Ramón I. Alcaraz (¿?)
El Museo mexicano, ó, Miscelaneapintorescadeamenidadescuriosaséinstructivas(1842)
Que la independencia, rompiendo el velo que nos ocultaba los progresos científicos y literarios hechos en todas las naciones civilizadas de Europa, poniéndonos en comunicación directa con ellas, y desembarazando otra infinidad de obstáculos con que desde luego se tropezaba en el cultivo de las ciencias y artes, ha dado en México un poderoso impulso al movimiento intelectual, es un hecho que no se puede poner en disputa, á vista de esa juventud sedienta de leer, estudiar y escribir que nos rodea, y que llena todas las avenidas que conducen a la fuente del saber. Entre los primeros jóvenes que desde luego correspondieron a este llamamiento, á la vez patriótico y literario, distinguió se notablemente el malogrado, cuyo grato nombre va al frente de este artículo, y cuyas composiciones han deleitado en los últimos años a los habitantes de la república, habiendo servido sus trabajos literarios de emulación y ejemplo a otros jóvenes, que a su voz han sentido bajarla inspiración a sus pechos, y arder en su alma el fuego de la gloria y de la ciencia. En compensación do los innumerables obstáculos y dificultades de todo género que tienen que vencer los que se dedican al cultivo de las letras, cuando éstas están todavía en su cuna en algún país, gozan no obstante, de una sola ventaja, inapreciable si se la considera con atención. Por poco éxito que obtengan sus propios esfuerzos en la carrera que han emprendido, el ejemplo que han dado, la emulación que han hecho nacer, da vida a nuestros ingenios no más fervientes, pero tal vez más felices, que ponen manos a la obra con un fondo de experiencia ajena, que les ahorra inútiles tentativas y los coloca desde luego en el verdadero camino, por el que llegan a esa gloria tras que en vano corrió su modelo, y que va a reflejarse y a cubrir con su luz la frente del maestro que los despertó de su sueño. Lejos de nosotros sin embargo, el creer que la memoria de Rodríguez necesite de esa luz ajena, para brillar en nuestros anales literarios: creemos por el contrario, que la posteridad siempre imparcial, sabrá apreciar su propio mérito con más justicia aún que sus contemporáneos; pero al recordar que uno de los jóvenes que hoy dan más bellas esperanzas,1 llamó acaso por primera vez la atención pública, por los sentidos y patéticos lamentos que consagró a la muerte de nuestro poeta, complace pensar que sobre sus cenizas, aún tibias, nuevos cantores sorprendieron sus armonías, y en el mismo tono con que había llorado la muerte de otros, lloraron su propia pérdida. Reflexión consoladora para la causa de las letras, si bien no basta a templar el dolor de sus amigos. Una existencia que como la de don Ignacio Rodríguez, se distinguió más por el trabajo interior y progresivo de la inteligencia, que por la variedad de situaciones y sucesos exteriores; una existencia a que tan pronto vino a poner fin una muerte prematura, da poco que decir bajo un aspecto, al mismo tiempo que bajo otro presenta materiales inmensos, muy superiores a los límites en que se debe encerrar este artículo, y a la capacidad del que lo escribe. Una vida de esa clase está toda en los escritos: allí es donde el biógrafo, crítico por necesidad, debe ir a sorprender el desarrollo gradual del ingenio, a seguirla marcha del espíritu, a palpar la influencia que ejercían sobre el escritor, los libros que leía, las nuevas ideas que despertaba en él el estudio. Una biografía do este género, escrita con tino, sería, como todo la que se hace con él, muy amena e instructiva: sería además ofrenda digna a la memoria de nuestro amigo, pues sola ella podría poner en su verdadera luz todos sus trabajos, todos los obstáculos que tuvo que vencer, y superó felizmente a fuerza de estudio, en la carrera que había emprendido; todas las vigilias ignoradas de la multitud en que a la luz de una bujía solitaria, estudiaba a los maestros del arte, y recorría entusiasmado y ansioso sus páginas llenas de vida. Esta última circunstancia, que acaso tratándose de otro escritor, sería solo una expresión metafórica de sus fatigas, es rigurosamente exacta en la persona de Rodríguez: esclavizado durante la luz del día en el establecimiento comercial de su tío don Mariano Galván Rivera, por la necesidad precisa, aunque no por eso más poética, de atenderá la vida, solo las noches’ y no todas, podía dedicar al alimento del espíritu. Se puede asegurar sin temor de equivocarse, que casi todas sus composiciones han sido escritas en medio del silencio de la noche; tal vez a la luz del sol, y llegando a sus oídos el ruido de ese mundo que durante el día se agita y se entrega a los placeres, su genio habría tomado una fisonomía más risueña.
Interesantísimo, repito, que sería el cuadro de la vida laboriosa de don Ignacio Rodríguez, trazado bajo ese plan por una mano hábil: en él natural y necesariamente se presentarían a la pluma del escritor, con ocasión de los estudios del poeta y con motivo de sus sucesivas producciones, mil cuestiones importantes que amenizarían su asunto por su interés, y lo harían útil por su gravedad, relativas ya a la literatura en general, ya a los caracteres que ha abrazado en México, y a la influencia que sobre esto último han ejercido los escritos de nuestro amigo. Desde la época en que solo resonaba la lira mexicana con tonos imitados de Meléndez, hasta el día de hoy, en que es eco de las literaturas indígenas de Inglaterra y Alemania, de la copia de estas la francesa moderna, y de la antigua española, una completa revolución literaria se ha efectuado en México. Que Rodríguez fue el primer defensor que tuvieron las nuevas doctrinas, no se puede poner en disputa; y que aun después que halló compañeros para la misma obra, permaneció siempre el más ardiente, el más infatigable, el más laborioso, es un hecho en favor del cual deponen todos sus escritos en prosa y verso.2 En unos y otros, ya con el ejemplo, ya con la predicación, jamás olvidaba sus ideas favoritas: tenía un verdadero fanatismo por ellas, y secundado por una constancia, que nada era capaz de hacer desmayar, tarde o temprano había de obtener la palma del triunfo.
Prescindiendo de esta clase de consideraciones, la historia de Rodríguez está reducida a tres palabras: nació, vivió infeliz, murió. En su vida podrían acaso notarse algunos incidentes de aquellos que suelen ser frecuentes en una juventud ardiente y ávida de emociones, algunas pasiones que contribuían a alimentar la actividad interior de su alma; pero si él mismo fue tan reservado en vida, y se abstuvo de publicar composiciones en que había alusiones demasiado claras a la persona de su amada, ¿con qué derecho sus amigos revelarían lo que él quiso tener oculto? Creemos, no obstante, sin que se nos acuse de indiscreción, poder publicar las tres últimas octavas de una poesía de ese género, pues por desgracia la circunstancia que refiere es tan común en la sociedad que no podrá servir a descubrir la heroína.
Respetemos, empero, la desgracia De joven que infeliz desde la cuna, De una madre cruel perdió la gracia, Y en las garras cayó de la fortuna. Madre que ardiendo en impureza, sacia El deseo procaz que la importuna, Y porque así el honor (¡honor!) lo exija, Como vil animal regala su hija… ¡Madre!... ¡Sagrado nombre! ¿y te profana Una hembra criminal y disoluta Que recogida en la opulencia vana Lanza a su niña cual podrida fruta? ¿Madre será la impura cortesana Que de zambras y crápulas disfruta, Mientras vaga su hija sin abrigo?... Si tal es una madre, la maldigo. ¡No! ¡No! Una madre a socorrernos vuela Si el infortunio atroz nos amenaza: Es enviado de Dios que nos consuela Cuando el dolor nuestra alma despedaza; Ángel que al niño cuando duerme vela, Y le sirve de escudo y de coraza. Una madre es así… Yo tuve una: Robómela envidiosa la fortuna.
Nunca más elevada, más humana y filantrópica la misión de la poesía, que cuando agota todos los colores de su paleta, sus tintas más fuertes, sus sombras más pronunciadas, para pintar en todo su horror una de esas escenas en que la humanidad por temor o vergüenza se despoja de todos los sentimientos naturales, y con valor para haber cometido el crimen, no lo tiene para cargar con sus consecuencias: nunca más noble que cuando, como en estas octavas, imprime una marca ardiente e ignominiosa, sobre la frente del crimen. Y nótese el bellísimo contraste entre la madre, que como vil animal regala su hija, y la que como un ángel vela su sueño cuando duerme. Todos hemos tenido madre: naturalmente el poeta al hablar de las de otros, pensó en la suya: su piedad filial le imponía como un deber no dejar dudas sobre la madre que le habla cabido en suerte; no se fuera a creer que los vivos calores con que había pintado a una madre desnaturalizada los había encontrado en los sucesos de su propia vida. Cumple religiosamente con este deber en tres palabras: y después, la memoria de que tan pronto le retiró el cielo el favor de una, madre que hubiera acudido a consolarlo en el infortunio de su vida, le arranca este sencillo y tierno verso:
Róbemela envidiosa la fortuna.
Esa madre, don María Ignacia Galván, que tan pronto dejó huérfano a nuestro poeta, lo dio a luz en el pueblo dé Tizayuca, en 22 de marzo de 1816. Bautizado en el lugar de su nacimiento con los nombres de Patricio Ignacio; permaneció en él durante once años, cumplidos los cuales lo condujo su padre, don José Simón Rodríguez, a México; lo colocó en la librería de su tío materno don Mariano Galván, y desde esa época Rodríguez se separó de la casa paterna para no volver a habitar en ella. El 1° de Noviembre de 1840 salió de la casa de su tío, con el objeto de dedicarse a otra clase de ocupaciones que se aviniese más con sus gustos favoritos, y que se permitiese entregar sé con más constancia a sus estudios predilectos, y en principios de 1842 fue nombrado oficial de la legación extraordinaria cerca de los gobiernos de la América meridional. Partió Rodríguez para su destino el 15 de mayo, y en la noche del 25 de Julio, atacado del vómito, murió en la Habana, donde al día siguiente fue sepultado su cadáver. ¡Pobre humanidad! ¡Y como la Providencia parece complacerse a veces en traer el cumplimiento de nuestros deseos, burlando nuestras más caras esperanzas! Para Heredia habría sido Una felicidad el que reposasen sus cenizas en tierra de Cuba; y las de Rodríguez van a ocupar su lugar, y los despojos del primero quedan en México bajo el mismo cielo extraño, que si bien acogió con placer sus acentos robustos, presenció igualmente su prolongada y cruel agonía. Don José María Heredia, en los últimos días de su enfermedad, cuando la suma debilidad del cuerpo no había servido sino para aumentar la energía de su espíritu, y para hacer más viva la aguda sensibilidad de sus dolores, se arrastraba a veces en medio de sus padecimientos físicos hasta la librería de Galván, a hablar un rato con Rodríguez, a buscar en su corazón simpatías de poeta, a maldecir juntos un rato de la poesía, fuente de la desventura de ambos, como se hace a veces con lo que más se ama, y a predecirle a orillas del sepulcro las crueles desgracias que a él lo habían perseguido en el curso de su vida, y lo habían conducido tan pronto al término de su carrera. Una común pasión hacía entrever a Heredia para los dos una suerte común: y de hecho, a poco tiempo, después de una carrera brillante, pero corta; después de haber sentido ambos ese desasosiego interior, patrimonio del genio y de las almas ardientes, descansan las cenizas de ambos en una tierra extranjera, lejos de la patria que ambos amaban.
Hace cinco años, en el de 1838, Rodríguez en una composición dedicada a don Joaquín Navarro, al querer pintar sus ilusiones, según lo anuncia el título, describió, deslizándosele la pluma, ese desasosiego interior que lo agitaba, esos vagos deseos que hacían fluctuar a su alma entre la esperanza y el desengaño. Allí está toda la vida de Rodríguez; allí está retratada su alma con más fidelidad que lo que nosotros pudiéramos hacerlo en nuestra humilde prosa. No es esa composición un estudio hecho sobre un modelo que ha entusiasmado y se quiera imitar: no; es un grito partido de lo íntimo del alma, una expresión cándida y fiel, de lo que siente el poeta, de los recuerdos que amargan su vida, de las esperanzas que la sostienen, y de los desengaños que se temen de un porvenir en que se tiene poca fe. En esa bellísima composición, tal vez una de las más acabadas que escribió nuestro amigo, cada pasión tiene su tono, cada sentimiento su lenguaje. El poeta al hacer memorias sobre lo pasado, al meditar sobre lo presente, y al formar conjeturas sobre lo futuro, halla en todas las épocas de su existencia, en lo que ha gozado, en lo que siente, en lo que espera, ese vacío inmenso que presenta siempre la vida.
La noche está tenebrosa, Do quiera reina la paz, Paz nocturna; Y no hay mano cariñosa, Mano que halague mi faz Taciturna. Por donde la vista giro, Allí retratada miro La tristeza; Ansioso tímido mi mano Buscando ¡infeliz! en vano, Una belleza. Belleza que con su aliento, Su mirar, su dulce voz Y caricias, Trocara mi abatimiento Y este martirio feroz En delicias. Y abrigo consolador Me diera contra el dolor Inclemente: Y si triste me mirara Su blanda mano pasara Por mi frente. ¡Oh, si en mi pecho sintiera Su pecho (¡vano deseo!) Palpitar! ¡Oh, si mi nombre se oyera Por el ancho coliseo Resonar!
Esta composición se escribió el 6 de septiembre: su autor estaba agitado por el temor y la esperanza de la acogida que daría el público al primer drama suyo, que dentro de pocos días debía representarse, Muñoz, visitador de México. El deseo que aquí forma, el poeta se cumplió a los veintiún días: todos sus amigos recuerdan complacerla feliz noche del 27 de septiembre de 1838, en que en medio del entusiasmo y de un delirio universal, salió Rodríguez al foro a recibir el premio de sus tareas, y entre una multitud de aplausos estrepitosos, a oír su nombre
Por el ancho coliseo Resonar! En aquel feliz instante Buscara ansioso á mi amante Bella y fiel, Y de mis sienes quitara Y en las suyas colocara Mi laurel. No la ambición me desvela, Ni amor de oro se abrigó En mi pecho, Ni de Damasco la tela Suspirando extrañé yo En mi lecho. Abrasa mi corazón La ardiente voraz pasión De la gloria: ¡Oh, si en mi patria querida Durara más que mi vida Mi memoria!....
Este segundo deseo de Rodríguez se ha cumplido también: mientras exista uno solo de sus amigos, su memoria tendrá un corazón en que abrigarse, y podrá siempre ser presentado a los jóvenes como un modelo de aquella laboriosidad infatigable, sin la cual no se adquiere la gloria; como un ejemplo de aquellas prendas sin las cuales no se tiene un amigo que conserve fresco nuestro recuerdo, cuando la muerte haya echado sobre nosotros la losa del olvido. Ojalá y a estas mal trazadas líneas fuera dado hacer eterna su memoria: jamás hemos deseado tanto estar dotados de uno de esos ingenios que marcan con el sello de la inmortalidad cuánto bañan con su soplo vivificador; pero por fortuna Rodríguez tiene un garante más seguro de ello en los bellísimos versos que trazaba a inspiraciones de la pasión más tranquila, pero por eso mismo más duradera, la melancolía.
La ilusión que me conmueve Y mi corazón anima Y así halaga, ¿Qué cosa es?... Un soplo leve Que la lámpara reanima Y la apaga. Es cual rápido placer Que arrebata a la mujer Su hermosura: Brisa que mece las flores Robándoles sus olores Y frescura. Delirando, en mi amargura Veo a mis padres amados Que me cercan; Y me miran con ternura, Y de gozo enajenados Se me acercan: Se agita mi corazón: Aquella dulce visión ¡Cuál me asombra! Temo, me adelanto, dudo, Y estrecho, de terror mudo… ¡Una sombra! Si agobiados mis sentidos, Busco descanso á mi pena En la cama, Blandamente en mis oídos La voz de mi madre suena, Que me llama. Y tu faz amable y grata En mi mente se retrata, ¡Madre mía! Sonrío, me correspondes; Pero te hablo y no respondes… ¡Suerte impía! II ¿Has sentido, amigo mío, Como yo, en tu corazón, Ya una bárbara opresión, O ya lánguido vacío? ¿Y los días, Pasando por tu cabeza, Te dejan solo tristeza, Tedio atroz, melancolías? Prefiere de pena acerba El asolador estrago, Al deseo inquieto, vago, Que mis sentidos enerva. Buscarás Objetos que llenen tu alma, Y solo pesada calma Donde quiera encontrarás: De la ciudad la estrechura Ardiente dejar ansío, Y en un ligero navío Surcar la inmensa llanura De la mar;
Nuestro poeta, de facto, dejó conforme a sus deseos la estrecha ciudad que habitaba, y fue a trocarla por una habitación más estrecha lejos de su país: surcó el mar, y el navío fue bien, ligero para trasplantarlo a la tierra de su sepultura; pero no para sacarlo a tiempo de en medio del clima mortífero a que lo había conducido. Nueve días antes de su muerte se incendió el, buque a cuyo bordo debía salir de la Habana, al día siguiente, circunstancia que lo retuvo para siempre en las playas que guardan sus restos. ¿Quién había de decir a nuestro amigo, que tan bien expresa en sus versos el ansia que lo devoraba por viajar, que el principio del cumplimiento de esta esperanza sería el término de su carrera, y que deseaba su muerte al formar este inocente deseo?
De la ciudad la estrechura Ardiente dejar ansío, Y en un ligero navío Surcar la inmensa llanura De la mar; Y sentado en la ancha popa, Las ricas playas de Europa A lo lejos divisar. Ya en la orilla del Genil O en la Alhambra colosal Miro la sombra fatal Del inhumano Boabdil: Ya en Sevilla Miro la Giralda hermosa, La Giralda prodigiosa, De la España maravilla. Ya estar en Venecia quiero, Y en una noche serena Oigo dulce cantilena. Y el remo del gondolero; Y al bogar Bajo de góticos arcos, La campana de San Marcos Temblando siento vibrar. A Jerusalén visito: El sepulcro miro ya; Y ya escucho en Josafá De los Profetas el grito. Relumbrar Miro del árabe fiero El torvo tajante acero, Y oigo el corcel relinchar. Pero mi patria adorada En la mí mente aparece, Veo que opulenta crece Del mundo todo acatada: ¡Oh placer! ¡Oh incomparable ventura!..... ¡Qué envidiada es su hermosura! ¡Qué temido su poder! ¡Oh necia imaginación!..... ¿Quién sabe si ante mis ojos Serán sus campos despojos De una pérfida nación? Veracruz Al zumbar de la granada, Tal vez se verá alumbrada Del incendio con la luz.
El poeta no está encadenado por los lazos del amor; sus padres no existen; desea viajar; no hay nada que lo detenga; desea vagar para ver si recorriendo el mundo halla donde llenar ese vacío que siente en el corazón; pero este deseo le parece tan difícil de realizarse como la felicidad de su patria, sobre cuya suerte en busca de consuelos, dirigió en vano una triste mirada. Sin embargo, Rodríguez pisó la tierra de esa misma Veracruz, que poco tiempo después de su profecía se vio alumbrada por la luz de las bombas; sintió su cuerpo sacudido por las olas del océano: un año hace que su alma se ha ido a unir a la de sus padres, y su patria no ha dado un solo paso en la carrera de la dicha. En medio de un cuadro tan sombrío, ¿adónde volverlos ojos? a la amistad: pero allí mismo encontrará, como nosotros, una nueva espina.
En tan feroz desconcierto, En tan horrible tormenta. Mi espíritu se amedrenta; La amistad será mi puerto De salud. -Venid, amigos, á mí, ¡Venid!..... Uno falta.... ¡Allí Mirando estoy su ataúd!
Larrañaga, amigo suyo e íntimo nuestro, acababa de morir en el mes de Agosto: sus almas están ya unidas; pero mientras que Rodríguez miraba el ataúd de su amigo, y tenía sus cenizas para desahogar sobre ellas su dolor, una tierra extranjera guarda los despojos del primero, y solo su memoria, pero no su sepulcro, puede ser visitada por nosotros, regada por nuestras lágrimas y saludada con nuestros suspiros.
México, septiembre 21 de 1843. J.
EN LA MUERTE
Don Ignacio Rodríguez Galván.
Como sombra se mostró
Fantástica su luz fue.
Mueres, mueres... feliz tú Que abandonas este suelo; Feliz tú que vas al cielo, Y que cesas de gemir. Joven mueres, sí, muy joven De aqueste mundo te alejas, Sus galas, sus pompas dejas, Y no lloras al morir…! ¡Llorar!... tú que conociste Sus quimeras, y sus locas Vanidades, cuando tocas De la vida el linde ya: ¡Llorar!... tú que de dolores El cáliz siempre apuraste, Tú que gemiste y lloraste Siempre en tu vida fugaz: Tú, cuyos cantos divinos De tu alma son el espejo, Donde con vivo reflejo Se retrata tu dolor: ¡Llorar!... no: que en cambio vaga En tu labio una sonrisa Más suave que la brisa Que mece la blanca flor. Abandonado en la tierra, Solo tal vez desde niño, Quizá el maternal cariño Nunca tu infancia arrulló. Y de entonces tu mirada Melancólica, abatida, En el festín de la vida Nunca alegre sonrió. Y por el mundo vagaste. Despreciado, sin consuelo; Mas tu genio alzó su vuelo Y su ala hirió tu laúd; Y amaste... tu primer canto Fue tal vez de amor un trino, Que ahogó el fiero destino De tu infausta juventud. Una virgen no encontraste Pura, cual tú la ideabas, Ni cual en tu amor soñabas Encontraste una mujer. Y la historia de tu vida Tal vez pasó sin amores. Tal vez entre los horrores De un continuo padecer… Pero cantaste a María, Cantaste al ángel luciente, Y tu corazón ardiente Latió al cantar al Señor. Cantaste a los hombres míseros, Cuando en la desgracia gimen; Cantaste también al crimen; Pero con canto de horror. Y dolientes, y terribles Tus sublimes concepciones, Conmueven los corazones Y los hielan de terror; Y la amargura de tu alma Se retrata en todas ellas… Son las sentidas querellas De un llagado corazón. Ríes… porque ya descubres Un mar inmenso de gloría, Porque no hay en ti memoria Ya de este mundo, al partir; Porque al nacer el poeta Exhala triste vagido; Al padecer, un gemido; Y una sonrisa al morir… Yo también, cual tú padezco; Cual tu gimo; cual tú, peno; Como tú he vivido ajeno De la dicha, del placer: Y el corazón me desgarra Un recuerdo, una memoria… También es triste mi historia, Como la tuya lo fue. Huye, huye de este mundo; Huye de su loca orgía, Que ya en el cielo María Espera tu corazón; Y aquel ángel la acompaña, Aquel ángel que soñaste, Y en tus ensueños cantaste Con ternura y devoción. Ambos luciente aureola Preparan allá a esa frente Que en el mundo indiferente Coronó austera virtud… Vuela, vuela… que inmortal Serás en tu patria y mía Mientras dure la armonía De tu sonoro laúd.
Agosto 24 de 1842. Ramón I. Alcaraz.
El museo mexicano. Tomo II, pp. 264-270.
Transcripción y ediciónporLilianaSánchezGarcía
Edición e Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda