Ignacio Ramírez (1818-1879)

Ignacio Ramírez

Por

Guillermo Prieto (1818-1897)

Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos, 1828-1840. México-París: Librería de la viuda de Charle Bouret, 1906, 188-197.

Ramírez tuvo un debut, como ahora se dice, mucho más interesante.

                Pero yo, para hablar de Ramírez, necesito purificar mis labios, sacudir de mi sandalia el polvo de la Musa Callejera, y levantar mi espíritu a las alturas en que conservan vivos los esplendores de Dios, los astros y los genios.

                Una tarde de Academia, después de obscurecer, percibimos, al reflejo verdoso que comunicaba la luz, el velador de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de la puerta un bulto inmóvil y silencioso, que parecía como que esperaba una voz para penetrar en nuestro recinto.

                Lo vio el señor Quintana y dijo: ¡adelante!

                Entonces avanzó el bulto, y con una claridad muy indecisa vimos acercarse tímido a la mesa del Presidente, un personaje envuelto en un capotón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos y copados por remate.

                -¿Qué mandaba usted?

                -Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia.

                -Siéntese usted.

Sentose Ramírez junto al señor Quintana, y entonces, dándole de lleno la luz en el semblante, le pudimos examinar con detención.

                Representaba el aparecido 18 o 20 años. Su tez era obscura, pero con el obscuro de la sombra; sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada, boca sarcástica. Pero sobre aquella fisonomía imperaba la frente con rara grandeza y majestad, y como iluminada por algo extraordinario.

                El vestido era un proceso de abandono y descuido: abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos.

                En el auditorio reinaba un silencio profundo.

                Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos, impresos por un lado, otros en tiras como recortes de molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título que decía: No hay Dios.

                El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción.

                Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.

                Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.

                El señor Iturralde, Rector del Colegio, dijo:

                -Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; este es un establecimiento de educación.

                Y el señor Tornel, ministro:

                -Este es un cuarto en que todos somos mayores de edad.

                -Que se ponga a votación si se lee o no, dijo Munguía.

                -Yo no presido donde hay mordaza, -dijo Quintana, levantándose de su asiento.

                Iturralde:

                -No se hará aquí esta lectura.

                Tornel:

                -Se hará aquí o en la Universidad.

                -O en mi casa, -dijo don Fernando Agreda, que asistía como aficionado.

                Cardoso:

                -Señor doctor: no le ha de costar a Dios la silla presidencial esa lectura…

                -Eso será un viborero de blasfemias.

                -¡Triste reunión de literatos -exclamó el padre Guevara, -la que se convierte en reunión de aduaneros, que declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos!

                -Que hable Ramírez.

-Que sí… que no… ¡que hable!, ¡que hable!

Se hizo el silencio, y después de un exordio arrebatador, y como calculada divagación, pasó en revista el autor los conocimientos humanos; pero revestidos de tal seducción, pero radiantes de tal novedad, pero engalanados con lenguaje tan lógico, tan levantado, tan realzado con vivo colorido, que marchábamos de sorpresa en sorpresa, como si estuviéramos haciendo una excursión al infinito por senderos sembrados de soles.

Astronomía, matemáticas, zoología, el jeroglífico y la letra y el dios…

Y todo esto sin esfuerzo, resonando la trompa épica de lo sublime y el tamboril de los pastores de Virgilio; empleando el decir fluido de Herodoto, o la risa franca y picaresca de Rabelais.

A las exclamaciones de horror y de escándalo se mezclaban palmadas, gritos de admiración y vivas entusiastas.

El señor Quintana, muy conmovido, ponía su mano sobre la cabeza de Ramírez, como para administrarle el bautismo de la gloria.

La discusión se abrió, y si se hubiera dado a la prensa formaría época en la historia del progreso intelectual de México.

¡Qué erudición de Carpio y Pesado! ¡Qué tersura de dicción, qué lógica, qué poderosa palabra la del doctor Guevara! ¡Qué destreza, que irradiación, qué flexibilidad admirable en el decir de Lacunza! ¡Cuánto talento de Eulalio Ortega!

Ramírez a todos replicaba: unas veces sabio, las más insolente y cínico.

Iturralde le argüía que la belleza de Dios se veía en sus obras.

-De suerte, -replicaba Ramírez-, que usted no puede figurarse un buen relojero jorobado y feo…

Sabía de memoria los griegos y latinos; Voltaire y los enciclopedistas le eran familiares, especialmente D’Alembert, a quien profesaba veneración.

Exagerábale Guevara el amor a la patria.

-Sí, señor, de ese amor nos han dado ejemplo los gatos…

-¿Qué le gusta a usted más de México? -le preguntaba Tornel con énfasis.

-Veracruz, -respondió -porque por Veracruz se sale de él.

-La composición de Ramírez era visiblemente un pretexto para hacer patentes sus estudios de muchos años, y como a su pesar, se traslucía su jactancia de malas cualidades que no tenía, fue aceptado con entusiasmo y cariño, aun por los que se presentaron con el carácter de enemigos.

Don Fernando Agreda ofreció a Ramírez su amistad y puso recursos a su disposición.

Cardoso, que tenía la cualidad preciosa de admirar y ensalzar el ajeno mérito, se convirtió en el panegirista de Ignacio, y fue de sus amigos más constantes y consecuentes, y Olaguíbel1 expeditó su recepción de abogado, y le nombró su secretario en el momento de tomar posesión del Gobierno del Estado de México.

En cuanto a mí, le quise con entrañable ternura y admiración sincera, uniéndonos desde el primer día, haciéndonos inseparables, participando en común de nuestras penas, triunfos y miserias, y bebiendo yo, -tan insaciable como desaprovechado-, los raudales que brotaban de su inteligencia privilegiada.

A Ramírez se le ha juzgado con justicia como gran poeta y como gran filósofo, como sabio profundo y como orador elocuente, y Ramírez era en el fondo la protesta más genuina contra los dolores, los ultrajes y las iniquidades que sufría el pueblo.

En política, en literatura en religión, en todo era una entidad revolucionaria y demoledora; era la personificación del buen sentido, que no pudiendo lanzar sobre los farsantes y los malvados el rayo de Júpiter, los flagelaba con el látigo de Juvenal y hacía el ridículo la picota en que a su manera les castigaba. Pero para esto necesitaba un gran talento, un corazón lleno de bondad y una independencia brusca y salvaje sobre toda ponderación.

Ramírez nació el 23 de junio de 1818, en el pueblo de San Miguel de Allende.

En los antecedentes de su padre, insurgente, y en las lágrimas de su madre, virtuosísima señora, aprendió Ramírez el amor a la libertad y el odio a la tiranía.

Las avanzadas ideas y la honradez inmaculada del padre de Ramírez le llevaron al gobierno de Querétaro, que desempeñó con habilidad y pureza y, a la caída de Farías, su familia fue envuelta en una cruel persecución.

No sé por qué trabacuentas fue a ocultarse Ramírez en el convento de San Francisco, donde conoció íntimamente la vida de los frailes, en todos los pormenores de sus especulaciones místicas y su prostitución, y al mismo tiempo, encerrado en las librerías, adquirió desde entonces su asombrosa erudición.

Prefería entre sus estudios serios los de historia natural, y se empeñaba en ensayar su aprendizaje en la pintura, en la que nunca hizo letra; pero en la que adquirió un gusto exquisito.

Esta clase de estudios hizo que le declarase al señor su padre su decisión de seguir la carrera de médico.

Colegial obscurísimo de San Gregorio, con relaciones de colegiales muy pobres, de pintores desconocidos y de frailes alegres, Ramírez se dio a conocer en San Gregorio por sus talentos, sus blasfemias y sus sangrientos epigramas contra los doctores, los grandes políticos y los colegas que le chocaban.

Para fomentar su pasión por el estudio, se convirtió en concurrente asiduo de la Biblioteca de Catedral, donde un padre Cortina le cobró especial cariño, fungiendo como dependiente gratuito del establecimiento, y devorando el departamento de libros prohibidos, los cuales aprendía y comentaba con singular acopio de erudición.

En el taller de don Santiago Villanueva, pintor callejero, pasaba las horas enteras Ramírez. […] Allí asistía Ignacio, siempre serio, reservado, triste, como abstraído de la conversación, rompiendo la nube de su retraimiento relámpagos de saber, de gracia o de sátira, que dejaban absortos a los circunstantes.

Pero Ramírez no era comunicativo y por eso -decía él- por feo y pobre, me echaron de la casa de mis primeros amores.

[…]

Como la mayor parte de los que cultivaban la sátira, era Ramírez susceptible en extremo, y en lo íntimo pasaba de la chanza al reproche con suma frecuencia.

De sensibilidad exquisita y exagerada, conociendo su propia susceptibilidad, no sólo ocultaba en lo más íntimo de su alma sus afectos, sino que aparentaba lo contrario de lo que sentía, como temiendo exponer al sarcasmo a los objetos de su culto reverente.

Jamás hablaba de sus padres, de su esposa, de sus hermanos y parientes. Pero los que estábamos a su inmediación nos cercioramos de su ternura inmensa para sus deudos.

Sin embargo, tenía máximas como ésta:

“Cuando se habla mal de todas las mujeres, exceptúo a mi madre para justificar mi procedencia”.

Adoraba a su esposa y decía:

“La sonrisa de la mujer que nos ama es una flor en la punta de una daga”.

Era la honradez misma y escribía:

La conciencia es el resultado del humor con que uno amanece.

Y esa fanfarronería de perversidad, ese artificio que nadie pudo explicar satisfactoriamente y que le granjearon mortales enemigos, descarrilan la crítica cuando se ocupan de él sus biógrafos, y falsean los puntos de partida del buen juicio para poner en su luz verdadera su talento, su carácter y sus virtudes eminentes.

Porque Ramírez no era un juglar que hacía de sus palabras un juego para fomentar el libertinaje; no era chistoso de cantina que expende sus chistes para que se le aplauda copa en mano… no señor: Ramírez era serio y reservado, conceptuoso y poco expansivo; en sociedad parecía como la caja que encerraba otro ser dentro del que todos veían. Sus chistes eran rápidos, inesperados, como la chispa que salta de una máquina eléctrica por un choque causal. No obstante, sus salidas eran tantas, tan incisivas, y se vulgarizaban con tal rapidez, que ofuscando hoy mismo todo criterio se cree que la facción dominante de su fisonomía moral, era el sarcasmo o el chiste.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz