Casimiro del Collado (1822-1898)

Por Guillermo Prieto

Casimiro del Collado

Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos. 1828-1840. París-México: Vda. Charles Bouret, 1906. pp. 70-74.

Entre estas relaciones, tres fueron tiernísimas y fraternales para mí: Manuel Payno, Casimiro Collado y José Zozaya, tipo del elegante de la época. 

Manuel Payno, hijo de don Manuel Payno Bustamante, antiguo, laboriosísimo y honrado empleado en Hacienda, servía como meritorio de la Dirección General de Rentas, cuyo jefe era el sabio jurisconsulto D. José Ignacio Pavón

Payno, listo, travieso, buen jinete y rendido con las damas, explotaba el nombre y las buenas relaciones de su padre, y era el dije, el contento y el ensueño dorado de miles de polluelas de poca fortuna que le elogiaban su sedoso cabello y sus grandes ojos negros. 

Para todos los juegos tenía Payno rara aptitud; en el billar se lucía, en los albures de ancianas era un primor, y en el baile una verdadera maravilla. 

Sus aspiraciones eran de gente encopetada: Juan de Dios Peza, los Mosos, sobrinos del Emperador Iturbide, Nacho Algara; los Suárez, Antonio y Juan, y los Peñas eran sus ideales, y se desvivía por acompañarlos en saraos y días de campo, bailes y correrías de ranchero. 

Habilísimo pendolista, se hizo lugar distinguido en la oficina, y sagaz con sus jefes, le criaron excelente reputación. 

La invectiva era el fuerte de Payno; transformaba un traje, sugería un peinado, y se creaba recursos, porque los de su buen padre eran escasos para vestir elegante y codearse con la alta sociedad. 

Casimiro Collado tendría de doce a trece años; acababa de llegar de España (año de 1838). Era realmente hermoso, de cabello rubio, sus ojos claros, su boca perfecta, su blancura alabastrina como transparentando los tintes de la aurora. 

Era Casimiro desembarazado y alegre. No obstante su escasa fortuna, tenía en la palma de la mano sus dineros a la disposición de sus amigos, y cuando hablaba, pero especialmente cuando recitaba versos, su voz cobraba naturalmente armonía deliciosa y seductora. 

Casimiro recibía mis confidencias poéticas, yo las suyas. Le contaba mis cuitas. Me correspondía, abriendo ante mí su relicario de recuerdos con la pintura de su padre, abogado, sabio y austero, de voz sentenciosa y ceja poblada; pero la bondad misma, y de la montaña, con aquel orgullo y aquel rentintín, y aquella grandeza que sólo saben los hijos de Santander. 

José Zozaya era el tipo del galán joven de la clase media: bello de figura, esmerado en el traje, melifluo cantor que se acompañaba en la guitarra las canciones, tiernamente mimado por una tía rica de quien era adoración. 

Zozaya era la deidad de las viejas a quienes complacía para las que tenía estampas, escapularios y obsequios, con quienes discutía de guisos y fiestas religiosas, y de quienes tenía encargos de todo género. 

En el colegio, nadie como Lacunza era mi asombro por su carácter y por su temprana sabiduría. Delgado, de cabeza enorme, recalcando la rr al hablar, frío, autoritativo y con supremo desdén por el que no fuesen los triunfos de la sabiduría. Lacunza era en el colegio una potencia. 

Comenzaba a estudiar leyes. En su acto de Filosofía se distinguió tan extraordinariamente, que el Presidente Pedraza, que fue padrino de su acto, le concedió de su peculio una pensión de diez y seis pesos mensuales que le daba D. Juan B. Lisos. 

Lacunza tenía una tía que le había servido de madre. Señora de alta alcurnia, de palabra altisonante y compasada; que fumaba purillos delgados y se embozaba como en una capa en su pañolón de lana para recibir visitas. 

A la señora dedicaba Lacunza sus atenciones filiales con tal reverencia y cariño, que nos admiraba: la velaba el sueño, la curaba en sus enfermedades, era su apoyo en las calles, su compañera en el templo, su esclavo en todas partes. 

¡Qué admirable era la inteligencia de Lacunza! Conocía el latín perfectamente, hablaba el francés con singular corrección, el italiano le era familiar, y si no pronunciaba bien el inglés, lo traducía con elegancia suma aun cuando se tratase de Shakespeare o de Swift.

Su cuarto estaba desmantelado, pero con muchos y buenos libros. Pasaba horas enteras bocarriba en su catre, leyendo o estudiando, sin acordarse de probar bocado, y era para él contento y halago que se le consultase sobre cualquiera materia y darle ocasión de participar de sus luces a sus amigos y compañeros. 

Le encantaba el sofisma; en la discusión era su placer apoderarse de los argumentos del contrario, ampliarlos, robustecerlos, hacerlos aparecer unos instantes como triunfando… para devastarlos de un soplo, exponiendo entre los escombros de sus raciocinios, anonadado a su adversario vencido… y volviéndole la espalda con indiferencia. 

Había llamado la atención su canto a Tampico, hecho motivo de la invasión de Barradas, y aunque tales antecedentes habrían podido abrirle la carrera y relaciones políticas, se negó constantemente a toda representación fuera de su colegio, cultivando consecuente la amistad de Juan Hierro, Vicente Gómez Parada, Manuel Tossiat Ferrer y yo.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz