Dolores Guerrero (1833-1858)

por Laureana Wright de Kleinhans

Dolores Guerrero

Biblioteca Nacional

Wright de Kleinhans, Laureana, “Dolores Guerrero”, en Violetas del Anáhuac, Año 1, Tomo 1, Núm. 13, 26 de febrero de 1888, pp. 145-147.

Esta tierna y espiritual poetisa, dulce flor del parnaso mexicano, nacida para amar y para sentir, vio la luz de la existencia en Durango, el 15 de septiembre de 1833. Su índole apacible, su docilidad, sus levantadas inclinaciones, todo reveló en ella desde sus primeros años la belleza de su alma y la claridad de su mente, donde fulguraba con radiantes reflejos la inspiración. Tórtola amante y sensible, su destino era llorar cantando, y a este destino se sometió, como tienen que someterse todos los que llevan en la frente el sacro numen de la poesía, todos los que van cruzando por las ásperas sinuosidades de la tierra, con las plantas cubiertas de abrojos y la cabeza coronada de estrellas. 

Contaba apenas diez y siete años, cuando su padre don Fernando Guerrero, persona muy distinguida y estimada en la sociedad duranguense, pasó a México con su familia, desempeñando el cargo de senador, para el cual acababa de ser electo. Poco tiempo necesitó la simpática joven, para ser generalmente querida y apreciada por un crecido número de amigos, entre los cuales figuraban varios de nuestros más conocidos poetas y literatos, como Zarco, González Bocanegra, Emilio Rey, Marcos Arróniz, Tovar, Juan Díaz Covarrubias, Luis G. Ortiz y Prieto, que fueron los que la animaron a cultivar literatura consiguiendo que les permitiese publicar sus primeras poesías, llenas de sentimiento y de pasión, pues todas ellas pertenecen al género erótico, y están consagradas casi en su totalidad a un mismo objeto; al objeto de un amor desgraciado que agotó su juventud y llenó de tristeza su corazón. Sencilla y franca, con todo el inocente candor de una alma virgen, derramó sus sentimientos íntimos en sus versos, retratando su ciega adoración cuando dice: 

A ti, joven de negra cabellera,
de tez morena y espaciosa frente,
de grandes ojos y mirada ardiente,
de labios encendidos de rubí;
de nobles formar y cabeza altiva,
de graciosa sonrisa y dulce acento,
de blancos dientes, perfumado aliento,
a ti te amo no más; no más a ti. 
te adora el corazón enternecido;
tú formas en mi vida transitoria
la divina esperanza de una gloria
que allá en un tiempo venturosa vi;
y cuando baje a solitaria tumba,
sucumbiendo por fin a mi tormento,
será mi última voz, mi último acento…
A ti te amo no más; no más a ti. 

Más aún que en la anterior composición, que puesta en música por los maestros Paniagua y Valle, se hizo popular entre la juventud de aquel tiempo, más aún, decimos, se revela en los siguientes sonetos el sufrimiento que devoraba su alma:

Mándame tu retrato

    Bien pronto ¡oh Lusi! La distancia impía,
y mi terrible suerte en sus antojos, 
la luz me roba de tus dulces ojos
donde la vida y el amor bebía.
    Mi planta vacilante ya sin guía
desgarrada cruzando irá entre abrojos;
¿quién más consolará ya mis enojos?
¿Quién calmará mi bárbara agonía?
    ¡Oh dulce bien! a quien adora el alma,
y a quien más adoré por más ingrato;
tú que alcanzaste de mi amor la palma,
    pues me priva la ausencia de tu trato,
en pago ¡ay Dios! De mi perdida calma
dale a una triste loca tu retrato. 

A tu retrato

    Aquí, por siempre aquí, sobre mi seno
para burlar a mi funesta estrella,
¡oh, imagen dulce, dolorosa y bella,
que de suspiros y de besos lleno!
    Acompaña mi cuerpo hasta el terreno
donde marque mi pie su última huella…
do recline mi sien, duerme con ella,
¡oh, corazón, de tu penar ya ajeno!
    Imagen de mi bien, hasta el retiro
donde me arrastre mi funesta suerte,
llorando te veré, cual hoy te miro;
    y cuando llegue la anhelada muerte,
a él enviaré mi postrimer suspiro,
y aun a ti te veré… ¡si puedo verte!

Los versos de la joven poetisa fueron recibidos con gran aplauso por la prensa y por la sociedad entera, sin que las alabanzas que constantemente recibía llegasen a despertar en ella la vanidad, ni a desvanecer la encantadora sencillez de su natural modestia, a pesar de que podría haber estado orgullosa de su mérito, pues además de sus cualidades morales e intelectuales, poseía una instrucción poco común en las mujeres de su época: conocía el francés y la música, y teniendo la desgracia de haber perdido a su madre, ella era desde niña, la directora de su casa, el ángel bueno del hogar. Oigamos lo que a este respecto dice el inspirado poeta Luis G. Ortiz, que tuvo la fortuna de tratarla:

La poetisa, que era también artista, tocaba el piano; y aunque no se distinguiese por una gran destreza, la dulzura, gusto y sentimiento exquisito con que ejecutaba, la hacían muy notable como aficionada. Aquella joven hacía sonreír o llorar al piano bajo la presión de sus manos; en cada uno de aquellos dedos parecía tener un corazón. Sus conocimientos en música no eran superficiales, y aun conservamos un vals que compuso ex profeso para dedicárnoslo. 

Lola no era una belleza, pero su gallarda estatura, sus graciosos movimientos, el fuego de sus oscuros ojos lánguidos, su cabello de un rubio oscuro y la dulce palidez de su semblante, formaban en ella un conjunto interesante y simpático que crecía con la aureola del talento que brillaba en su frente generalmente pensativa. Una mujer que cultivaba la música y la poesía, esas dos lindas gemelas hijas del cielo, era preciso que abrigase un alma apasionada, sensible, generosa y grande. Así era realmente, y aún hoy algunos de sus amigos la recordamos con orgullo y con sentimiento de melancólica ternura.

¡La poetisa amó y fue feliz!

¡Entonces cantó tierna y entusiasta como la enamorada golondrina de primavera, exhalando sus más íntimas armonías, y como la flor virginal los más dulces perfumes de su corazón, para enviarlos al cielo como un himno de agradecimiento! Entonces la niña enamorada suspiraba así:

Ven, mi vida, aquí te espero,
no te detengas, por Dios,
que sellar tu frente quiero
con un ósculo de amor.

¡La mujer sufrió un solo desengaño y fue desgraciada! Entonces lloró triste y amargamente, como la tórtola herida en la oscuridad de la selva, mandando sus ayes envueltos en suspiros, cual una plegaria que demandase una sola esperanza, algún consuelo; y la infeliz paloma arrullaba gimiendo y agobiada de tristeza: 

Perdió la vida para mí su encanto;
ya mi única esperanza está en el cielo;
quiero volar a él; tal es mi anhelo…
¡Qué triste es en el mundo vegetar!

¡Pobre cantora! Fue en efecto bien desgraciada, y nuestra mano se resiste a trazar la triste historia de una flor envenenada por la ingratitud, casi en la mañana de su vida. ¡Pero si el dolor la marchitó en la tierra, el beso de Dios ciñó en su frente virginal la aureola de la bienaventuranza eterna!

Desde la época de nuestra insigne monja sor Juana Inés de la Cruz, no tenemos idea, entre las poetisas mexicanas, hasta hoy, de otra superior a Lola Guerrero, por la verdad, la sencillez, sentimiento y ternura verdaderamente femeniles, que hacen deliciosas todas sus composiciones. Su modestia era igual a su mérito. 

Siendo muy joven, como dejamos dicho, no sólo hacía los santos oficios de un amadre tierna para con sus hermanos menores, a quienes educaba, sino que se la veía despachar la no escasa correspondencia de su padre. Y sin embargo, jamás se oyó a la virtuosa joven hacer alarde de una melosa ternura para con su familia, ni dar algún interés a los trabajos que le confiaba su padre; pues a ninguna de ambas cosas daba importancia. Comprendía que llenaba tan sólo sus deberes, y a su buen criterio repugnaba hacer una farsa que le produjese alguna usurpada estimación. Sin arte ni pretensiones era virtuosa, y cantaba, como el aura suspira y como el pájaro trina… habiendo dejado la capital por el año de 1852, tornó a su suelo natal, donde murió el 1º de marzo de 1858, víctima de una afección del corazón, cuando sólo contaba veinticinco años. 

Pocos días antes de su muerte. Lola Guerrero había estado a visitar la Ferrería, finca deliciosa, propiedad del señor don Juan N. Flores, inmediata a Durango. 

Nuestra poetisa gustaba extraordinariamente de visitar este lugar que hablaba a su corazón apasionado y a su imaginación poética y soñadora, con su apacible soledad y lo bello de sus paisajes; pues situada dicha finca en las fértiles y lindas márgenes del Navacoyán, bordado siempre de bellas arboledas y floridos jardines, presenta por donde quiera que se mire, sitios hermosos y pintorescos, llenos de encanto y de melancólica tristeza. 

En esa última visita hecha por nuestra poetisa a la Ferrería dijo al señor Flores:

Muy pronto debo morir, y desearía alcanzar el afecto de usted, que me concediera aquí en la capilla de su deliciosa finca, un pequeño lugar en que pueda dormir mi último y hermoso sueño…

El favor le fue concedido, realizándose que la pobre joven tenía razón y había presentido exactamente la proximidad de su triste y temprana muerte. 

Pocos días después las claras y sonoras ondas del Navacoyán y las auras olorosas de sus jardines arrullaban aquel sueño virginal y perfumaban el lecho triste y frío de la blanca y suspirosa paloma del tranquilo Guardiana.

Tal fue el fin de Dolores Guerrero; su corazón agitado por las profundas tempestades del dolor no pudo resistir por mucho tiempo a tan repetidos embates. Aquel ser soñador y noble, aquella perfumada sensitiva, víctima de sus elevados sentimientos, no buscó como Safo las encrespadas olas del océano para sumergir en ellas su vida y sus pesares: esperó sonriendo conforme y resignada, en el fondo de su querido hogar, a que otra voluntad más poderosa que la suya fuese a redimirla del penoso cautiverio que la oprimía, y se reclinó serena en los bienhechores brazos de la muerte a dormir su “último y hermoso sueño” terrenal, que hermoso debe haber sido como tienen que serlo siempre los sueños de los ángeles que, como ella, atraviesan cual aves de paso por la tierra para llegar a las regiones del eterno despertar.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda