Manuel Acuña (1848-1873)

Por Francisco Sosa (1848-1925)

Acuña, Manuel

Sosa, Francisco. Biografías de mexicanos distinguidos, México: Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1884, pp. 5-10.

Honra, y muy grande para la ciudad de Saltillo, capital de estado de Coahuila, es la de haber sido cuna del insigne poeta Manuel Acuña, el día 27 de agosto de 1849.

                Acuña hizo sus primeros estudios en la ciudad de su nacimiento, en el Colegio “Josefino”, y en 1865 vino a la capital de la República para entregarse aquí a cursar las materias prescritas para la carrera de medicina.

                Dotado de clarísimo talento, habría el joven coahuilense llegado a ser uno de los alumnos más distinguidos del renombrado plantel en que se inscribió en 1866, si una desgracia, que nunca lamentaremos suficientemente, no le hubiera hundido en el sepulcro cuanto tocaba, puede decirse, al término de su carrera profesional.

Antigua Escuela de Medicina
Antigua Escuela de Medicina
Tomada de Fundación UNAM

                Su amor a las bellas letras no sufrió alteración ni menoscabo a causa de los áridos estudios científicos. Lejos de eso, el joven Acuña fundó la Sociedad “Netzahualcóyotl” y en ella dio a conocer sus eminentes dotes poéticas. La publicación de los que podíamos llamar sus primeros ensayos, fue acogida con entusiasmo; desde entonces reveló que era un poeta de altísimo valer, y que sus obras serían más tarde un título de gloria para su patria. Solicitábase la colaboración de Acuña por los periodistas, y era en el seno de las sociedades literarias recibida con júbilo la nueva de que iba él a dar lectura a alguna de sus inspiradas producciones, logrando así ocupar, sin embargo de su juventud, un puesto distinguido entre los más acreditados literatos y poetas de la capital de la nación.

                La representación de su drama intitulado El pasado, le conquistó un verdadero triunfo, suceso no común en nuestra escena, por más que frecuentemente hubiésemos visto prodigar aplausos a los autores nacionales. No fueron de sus amigos, no fueron procurados por los actores los que coronaron la obra del novel dramaturgo: la sociedad entera, los literatos, que comprendían el mérito de la obra, los tributaron al autor; y las discusiones que El pasado provocó en la prensa, en las sociedades literarias y aún en las reuniones privadas, fueron signo evidente de que no era una pieza vulgar la que les daba origen.

                Cuando la nación entera veía en Manuel Acuña no ya una hermosa esperanza, sino un legítimo título de orgullo para México, una muerte lastimosa puso término a los días del poeta, el 6 de diciembre de 1873.

Las producciones de Acuña, –ha dicho un escritor sudamericano,– descubren un pensador profundo, un corazón grande y sensible y una hermosa imaginación. Elevado por la clase de sus estudios a esa duda casi completa que se divisa en algunos de sus versos, y a un pesimismo desolador por la suerte amarga que acompañó los cortos años de su vida, sus poesías no llenan a veces su misión de consuelo. Pero en cambio, allí, donde el aspecto de un cadáver no tiene más significación en la mente del poeta que la de un organismo paralizado, la materia encuentra un cantor poderoso; donde el sabio humanitario no alcanza en su muerte, el premio de la ventura perdurable, la historia lo acoge en sus santuarios; donde la conciencia no halla para los crímenes juez ni castigo en otra existencia, el genio maldice y profetiza; donde se apaga el cielo se enciende la gloria; donde no hay para el hombre eterna dicha, hay eterno descanso; donde el arrobamiento místico no oye ni una frase consoladora, la filosofía escéptica del siglo vislumbra ese cúmulo de vacilaciones en que, como en un crisol, parece agitarse hoy la verdad.

Pero Acuña, como hemos dicho, era poeta de corazón. No es, pues, raro que, herido por los recuerdos de su infancia, forje un cielo para la madre de su amor; ni que impresionado con el infortunio de la mujer caída, le prometa la sonrisa de los ángeles y la bendición de Jesucristo. Ese instinto de sufrimiento que se levanta de la tierra para buscar en otras regiones el bálsamo purificador, y que constituye una de las fases de la verdadera poesía, no podía faltar a acuña. Si en pos de la verdad su espíritu dudó en algunas ocasiones, el mundo encontró siempre su corazón noble, amante y compasivo.

Nuevo en las imágenes, audaz en el pensamiento, atrevido en la forma y avanzado en las ideas, las producciones de Acuña son de mérito indisputable. Canta una belleza del mundo siquiera insignificante, y es florido y ameno; recuerda su niñez perdida, y tiene una inspiración dulce y doliente; habla de sus amores, y es tierno y apasionado; sube a la tribuna de los cementerios, y su versificación osada parece desafiar el misterio.

También cultivó Acuña el género jocoso y satírico, –y sus composiciones– dice el señor Manuel Peredo, distinguido escritor mexicano,  –son notables por su aticismo, facilidad y corrección– El poema “La gloria“, en que se nota la travesura de Espronceda y el gracejo, ya que no la pureza del lenguaje de Moratín, sorprende por la novedad, la fluidez de la improvisación, la fidelidad en los caracteres y la universidad del héroe.

El solo nombre de Acuña basta para la gloria literaria de México, quien no llorará nunca lo suficiente sobre la tumba de su hijo privilegiado. Hoy sería Acuña el primer poeta de la América española, donde ya empieza a hacérsele la justicia que exigen sus merecimientos.

                Hasta aquí la opinión del señor Mac Donall, que es el escritor sudamericano a quien citamos. Diremos ahora, siquiera sea brevemente, cuáles son a nuestro juicio los rasgos característicos del poeta coahuilense, no mencionados por el señor Mac Donall, dejando a los críticos la tarea de analizar extensamente las producciones de acuña, como no nos es posible hacerlo, dada la índole de la obra que traemos entre manos.

                Como Núñez de Arce en España, Acuña en México es entre los poetas contemporáneos el que mejor traduce en sus obras el carácter de la época.

                Sus dudas horribles, su desaliento, ciertos arranques atrevidos que las personas piadosas condenan, el continuo anhelar, el afán por inquirir la causa de todas las cosas, no son sino reflejos de lo que en todas las conciencias, en todos los corazones, batalla y pugna por romper la estrecha cárcel en que el pensamiento vive cuando sus aspiraciones no tienen límite, cuando su sed es insaciable, cuando, por lo mismo que desde niño, se le ha enseñado a creer que es imagen de Dios, se siente con las fuerzas necesarias para romper los velos de lo desconocido, para saber qué es lo que existe más allá de lo que sin esfuerzo ni meditación se percibe.

                Llámasele poeta materialista, y no se encuentra en sus producciones la deificación de los sentidos. Atribúyensele una carencia absoluta de fe y un desprecio por lo que los demás creen y respetan, y tan lejos están de la verdad los que así le calumnian, que muchos de sus cantos inmortales están consagrados a enaltecer el hogar y la familia, los recuerdos puros de la infancia, las santas alegrías de los que creen y esperan, como sus padres creían y esperaban. A la mujer caída le habla de redención, no le eleva un altar. Cuando canta a la mujer que adora, hay en sus versos ternura inefable, pureza de armiño; parece como que se dirige a un ángel del cielo, como que teme manchar sus alas si llega a tocarla.

                Vibra sonora la cuerda del patriotismo en la lira de Acuña; rinde culto a los héroes, pregona su gloria, enseña a amarlos cada vez que, tierno, entusiasta, recuerda a Hidalgo y a los que con él combatieron por hacer libre a la patria de Cuauhtémoc. Sabe que un pueblo sin instrucción no es digno de ser libre ni puede serlo; y enaltece al sabio y propaga su nombre, lo presenta como modelo, y si muere, derrama sobre su tumba flores inmarcesibles y entona estrofas que la posteridad se encargará de repetir en su alabanza. Y como la escuela es la fuente de que se deriva la grandeza y la prosperidad de los pueblos, Acuña tiene para el maestro veneración y palabras de aliento para el discípulo. ¿Por ventura, sentimientos tan elevados, patriotismo tan puro y noble, amores tan castos, son propios del que está dominado todo por materialismo grosero?

                Lo repetimos: Acuña, genuino representante de la época en que le tocó nacer, se agitaba en eterna lucha, y si la duda amarga se virtió en sus cantos, si la desesperación nubló sus ojos, turbó su razón y le hundió en el sepulcro, no por eso es menos acreedor al encomio de los mismos que, con envidiable tranquilidad, sin preocuparse con la solución de los grandes problemas que la humanidad quisiera resolver, viven con la fe heredada y no quieren saber una palabra más sobre las que desde el borde de su cuna oyeron pronunciar.

                Si del fondo, o del pensamiento, pasamos a la forma de las poesías de Acuña, mucho puede decirse en loor suyo: facilidad portentosa, descripciones encantadoras por su belleza y por su verdad, versos sonoros y rotundos, naturalismo bien entendido, todo esto, y más todavía, encontrará el crítico que sin dejarse arrebatar por la admiración y por el entusiasmo, irreflexivos casi siempre, analice las poesías que el bardo de Saltillo nos dejó, si bien hallará algunos pequeños lunares que nada significan si se comparan con las inagotables bellezas que encierran las mismas poesías. A este respecto dice un escritor:

A los que sin fijarse en las bellezas, solo notan que Acuña abusaba del pleonasmo, y que a veces no colocaba la cesura donde el metro lo exigía, y a los que llama la atención el apóstrofe que une las palabras más que el pensamiento en esas palabras encerrado, diremos lo que Víctor Hugo dice de otro genio a quien pocos comprenden:

“Si buscais un tallo bruñido, ramas rectas y hojas satinadas, fijad la vista en el páglido abedul, o bien en el sauce llorón, y aun mejor en el hueco sahuco; pero dejad en paz a la encina. La encina, rey de la selva, tiene la forma caprichosa; sus ramas están heridas por el rayo; su follaje es sombrío; su corteza áspera y ruda… pero siempre es la encina”.

Acuña, diremos, continuando la idea del gran poeta citado en las precedentes líneas, es la encina que, desafiando todas las inclemencias, todas las tempestades, sobrevivirá en la historia literaria de México, en tanto que ni un débil recuerdo quedará de muchos nombres que hoy resuenan a cada paso en nuestros oídos. A medida que los años avancen, su fama será mayor; más duradero, eterno, el monumento de su gloria.

TranscripciónyediciónporFernandoA.MoralesOrozco

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