Joaquín García Icazbalceta (1824-1894)

Joaquín García Icazbalceta (1824-1894)

Retrato de Joaquín García Icazbalceta, en La Ilustración Española y Americana 39 (6): 96, 15 de febrero de 1895.

por Joaquín Baranda (1840-1909)

Baranda, Joaquín, “Don Joaquín García Icazbalceta”, en Memorias de la Academia Mexicana correspondiente de la Real Española. Tomo Cuarto, México: Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, pp. 3-14.

El señor don Joaquín García Icazbalceta

Era el señor don Joaquín García Icazbalceta una personalidad que no cabe en los estrechos límites de la biografía, género de literatura que ha llegado a vulgarizarse hasta el extremo de haber perdido su antiguo prestigio y autoridad. 

Allá, en lejanos tiempos, se desprendían del cuadro general de los acontecimientos humanos las figuras prominentes que, personificando muchas veces determinados periodos históricos, demandaban aislado y concienzudo estudio. Entonces Plinio el joven escribía el Panegírico de Trajano, el más grande quizás de los emperadores romanos; y Suetonio las Vidas de los doce Césares; y Tácito, el inflexible Tácito que expurgó la historia de complacencias y adulaciones punibles, la vida de su suegro Agrícola, que en opinión autorizada puede reputarse como la mejor biografía que nos haya legado la antigüedad; y Plutarco hacía desfilar ante la posteridad, frente a frente, en competencia póstuma, a los personajes de Grecia y de Roma, redivivos por el poderoso ingenio del autor, engalanados con la vestidura de aquel estilo elocuente que se sobrepuso a la decadencia de su época. 

Corrieron los siglos, y esos próceres del clasicismo, dignos de especial remembranza, se fueron reproduciendo sin que tan legítima sucesión hubiese desmentido el lustre de su prosapia. 

La biografía fue el molde de bronce en que se vaciaban los grandes caracteres: después ha sido la elástica medida de cera que se ajusta dócilmente a las medianías y aun de las nulidades. Hoy la biografía es honra que no se niega a nadie; de aquí que haya dicho Gladstone

“las biografías, como los retratos de pincel, recorren una escala inmensa de valores: las superiores ocupan un puesto elevadísimo, y las inferiores, en que tan fecunda es nuestra época, descienden bajo cero”

A las superiores correspondería, sin duda, la del señor García Icazbalceta, si llegara a escribirse por quien para ello tenga tamaños de Tácito o Plutarco. Y no han faltado, ni faltan por cierto en nuestro país, felices imitadores del Plutarco español que hayan tenido o tengan esos tamaños, de lo que dan testimonio las biografías escritas por el mismo señor García Icazbalceta, que enriquecen la edición mexicana del Diccionario universal de historia y de geografía y las escritas por otros autores que no menciono, ya por ser bastante conocidos ya por no ofender la modestia de los que viven. 

Entretanto se escribe esa biografía, no debe improvisarse en materia de suyo delicada, que excluye la precipitación y exige madurez de juicio, criterio filosófico y sereno espíritu. 

No bastaría señalar las fechas del nacimiento y sensible muerte del señor García Icazbalceta: sería deficiente inventariar los inapreciables servicios que prestó a la ciencia, la historia, las letras, el arte y enumerar los actos verdaderamente evangélicos de su inagotable caridad. 

Merece, mucho más, el que tanta significación tuvo en nuestra incipiente labor intelectual. De niño prefirió el estudio a los juegos infantiles; de joven consagró a trabajos serios y trascendentales sus energías, que no quiso enervar en los entretenimientos naturales de la edad favorecidos por acomodada posición social, ni distraer en las por lo común frívolas primicias del sentimiento y la razón; en la edad madura produjo opimos y sazonados frutos conocidos y estimados por propios y extraños, aunque forzoso es decirlo, más por éstos que por aquéllos; en la ancianidad, que no exageró sus achaques sobre un organismo vigoroso que revelaba mens sana in corpore sano, prosiguió con no menor éxito y aliento en la doble brega emprendida, y cuando la muerte traidora y tímida y callada, como dijo inspirado poeta, le sorprendió de súbito, el señor García Icazbalceta escribía el Diccionario de provincialismos mexicanos, y lo escribía con fuerte pulso y gallardas letras, que no le era desconocida la caligrafía, como tampoco el arte tipográfico que le mereció acertado impulso y protección.

Hombre de ciencia y conciencia, jamás falseó los hechos ni los comentó bajo la influencia de una filosofía convencional, y hasta las pasiones quedaban subalternadas al firme propósito de no consignar sino aquello que pudiera ser comprobado después de severo análisis. Para vencer las graves dificultades que tal propósito traía consigo, buceaba en el inexplorado mar de nuestra antigua historia; y de allí, de las profundidades del Leteo, extraía sin omitir gastos y sacrificios, curiosos manuscritos que cual valiosas joyas esmaltan las doctas lucubraciones del modesto sabio. 

Sin tan diligente y perseverante labor no hubiera formado la Colección de documentos para la Historia de México y los Apuntes para un catálogo de escritores en lenguas indígenas de América, ni hallado, con plausible suerte, el perdido códice que contiene la Historia eclesiástica indiana de fray Mendieta, ni publicado la Conquista de la provincia de la Nueva Galicia y la Bibliografía mexicana del siglo XVI, de la que hizo escasa pero artística y lujosa edición, y los documentos para la Historia de México, y otras, y otras obras de indiscutible interés que constituyen no pequeña parte del acervo literario que nos legaron nuestros antepasados.

Retrato Fray Juan de Zumárraga, reprografía de 1959. Recuperada de la Mediateca del INAH.

Huyendo de incidir en el cargo de hacer inventario, me abstengo de especificar todo lo que escribió y publicó el señor García Icazbalceta; pero incurriría en inexcusable omisión si callara el estudio sobre fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, que si alguna de las obras del ilustre escritor ha de sobresalir, será en mi humilde concepto, la que acabo de citar, porque en ésta, más que en ninguna reveló sus admirables dotes, entre las que descuella inquebrantable rectitud. Ardua tarea, la de vindicar al obispo de las inculpaciones seculares de que había sido objeto y presentarlo tal como fue, introductor de la imprenta, fundador de escuelas, decidido apoyo de todo pensamiento que tendiera a mejorar la triste condición de la raza indígena, varón apostólico que sin dejar de pagar obligado tributo al crimen de su tiempo, atenuó su responsabilidad buscando en la instrucción y en el cultivo de las facultades morales un ilustrado y duradero elemento de conquista. Ardua empresa, repito, felizmente llevada a cabo con cuantioso caudal de conocimientos y laboriosidad, sin aventurar afirmación que no traiga aparejado el documento justificativo de su autenticidad. 

El Zumárraga, tanto por lo que dice, cuando por lo que no dice, es un título de gloria, una ejecutorio de honradez, un homenaje a la verdad rendido por el señor García, con la misma entereza que demostró el gran Quintana, en caso análogo, al trazar de mano maestra la vida del inmortal padre Las Casas

Holgarían los encomios al legado que dejó el señor García Icazbalceta a sus descendientes en la familia de las letras, porque siendo de notoria importancia, en vez de efímeros aplausos merece profunda meditación y estudio. No es de extrañar que haya dejado herencia de provechosa enseñanza el que durante su vida nunca fue avaro de sus tesoros, y con la misma facilidad con que abría su caja a los necesitados, abría su escogida biblioteca, su fecunda inteligencia y noble corazón a los que de consulta y consejo habían menester, prodigando entre ellos conocimientos a toda costa adquiridos y en ocasiones utilizados con punible silencio de su origen. Esto arrancó alguna vez amarga queja al señor García Icazbalceta, que endulzó agregando con su natural mesura: “Si una noticia es útil al mundo literario, poco importa que la disfrute en mi nombre o con otro. Hago esta advertencia únicamente para que se entienda que si digo algo publicado ya por otros, sin citarlo, no es que usurpe yo lo ajeno, sino que aprovecho lo mío”. Ha de haber encontrado, sin embargo, grata compensación al persuadirse de que escritores de gran valía y austera sinceridad como el ilustre historiador Orozco y Berra se ufanaran en publicar la cooperación que en todo sentido les había prestado. 

Temerario sería si me atreviera a calificar los trabajos del señor Icazbalceta; pero sin calificarlos, reconozco que constituyen un valioso contingente para los estudios históricos que hoy más que nunca tienden a ensancharse, fijándose de preferencia en este continente que tantos secretos guarda en su extenso y variado territorio. Los imponentes monumentos arqueológicos en que abunda permanecen mudos y guardan en su misterioso silencio los caracteres de las razas primitivas y quizás el origen de la humanidad desconocido aún del criterio científico, aunque fijado siglos ha por el sentimiento religioso. 

Antes y después de que autorizado naturalista observara que la planta vive, que el animal vive y siente, y que sólo el hombre vive, siente y piensa, ha venido discutiéndose la existencia de un reino humano que no comprenda más que un género único, el género hombre, teoría que ha alternado con la de los que sostienen la generación espontánea y la de los que estudiando el antropomorfo, clasifican al hombre considerándole como el producto de la evolución constante, indefinida y perfectible de la naturaleza, como el último resultado de sus múltiples transformaciones en el imperio orgánico. 

La historia ha señalado sus linderos infranqueables; empero el espíritu humano no se satisface y aspira a penetrar con la luz de la ciencia en ese pasado envuelto en densas tinieblas. El hombre, impaciente, se avergüenza de no conocer su origen y casi desdeña una civilización que ha sido impotente para ofrecerle la clave del enigma. Interroga a la tradición y la tradición no responde; consulta la piedra y los metales, que se encierran en invencible inercia, y el hombre, ansioso, más adivina que arranca revelaciones incompletas que apenas si bastan a caracterizar las primeras etapas del progreso humano. Avanza, no obstante, cual explorador audaz en ese mundo que lejos de salirle al encuentro, parece ocultarse a su mirada; exacerba sus energías y funda sus esperanzas en los poderosos recursos que a su alcance ponen la Antropología, la Paleontología, la Etnografía y demás ciencias naturales, que aunadas han de conducirle a la victoria en un porvenir más o menos remoto. Aquí está por ahora el principal campo de combate elegido por los americanistas que lo han iniciado y se proponen proseguirlo individual y colectivamente con plausible tesón. 

Pudiera creerse inmotivada la digresión que precede, puesto que el señor García Icazbalceta no perteneció al número de esos audaces exploradores, y por carácter que no por falta de aptitudes, se encerró dentro de las fronteras de la historia. Para prevenir el cargo, hago notar que fue de los que han contribuido a allanar el camino, reconstruyendo tradiciones, desvaneciendo consejas, rectificando anécdotas y removiendo archivos sobre los que ha caído el polvo de más de tres centurias. Sin conocer el periodo de la dominación española, difícil sería conocer los que le precedieron; y el señor García, con viril actitud, superior a todo elogio, se propuso hacer la luz en aquella prolongada y obscura noche, revelando sus admirables dotes de historiador, filósofo y bibliógrafo. 

El estilo del señor García era llano, correcto y castizo, propio del que a justo título pertenecía a la ilustre corporación que limpia, fija y da esplendor a la lengua castellana. No gastaba frases ni producía efectos. Escribía para ilustrar, para convencer, y publicaba pocos ejemplares de sus obras, que jamás pensó lucrar con ellas quien a ellas consagraba sus ocios, según reza el mote que adoptó y debe estimarse cual nuevo testimonio de perenne modestia. Oportuno es consignar que el señor García Icazbalceta no estaba en donde el entusiasmo y el espíritu de propaganda son más activos y donde el encomio hiperbólico y pomposo se prodiga con abundancia, que diría en ocasión semejante el insigne don Juan Valera. En otro terreno se colocó desde sus comienzos literarios, y en él ha recogido encomios y cosechado laureles si no ostensibles y brillantes, por merecidos y autorizados, gloriosos y perdurables. 

El señor García Icazbalceta derramó frutos intelectuales sobre la tierra; y pidiole a ésta los que guarda en su seno que sólo fecunda el sudor del trabajo, y la tierra generosa premió con abundantes cosechas los afanes del ilustrado agricultor, cosechas que proporcionalmente compartía con los que le ayudaban en su noble labor, y a cuyo conjunto podían aplicarse los versos del Príncipe de los poetas latinos en las Geórgicas: “O fortunatos nimium, sua si bona norint, agrícolas!”

¿Y del hombre qué hay que decir? Preguntaba el eruditísimo Menéndez Pelayo al cerrar la biografía de Martínez de la Rosa. Esto pregunto refiriéndome al señor García Icazbalceta, y me contesto repitiendo las mismas palabras del citado biógrafo por ser de rigurosa aplicación:

“que pocos le igualaron en buenas intenciones y en rectitud personal: que privadamente era honrado, dulce, caritativo y benéfico”.

Dispuesto siempre al bien y obediente al llamamiento del deber, aplazaba sus estudios, salía de su habitual retraimiento y daba tregua a sus faenas rurales para consagrase al servicio que había de redundar en pro de la ciencia, de la patria o de la humanidad. Lo demostró en diversas ocasiones y últimamente cuando presidió la Junta Colombina en la que tanto contribuyó al éxito que obtuvo México en la Exposición Americana celebrada en Madrid para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América. El señor García Icazbalceta fue de los que más se esforzaron porque la Junta dejara como recuerdo de aquella fecha gloriosa el monumento erigido a Colón en la plazuela de Buenavista de esta capital.

Con cualidades tan excepcionales no era justo medir al señor García Icazbalceta por el cartabón común ni aun sujetarlo al que frecuente uso ha destituido de lustre y novedad. A hombre extraordinario correspondían honores extraordinarios. Así lo comprendió la Academia Mexicana correspondiente de la Real Española; y en medio de la sorpresa e inefable dolor que le causó la muerte del que era su dignísimo director, acordó que para honrar la memoria de éste, se escribiera un libro compuesto principalmente de la bibliografía de sus obras y del juicio crítico de ellas. 

Laudable acuerdo que sale del camino trillado de las manifestaciones póstumas y las eleva y perpetúa en sucesión indefinida. El mármol, el pórfido, el bronce no resisten a la acción del tiempo que como la gota de agua cavat capitem. La estatua es muda y los que la contemplan demandan el auxilio de la tradición y de la historia. El libro habla, y se renueva, y se transmite de generación en generación como constante y fresca apoteosis. Parece, dice profundo y elegante escritor español, que el libro se separa del orden inanimado de las cosas para elevarse a la categoría de ser viviente. El libro está hecho a imagen y semejanza del hombre; el libro tiene vida, el libro es un ser. 

El señor García Icazbalceta tuvo la peregrina suerte de acumular sólido material para su propio monumento. Con reunir y presentar en cuadro de rica orfebrería literaria sus producciones, el libro está concluido, la estatua fundida y no la mejoraría la que saliera de manos de inspirado artista. 

El mérito tiene que pasar por el crisol de la muerte: el del señor García ha salido ileso de la prueba y es reconocido y proclamado aquende y allende los mares por autoridades científicas y literarias. Se ha escrito y se escribirá mucho aún sobre esa personalidad que como todas las de su linaje se engrandecen con el transcurso del tiempo. No han caído en el olvido como creía y afirmaba, ni su nombre, ni sus obras, que vela e ilumina con luz inextinguible la inmortalidad. 

Ninguno con más oportunidad que yo en el caso en que me encuentro, podría repetir la frase de uso corriente: quiero contribuir con mi grano de arena a honrar la memoria del señor García Icazbalceta. Nadie me ha impuesto esta obligación: la he contraído voluntariamente conmigo mismo, y en consecuencia no me es dado alegar circunstancia alguna que justifique mi atrevimiento. Para atenuarlo, sólo invoco los sentimientos de consideración, de afecto, de gratitud que me inspiró el señor García Icazbalceta; y deploro hoy más que nunca mi notoria insuficiencia para expresarlos en la forma conceptuosa y correcta que exige su objeto y que su sinceridad merece. Tal vez hubiera sido mejor guardarlos en el secreto íntimo en que se conservan los gratos recuerdos de la vida, más concentrados mientras menos conocidos; pero ya que irresistible fuerza de expansión me ha llevado a externar esos sentimientos, conózcalos siquiera la Academia, que no avergüenza la ofrenda por humilde que sea, ni tampoco inspiran temor quienes de seguro han de estimarla con señalada benevolencia.

J. Baranda

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda