: lo único que pretendo es hacer patente a mis lectores la dificultad en que me hallo al verme precisado a ocuparme de la distinguida escritora a quien cuatro años hace llamo y quiero como hermana2 .
¿Cómo con tal carácter podré no parecer apasionado en los elogios que, partiendo de mi corazón, se disputan la punta de mi pluma para llenar este papel?
Bien sé que alguno podrá responderme: “vierte cuantos aplausos quieras con tal que puedas demostrar su justicia fundándolos en innegables méritos”.
Es verdad, y por consecuencia lógico: ya mi tarea es fácil: todo un pueblo ilustrado, el mexicano, me ha precedido y acompañará en el aplauso: él y yo tenemos la seguridad de que no tardarán en seguirnos mis lectores europeos.
La vida de Isabel no es de aquellas que se prestan a descripciones biográficas. Como hija, esposa y madre, ha tenido tantos deberes que cumplir que no le ha llegado el tiempo para hacer de los dones de su suprema inteligencia motivo para tomar parte en cualquiera de tantas empresas como suele acometer el talento en sus relaciones con la sociedad. Sus mismas composiciones, retenidas por su fácil memoria según la improvisación les da forma poética, casi nunca han pasado al papel sino dictadas al que, siendo por relaciones de familia su próximo pariente, fue su esposo en 1865.
Isabel nació en Alcázar de San Juan, en España, donde su llorado padre, don Sotero Prieto, natural de Panamá, casó con doña Isabel Vango; pero aún hallábase en su más temprana edad, cuando fue llevada a México por sus padres, establecidos de muchos años atrás en Guadalajara, capital del estado de Jalisco. Si no fue la luz de su esplendente cielo la primera que sus ojos miraron, sí fue, en cambio, la que iluminó los primeros días del libre ejercicio de su razón, y con tan bellos colores, que no dudó, diré en aceptarla, sino en amarla como la luz a la verdadera patria. Así, pues, Isabel pertenece a México como Alarcón y Colón pertenecen a España, como Séneca y Quintiliano pertenecen a Roma: México la llama su hija y como tal ama ella a México: para ello le dan derecho el haber sido aquel país la escena de sus triunfos, el santuario de sus amores, el templo de su maternidad, el lugar donde reposan los venerados restos de su idolatrado padre. Oídselo decir a ella misma:
Hijo, la patria es el santuario do guarda intactas el corazón esas reliquias de los recuerdos que siempre al alma tan dulces son. Allí do vimos la luz primera, do nuestra infancia feliz pasó; donde aun resuena el tierno arrullo que nuestra cuna blanda meció. Do los primeros sueños de dicha flores ciñeron a nuestra sien; do de las penas el primer dardo nuestra alma virgen hirió también. Allí do afectos santos, profundos, tienen benditos, su eterno altar. donde se calman los males fieros, al dulce fuego del dulce hogar. Donde el follaje del cementerio sombra a sepulcros amados da y en cada rosa que orla la piedra envuelta en llanto nuestra alma está.
En cuanto a su vida, ya he dicho que se ha deslizado mansa y apacible, sin más penas que dos ciertamente muy grandes, cuáles son, la muerte de su amado padre y la de su segundo hijo; pero estos dolores, bien que supremamente terribles, son de aquellos que dejan un vacío irreparable en el alma, pero que no lastiman el corazón ni le convierten en descreído: por el contrario, ellos son lo que hacen más grande la necesidad de creer en una providencia, en un ser supremo que en otra vida, cualquiera que ella sea, volverá a unirnos con estos pedazos arrancados a nuestro amor por una ley natural que, lógica como todas cuantas tienen este carácter, no puede haber sido establecida para quebrar eternamente los lazos del amor recíproco en que se funda la armonía del universo entero y la más bella de las religiones, el cristianismo. No obstante, estas dos tremendas penas se han marcado profundamente en las composiciones de Isabel, y a ellas se refieren todos los tristes sonidos que de su lira regocijada siempre, suelen escaparse para ir a conmover la fibra simpática del lector. Dios conserve a éste y a mí también las caras prendas a que vengo refiriéndome. La vida venturosa de Isabel y sus penas las refiere del siguiente modo en una de sus composiciones, comprobando cuanto llevo dicho:
Yo he sido en este mundo tan dichosa como hija, como madre y como esposa cuanto se puede ser; si aún conservara el paternal cariño fuera tan venturosa como el niño que acaba de nacer. Pero una tumba por mi mal avara de una dicha completa me separa con su fúnebre cruz; sobre todas mis bellas ilusiones extienden de ese duelo los crespones su sombrío capuz…
En la vida de Isabel todo es natural y sencillo: sus mismos estudios, bastante profundos, puesto que aparte del castellano posee el italiano, el francés, el inglés y el alemán, son resultado de la vida de familia, y sin más profesores que su propio padre y su esposo, ambos notablemente instruidos. ¿Queréis saber de qué modo tenían lugar tales lecciones? Isabel va a referírnoslo por medio de una de sus composiciones, que repito son por sí mismas la sencilla historia de su vida sencilla: advertiré que la composición está dirigida a Víctor Hugo:
Quisiera que en la noche sosegada, al través del espacio tu mirada pudiera penetrar cual genio fabuloso e invisible, en el santuario dulce y apacible de mi tranquilo hogar. En medio de ese cuadro de ventura tan completa, tan íntima y tan pura que encontraras allí, si un instante prestaras el oído escucharas tal ve enternecido que se hablaba de ti. Por la luz de la lámpara bañado, ante un hombre en la mesa reclinado un libro abierto está… Acércate, poeta, sin rüido, un poco más… ¿el título has leído? ¿Le has conocido ya? una mujer escucha conmovida con su alma entera absorta, suspendida de la voz del lector: mas de una vez de su emoción llevada ha dejado su mano descuidada escapar la labor. Afuera el viento de diciembre helado en los cristales del balcón cerrado bate en son desigual; y un rayo de luna transparente entra en el aposento dulcemente al través del cristal. Absortos en la mágica lectura, no escuchamos el viento que murmura con destemplado son; ni la furiosa voz de la tormenta pudiera distraer el alma atenta de tu bella canción. si apurando el raudal de melodía que exhala esa divina poesía nos pudieras mirar, la expresión te dijera del semblante lo que trémulo el labio y vacilante no te puede explicar. vieras brillar dos húmedas miradas, buscarse y encontrarse iluminadas de una viva emoción, y en medio de un silencio reverente escucharas tal vez distintamente latir el corazón.
Pero el genio de Isabel es de aquellos que no pueden permanecer ocultos: su innata modestia no pudo luchar con la admiración entusiasta de sus amigos, y en 1850 vieron la luz por primera vez algunas composiciones de la poetisa, impresas en La aurora poética, pequeña colección de obras de escritores jaliscienses iniciada por don Pablo Villaseñor.
Aquella publicación —dice el señor don José María Vigil— fue hecha sin conocimiento de su tierna autora, que lejos de buscar el ruido y de dejarse deslumbrar con el esplendor de la gloria, se avergonzaba y estremecía a la sola idea de que una mirada profana fuese a penetrar en el casto misterio de su retrete, leyendo aquellos versos que eran como los perfumes de una flor abierta en el silencio y en la sombra, destinados a no traspasar los límites de la atmósfera en que se habían producido. Así fue que tanto aquellas composiciones como algunas otras que de tarde en tarde se publicaron después, eran sustraídas por personas de su familia, no teniendo Isabel noticia de ello sino cuando le llegan impresas, acompañadas de elogios que la prensa periódica le tributaba a competencia.
Pero una vez que el público supo apreciar los tamaños de la poetisa, la sed de deleitarse con sus obras no reconoció límites, y en vano la pertinacia con que la autora se oponía a la publicación de sus obras quiso contrarrestar esa sed.
La filantropía con su dulce y conmovedora voz llamó a las puertas del retiro de la poetisa y la puerta se abrió. A esta virtud sublime debe las dos más resplandecientes fechas de su historia literaria: el 19 de diciembre de 1861 y el 21 de junio de 1872. La primera señala el estreno de la escritora como poetisa cómica con su obra Los dos son peores en el teatro de Guadalajara: la segunda marca también la primera presentación de la autora dramática en el primer teatro de la república, el Nacional de México, con su obra Un lirio entre zarzas. Entre ambas fueron solicitadas para el beneficio de los actores que las desempeñaron.
Un periódico de la época dice al dar cuenta del éxito entusiasta de Los dos son peores lo siguiente:
Entre las manifestaciones hechas a la joven autora, merece especial mención una medalla de oro magníficamente grabada, llevando este lema: A Isabel A. Prieto, la juventud estudiosa de Guadalajara; en el reverso mirase una lira y la fecha de 19 de diciembre, memorable en los anales de nuestra literatura.
Acerca de tan valioso obsequio dice Isabel:
Esta medalla de sentido lema que con tanta bondad me dedicaron jóvenes y entusiastas corazones, que con su tierna estimación me honraron y en sus gratas sencillas expresiones me declararon su afectuosa hermana, será de hoy más mi adorno más preciado, el más noble y más bello; que aunque un día brillaran a mi cuello cadenas de rubíes o diamantes, ofuscara sus luces centelleantes de esta medalla el fúlgido destello. Bella promesa de renombre y gloria, cual si capaz de hallar de obtenerlas la acepta agradecida el alma mía; la querida memoria de aquella noche luminosa encierra, y por cuanto de hermoso hay en la tierra este precioso don no cambiaría.
En cuanto a la representación de Un lirio entre zarzas me limitaré a copiar los siguientes párrafos de un periódico de la capital, al dar cuenta del estreno:
Con la misma respetuosa atención la lucida concurrencia siguió las primeras escenas del segundo acto, dejándose arrebatar por el interés creciente de la obra; pero al llegar a la penúltima escena, el público rompió en nutrido aplauso, que se multiplicó en la última, al grado de no permitir a los actores hacer escuchar los últimos versos de sus papeles. Descendió el telón y los aplausos continuaron con frenético entusiasmo: levantada de nuevo la cortina, la simpática y apreciada señorita Servín, con una corona en la mano derecha y en la izquierda el original de una magnífica improvisación del señor Monroy, saludó a la autora, y el público volvió a ensordecer el salón con sus bravos y palmadas. Otros actores leyeron varias poesías destinadas al mismo objeto, y una comisión del Liceo Hidalgo pasó al palco de la poetisa a entregarle la corona de laurel y encina inmarcesibles, tan dignos de honrar sus sienes… al final del tercer acto, el entusiasmo rayó en lo ilimitado, y el público, queriendo hacer a la poetisa objeto de una ovación, que ella es la primera señora que [la] ha logrado en México, pidió saludarla en el palco escénico; mucho tiempo transcurrió para que la eminente poetisa se atreviese a vencer su modestia, sólo comparable en lo grande a su talento; pero al fin los ruegos del público y las súplicas de sus amigos la obligaron a presentarse. Imagínense nuestros lectores el entusiasmo que causaría verla aparecer en las tablas, trémula de emoción, enferma de felicidad y dando la mano a su pequeño hijo… Este honor, aspiración la más ardiente, alimentada por cuantos se dedican a la literatura teatral, había sido, hasta el presente, consagrado sólo en nuestros teatros a los hombres. Al hacer objeto de él a una dama, el público mexicano ha venido a probar cuánto puede y sabe hacer por dar premio y aliento al genio que redunda en gloria del país.
De aquella corona habla Isabel en su composición titulada “Gratitud”, manifestando que hubiera debido
A las plantas de un genio soberano la inmerecida ofrenda presentar;
Añadiendo después en un arrebato de su corazón de hija y madre:
Pero llevada de mi afecto inmenso, con ella quise en mi entusiasmo ardiente ceñir de mi hijo la serena frente la tumba santa de mi padre ornar.
La misma hermosa idea aparece bajo distinta forma, pero con menor belleza, en la siguiente estrofa de la misma composición:
¡La gloria! En ese instante de entusiasmo atravesó por la agitada mente un pensamiento temerario, ardiente, que hizo latir con fuerza el corazón. Yo quiero un rayo de su luz divina, que unido con la luz de mi cariño bañe la sien purísima del niño y de mi padre la postrer mansión.
Salvo en estas dos grandes ocasiones de su vida, Isabel ha consagrado los tesoros de su poesía a celebrar los goces de la familia, a pintar en encantadores cuadros esas deliciosas escenas del hogar en que nuestros hijos son los protagonistas.
En uno de tantos momentos en que la suerte aflige al hombre pareciendo cerrarle el porvenir, Isabel mira triste a su esposo y, queriendo infudirle consuelo, fe, esperanza, le hace notar que:
Si es de males la vida una cadena, si está su senda por doquiera llena de abrojos de dolor; hay al menos un bien, hay un consuelo, un dulce rayo de la luz del cielo, pues que existe el amor. Dos corazones por su encanto unidos oponen a los golpes repetidos de ruda adversidad, el escudo de un mutuo sentimiento que les presta valor, fuerza y aliento contra la tempestad.
Confundiéndose con estas consoladoras frases escúchase una voz:
Es de un ángel de rubia cabellera, de tez de lirio, risa placentera y labios de coral: el sol bañando sus dorados rizos circunda, deslumbrante, sus hechizos de aureola ideal. ¡En medio de ese marco luminoso se destaca tan fresco y tan gracioso ese rostro infantil! ¡En su espontánea y cándida alegría hay un encanto tal, tal poesía! ¡Tierno botón de abril! ¡Paye! ¡Maye! Su voz dulce murmura y en su inquieta gozosa travesura, nada hay seguro ya: colgándose a mi cuello en tiernos lazos, pasando de mis brazos a tus brazos, del uno al otro va. La ilusión, la esperanza y el contento penetran a la vez al aposento con su alegre rumor; su risa melodiosa y argentina hace al ave cantar mientras se inclina sonriendo la flor.
El bello cuadro descrito en las estrofas precedentes y completado en las que siguen, que buen trabajo me cuesta no copiar aquí, sólo es comparable al de que la juventud hace a su hijo en los siguientes versos de “La vuelta de las golondrinas”:
Hijo: algún día al soplo ardiente de la juventud, entre mis blandas tiernas caricias sentirá tu alma viva inquietud. De mil ensueños color de rosa vendrá a buscarte fresco tropel, y abandonado mi seno amante lejos, muy lejos, irás tras él. como a esas aves de pardas alas que abril arrastra detrás de sí, la primavera de tu existencia ha de arrastrarte mi bien a ti. De otros afectos la ardiente llama el rayo vivo y abrasador, te harán lanzarte a extraños climas tras otros cielos… ¡tras otro amor! ¡Ay! a Dios plegue que si el invierno del desengaño te alcanza allí, cual golondrina que al nido vuelve, tú, vida mía, vuelvas a mí. Mi amor inmenso será el follaje que abrigo y sombra te prestará; será mi llanto la clara ninfa que tus dolores mitigará. Serán mis besos las frescas galas con que abril torna prado y vergel; será mi seno tu blanco nido que nunca toca mano cruel.
El niño responde a esas amargas confidencias de la madre con un rasgo encantador del amor filial, y concluye la tierna y melódica composición, un precioso epílogo que reasume la esencia del sentimiento que la dictó; dos golondrinas se detienen sobre el ramaje que sirve de dosel al grupo de la madre y el hijo,
Y alzan su canto vivo y sonoro con el que mezclan en blando son, él, su argentina risa inocente ella, un suspiro del corazón.
No sólo es en la susodicha composición donde Isabel toca con ternura infinita esos momentos terribles para una verdadera madre; en otra, dirigida a su hijo, dice:
Tal vez llegará un día en que las penas empañarán las horas, hoy serenas, de tu vida feliz, en que el soplo letal de los dolores despojará de tu ilusión las flores de aroma y de matiz. Plegue al cielo que entonces en tu duelo puedas, hijo, cual hoy, paz y consuelo en mi seno encontrar; ¡Oh! Plegue a Dios que tu angustioso llanto pueda yo, como hoy, mi dulce encanto con un beso enjugar.
Como es natural, una madre que así ama a su hijo y que a la vez fue hija idólatra de su sentido padre, no puede esperar de aquel tierno niño cosa que no sea un amor igualmente inmenso. Así lo manifiesta Isabel en su composición magnífica “El ángel y el niño”. La escena tiene lugar durante la noche apacible del otoño; el niño duerme en su cuna y al lado de la madre:
de súbito un celaje transparente empañó el blanco rayo de la luna, como empaña el cristal de la laguna el soplo de la brisa matinal.
¡Qué símil tan espléndido, tan delicado! Un ángel aparece, se inclina sobre la cuna y habla al niño: el celeste mensajero describe las amarguras, las penas, los tormentos mundanales; el niño contesta:
Hermano, no comprendo tus palabras: ¿Qué llamas tú pesares y tormento? ¿Qué llamas tú sufrir? Feliz me siento. ¿Por qué me hablas así? ¿Por qué dices que males solamente sólo males sin fin el mundo encierra? Yo no puedo encontrar triste la tierra. ¿No está mi madre aquí?
El ángel insiste en desilusionar al niño de la vida, y trata de animarle a regresar con él al cielo: la contestación es grandiosa como el sentimiento que la inspira:
… perdón, hermano mío, yo no puedo sentir tu vivo anhelo, aunque una dicha inmensa haya en el cielo. ¡No está mi madre allí!
Esta que oye la contestación besa a su hijo con tan supremo transporte que despierta: el niño lanza sus brazos al cuello de la madre y el ángel comienza su ascensión diciendo:
Cumple, pues, la misión que has elegido, una ley inmutable así lo ordena, ese amor sacrosanto es la cadena con que al mundo te liga el mismo Dios; lazo que une dos almas desde el cielo para que una en la otra confundidas, más allá de la muerte, siempre unidas, por una eternidad vivan las dos. Dijo, y lloroso desplegó las alas, otra vez se inclinó sobre la cuna, y en el pálido rayo de la luna se elevó con graciosa languidez: juntó el niño las manos sollozando al ver al ángel elevar el vuelo… ¡Ay! exclamó, para olvidar el cielo ¡Oh, madre mía, bésame otra vez!
Para Isabel esta fantástica apoteosis de la atracción molecular del cariño, por así decir, no es más que el simple retrato de una firme creencia. En su encantadora composición “Una mariposa” tiene las siguientes octavas que lo prueban:
Eres un alma que vuelve de un mundo desconocido llamada por el gemido de otra alma que aquí dejó; y entre la tierra y el cielo por su esencia suspendida busca la dicha en la vida del cielo que abandonó. Por un recuerdo acosada de más completa ventura, hacia otra región más pura intenta el vuelo elevar: y por la voz cariñosa hacia la tierra atraída, el cielo de nuevo olvida y vuelve al mundo a bajar. Yo comprendo bien que un alma se encuentre en el cielo inquieta si por su mal incompleta aquí dejó su mitad; que para hacerla olvidarse de ese irresistible anhelo la felicidad del cielo es débil felicidad. Mariposa, si es un sueño extravagante esta idea, al corazón que la crea es dulce y consolador pensar que puede la fuerza de un sentimiento profundo volver un alma a este mundo en las alas de ese amor.
La confirmación absoluta de lo que trato de probar podrá verla el lector en las siguientes estrofas de una composición de Isabel, escrita ocho años después que la precedente y dirigida a su tercer hijo: la pobre madre cree que en este vive el alma de su hija muerta en Veracruz en 1874, y cree oírle decir lo siguiente:
¿Recuerdas, tú me has dicho, madre mía, aquel tremendo y espantoso día en que te abandoné? Fue la orden del Señor, que me llamaba, yo entre el cielo y mi madre vacilaba y al dejarte lloré. Tras ese azul y esplendoroso velo allá en mi patria primitiva, el cielo, suspiraba sin ti: Tu inefable ternura me faltaba y con húmedos ojos murmuraba ¡No está mi madre aquí! Y el Señor, viendo tu dolor profundo, y que nada podía en este mundo tu pena mitigar, dio a tus fervientes súplicas oído y —vuelve, —dijo al fin compadecido, — esa angustia a calmar. A ese valle de lágrimas, la tierra, por segunda vez hoy te destierra de tu madre el amor… la misión de los ángeles del cielo es dar alivio del mortal al duelo, consolar el dolor. — Y aquí estoy, madre, a consolar tu pena, a hacer tu vida plácida y serena con mi dulce mirar, a embellecer la senda en que caminas, trocando en frescas flores las espinas de tu amargo pesar. Del triste llanto que del alma brota en sus horas de angustias, cada gota una plegaria es: yo las tuyas, ¡oh madre!, he recogido y en mis alas de arcángel han subido del Señor a los pies. Aquí estoy, madre, tu dolor olvida; si es un valle de lágrimas la vida, puede hacerse también por un amor inmenso iluminada de la dicha más pura la morada, traslado del Edén.
Entre las poesías de Isabel no se encontrará una sola que sea libre expansión de la musa erótica: sus amores han vivido en el secreto de sus sentimientos privados, del mismo modo que el pesar por la muerte del padre: sin embargo, algunas chispas brillantes lucen de vez en cuando en algunos de sus versos, como no podía por menos de suceder
Desde que toda la dicha que dulce la vida embriaga, en unos ojos azules halló satisfecha el alma.
En un bellísimo idilio titulado “La abuela”, en vano la ancianidad pretende alejar del amor a la juventud, pintándosele como una fuente de desgracias; la joven que ha oído decir a Fernando que “solo amar es vivir” asústase y tiembla y va a ceder:
Cuando descubre a Fernando del arroyuelo en la orilla. … No sé lo que diría esa mirada anhelante, mas de la niña el semblante perdió la expresión sombría; volvió a su alma la alegría, volvió a su faz el color y con virginal candor murmuró su acento blando: ¡Oh! Tiene razón Fernando. Sí, lo que siento es amor.
En otro no menos bello diálogo entre un hada y una niña, ésta teme a la edad juvenil, prefiere su infancia, pero su interlocutora intenta un último recurso diciéndole:
Calma, niña, ese dolor tan injusto cual tenaz; de tu indolencia y tu paz te doy en cambio el amor.
El hada queda vencedora:
La niña tembló agitada sonriendo entre su llanto, y con indecible encanto se arrojó en brazos del hada; luego volviendo la faz del mar azul a la orilla vio la ligera barquilla que se alejaba fugaz.
En aquella barquilla se alejaba su infancia.
Los goces de la familia, los encantos de la naturaleza; éstos son los grandes asuntos de las composiciones de Isabel; éste es el momento de ofrecer a mis lectores el siguiente trozo descriptivo del valle de México, creo que nadie se resistiría a tomarlo como acabado modelo:
Es una de esas húmedas mañanas del nebuloso agosto, en que la yerba en líquidos diamantes aún conserva las huellas de nocturna tempestad, en que brilla con vívidos destellos el espeso follaje que rodea el blanco campanario de la aldea, en medio a esta tranquila soledad. Lejano se oye en el ameno prado de la vaca el mugido placentero, el gozoso balido del cordero de la yerba aspirando el grato olor; mientras al pie de un álamo frondoso que hasta la tierra su ramaje inclina contemplando el rebaño, se reclina en su indolencia plácida el pastor. Doquier se extiende en matizada alfombra la humilde flor de la feraz llanura; doquier viva y lustrosa su verdura despliega el gemidor cañaveral; y dominando la modesta torre, de recuerdos históricos ornado el Ajusco se ve, medio velado de una nube en el pálido cendal. … Y allá al lejos límpido horizonte, en un cielo radioso y transparente, hasta él llevando la nevada frente, que parece el céfir acariciar, el Popocatepetl y el Ixtlacihuatl alzan su mole altiva y arrogante bajo el ligero pabellón flotante que les forman las nubes al pasar. De su falda el azul denso contrasta con el del cielo delicado y leve, do su corona de argentada nieve se destaca con gracia y con vigor. Y cuando el sol al espirar las baña de tibia luz con majestad suprema arranca a esa magnífica diadema Rayos de sobrehumano resplandor. Monarcas de la sierra y la llanura que en las nubes hundís vuestra cabeza, testimonio eternal de la grandeza de la divina mano que os formó; vosotros eleváis la mente inquieta a regiones de luz y de armonía do nunca la exaltada fantasía como en estos instantes penetró. No sois el cuadro sosegado y dulce de una dicha terrena y transitoria humilde encierra su tranquila historia que entre sus flores resbalando va; no, como el faro que en la mar airada su rumbo muestra a la barquilla incierta, abrís al alma la celeste puerta que le deja entrever un más allá.
Como mis lectores habrán podido juzgar, al ocuparme de Isabel, la he considerado más como mujer que como poetisa. La culpa la tiene únicamente mi modo de ver con respecto a los talentos femeniles. No entraré a disputar si han hecho bien o mal escritoras de todas las naciones en dar a su genio dirección varonil. Yo prefiero contemplar en la poetisa a la mujer con toda la delicadeza de sentimientos propia del bello sexo, que le impide abarcar ciertos asuntos que a muchos poetas han hecho célebres y grandes.
En cuanto a Isabel, si os encontráis en su presencia difícil os será descubrir a la escritora en sus sencillas maneras y conversación, aunque amena, natural: jamás os recitará una de sus composiciones, sin que vosotros hayáis llegado a creer que insististeis hasta ser molestos. Sin la sincera solicitud de sus amigos, quizá su propia patria ignoraría el talento de una de sus predilectas hijas.
No obsta, sin embargo, mi modo de conducirme en este artículo para que los trozos que de sus composiciones he extraído no sean bastante bellos para probar con cuánta justicia escribió las líneas siguientes el distinguido literato don José María Vigil, que tanto ha contribuido con los consejos de su ciencia al desarrollo de las facultades intelectuales de la poetisa.
Desde las primeras composiciones que escribió Isabel, fácil fue reconocer la superioridad de su genio: notable corrección de lenguaje, versificación rica, armoniosa, abundancia de imágenes, verdad de pensamiento, claridad y elegancia de estilo, y sobre todo, poderosa inspiración, eran dotes que revelaban desde luego, no sólo ese conjunto de circunstancias que constituyen al verdadero poeta, sino el buen gusto propio de un espíritu cultivado, que no se deja arrastrar por los vuelos de una fantasía caprichosa, ni descuida un solo detalle en todo lo que se refiere a la belleza de la forma.
La extensión que este humilde estudio mío ha llegado a alcanzar insensiblemente, me impide presentar aquí modelos de sus obras dramáticas, en las que, según Vigil,
Se encuentra un argumento bien desarrollado, situaciones naturales, caracteres hábilmente trazados y un diálogo manejado con sumo desembarazo”. Sus dichas obras dramáticas llegan en la actualidad a catorce.
Concluyo pues mi trabajo copiando todavía aquí un trozo de un artículo del tantas veces citado don José Vigil:
Cada elogio que Isabel recibe, cada muestra de distinción que se le hace, la avergüenzan y confunden como si se tratase de una gracia o de un favor inmerecido. Por el contrario, nadie es más dócil para oír los consejos de una sana crítica; porque para ella el arte es una especie de culto que está muy por encima de todas esas pequeñas pasiones que envenenan con frecuencia el alma de los que llevan a él las pueriles susceptibilidades de una vanidad exaltada.
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Algunos meses después de escritas las anteriores líneas, el 28 de septiembre de 1876 falleció en Hamburgo esta eminente poetisa, dejando en la literatura mexicana un vacío tan grande como el que queda en el corazón de aquellos que la hemos amado como ejemplar virtud, como singular ingenio.
Mi pluma se siente incapaz de añadir una sola palabra a lo ya dicho. Mis sentimientos traicionarían a la imparcialidad.
Transcripción y edición Fernando A. Morales Orozco
Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda