Margarita Villaseñor (1934-2011)

Margarita Villaseñor. Sudario del corazón

por Enrique Serna (1959)

Enrique Serna, “Margarita Villaseñor. Sudario del corazón”, en Revista de la Universidad de México, nueva época, 156, Febrero de 2017, pp. 7-11 (Online disponible en: Margarita Villaseñor. Sudario del corazón | Revista de la Universidad de México)

Fallecida el 12 de agosto de 2011, Margarita Villaseñor dejó tras de sí una obra poética que acaba de ser recopilada por la editorial de la Universidad de Guanajuato, con prólogo de Enrique Serna. En El rito cotidiano Villaseñor desplegó con llaneza y sinceridad los íntimos asuntos del amor y su pérdida.

El amor y el dolor de perderlo son el tema predilecto de los poetas clásicos, pero desde que la poesía se encerró en un laberinto de espejos, los letristas de canciones populares casi han monopolizado ese territorio. El hermetismo divorciado de la emoción ni siquiera se propone escribir poemas de amor, un tema demasiado vulgar para los sumos sacerdotes de la palabra. Por fortuna, en México la consigna de poetizar sobre la poesía o de hacer filosofía del lenguaje en verso no ha logrado secar del todo el venero de la poesía amorosa, y de hecho, los clásicos modernos del género (Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Eduardo Lizalde, Efraín Bartolomé) auguran una larga vida a esa tradición continuamente renovada. Desde sus primeros poemas, Margarita Villaseñor cantó las alegrías y los quebrantos del alma enamorada, y de hecho, en la solapa de Tierra hermana, su segundo libro, Rosario Castellanos la adoptó simbólicamente como discípula, al manifestarle “la solidaridad profunda de esta especie de seres desollados que son los poetas. Y cuando le digo esto no sé de quién estoy hablando, si de usted o de mí”. 

En la poesía de Margarita Villaseñor, los artificios verbales se supeditan a la modulación de las emociones, al grado de componer una autobiografía sentimental que podemos ir reconstruyendo a partir de las pistas que ella misma nos proporciona. Hizo dos doctorados en letras, uno en la UNAM, otro en La Sorbona y, sin embargo, su impulso lírico rechazaba los antifaces eruditos. Como ella misma declaró en “Poema del domingo”: “Quiero oír la música sin hacer ostentación de la música. / Sentir la poesía de cada polvo de arena sin hacer análisis sistemático”. Olvidar la teoría literaria para escuchar el canto no aprendido de fray Luis de León o el son del corazón de López Velarde la llevó a prescindir de cualquier pedantería insustancial, de cualquier accesorio prestigioso que pudiera falsear su voz. Escribió serenamente canciones desesperadas, responsos dirigidos a un demonio de la guarda que le corregía el estilo por encima del hombro. Con estricta justicia, Carlos Monsiváis la llamó “la Lucha Reyes de la poesía mexicana”, pues al igual que nuestra legendaria cantante vernácula, Margarita gozaba, maldecía o se flagelaba con una audacia nudista infrecuente en las letras mexicanas. 

Nacida en la Ciudad de México el 30 de abril de 1934, María Margarita Villaseñor Sanabria se consideraba guanajuatense porque allá vivió toda la infancia y buena parte de la juventud. Su padre, el doctor en derecho Jesús Villaseñor Ayala, que llegó a ser presidente del Supremo Tribunal de Justicia de Guanajuato, poseía una formidable biblioteca y la inició desde niña en el hábito de la lectura. Su madre, María Sanabria Moreno, una encantadora mujer que tuve la suerte de tratar en una visita a Guanajuato, le inculcó los secretos de la gastronomía. Segunda de tres hermanas, nació en medio de Malena María, la mayor, y antes de María Concepción, la menor. Tuvo además un medio hermano, Jesús, que le llevaba doce años. La familia vivía en una hermosa casa colonial, frente a la presa de La Olla, en uno de los rincones más apacibles de Guanajuato. En “Dolor que dura cien años”, una elegía dedicada a la muerte de su madre, incluida en La morada desierta, Margarita evocó ese paraíso doméstico. Los lectores curiosos pueden escudriñarlo en Youtube, pues a finales de los setenta el cineasta Julián Pastor filmó ahí la versión cinematográfica de Estas ruinas que ves.

 La vocación literaria de Margarita fue muy precoz. Desde la adolescencia escribía villancicos que su padre publicaba en las tarjetas de Navidad repartidas por la familia. Apenas tenía 19 años cuando publicó su primera plaquette, Poemas, apadrinada por el poeta español Pedro Garfias, quien le dio la bienvenida en el Parnaso con un epígrafe en verso en que saludaba el nacimiento de su vocación, pero, al mismo tiempo, ponía en duda su carácter perdurable: “Si se apaga este amor, ¿se apagará esta voz?”, se preguntaba, aludiendo al amor de Margarita por el joven pasante de derecho Miguel Carrera, su novio, fallecido en un accidente de motocicleta en 1953, cuando ella tenía 16 años. En el extenso canto elegíaco “Tierra hermana”, Margarita se duele de ese golpe traidor y por primera vez incursiona en uno de los tópicos más recurrentes de su poesía: el mal de ausencia. La sensualidad de la niña viuda se sobrepone al duelo, o mejor aun, lo impregna de rocío cuando murmura con erotismo nostálgico: “el vaho de la tarde ha besado mis labios”. 

Por supuesto, la voz de Margarita no se apagó con esa llamarada. No hemos encontrado, por desgracia, sus Poemas cardinales, publicados por la Universidad de Guanajuato en 1964, pero con ese libro dejó en claro que tenía una vocación literaria firme. Marcada por la tragedia, hermosa, romántica, inteligente, se convirtió entonces en la musa joven más codiciada de Guanajuato. Su amiga Alicia Zendejas ha referido que, a mediados de los cincuenta, el poeta Marco Antonio Montes de Oca, de visita por la ciudad, se enamoró de ella y en su afán por seducirla “por poco se rompe la crisma cuando intentó escalar con una riata a la ventana de la habitación donde Margarita dormía”. Años antes, y según la misma fuente, un ilustre personaje de las letras mexicanas, cuya identidad no reveló Zendejas, fue rechazado por Margarita durante una fiesta en el Distrito Federal y amenazó con arrojarse a las llantas de un camión de volteo que recogía en Paseo de la Reforma los escombros del Ángel de la Independencia, recién caído en el temblor del 57. No sólo rompía corazones, también corrían leyendas picarescas acerca de su intimidad. Según me contó la propia Margarita, Jorge Ibargüengoitia se inspiró en ella para crear el personaje de Gloria Revirado, la seductora heroína de Estas ruinas que ves, aquejada de un soplo en el corazón que la mataría cuando tuviera su primer orgasmo, según el falso rumor esparcido en Cuévano por un grupo de borrachines. Ignoro si Margarita fue víctima de ese rumor en la vida real, pero hay un testimonio de su larga amistad con Ibargüengoitia: el responso fúnebre “Pase de abordaje”, que escribió al enterarse del accidente aéreo donde el novelista perdió la vida. 

Aunque en México le sobraban galanes, Margarita se casó por primera vez con un gringo de origen italiano, el músico Raymond Thomas Fabrizio, flautista de oro de la Sinfónica de San Francisco. Se conocieron en 1965, cuando Margarita fue invitada a la Universidad de Stanford en calidad de profesora huésped y vivieron juntos tres años en Monterey, California, donde tuvieron un hijo, el único de Margarita: Raymundo Fabrizio Villaseñor, que heredó la vocación paterna y más tarde sería un excelente pianista. En aquel tiempo (mediados de los sesenta), California era la cuna de una revolución cultural y ese ambiente de libertad aguijoneó sin duda el talento de la joven madre. En esos años escribió La ciudad de cristal, un libro dionisiaco y whitmaniano, en el que pasa de la condensación al desbordamiento lírico. De esa obra de plenitud sobresalen el “Poema del sábado” y el “Poema del domingo”, dos cantos de largo aliento, excepcionales en la obra de una poeta que por lo general prefirió las formas breves. Emancipada de las cadenas psicológicas que pesaban sobre las mujeres en la década anterior, exige de la vida “un átomo de luz para saber qué es lo que amo / una chispa de fuego para incendiar la rutina”, y agobiada por la grisura del lunes, se abandona al ímpetu de una pasión proliferante que desborda los límites del cuerpo humano: “En mi talle floreció el naranjo y en mi rostro florecieron los olmos / y mis dos brazos largos y tiernos como la yedra se asían al muro de tu cuerpo”. 

Después de su divorcio, Margarita guardó catorce años de silencio en los que no publicó ningún libro de poesía, quizá por falta de tiempo para dedicarse a la escritura, pues en esa etapa de su vida se consagró de lleno a la difusión cultural, al magisterio, a la adaptación de piezas teatrales y a la escritura de libretos para televisión. Como ha referido Carlos Ulises Mata en su valiosa “Recordación de Margarita Villaseñor”, en 1967 el rector de la Universidad de Guanajuato Euquerio Guerrero le pidió resucitar la enmohecida imprenta universitaria, con el encargo de publicar por lo menos doce libros al año y fundar una revista de humanidades. Para entonces Margarita había establecido ya muy buenos contactos en el medio intelectual y tuvo el acierto de publicar obras de gran valía: el Diario 1911-1930 de Alfonso Reyes, la Prosa de José Gorostiza, el Cuaderno de escritura de Salvador Elizondo, El tigre en la casa de Eduardo Lizalde, y el Libro de la imaginación de Edmundo Valadés. Por desgracia, el sucesor de Euquerio Guerrero, Manuel Fernández, echó en saco roto esa excelente labor editorial, pues según Margarita declaró a Mata, “al nuevo rector no le interesaba hacer libros”. 

Perdido su puesto en la universidad, tuvo que emigrar a la capital, donde Miguel Sabido la invitó a trabajar en Televisa. En coautoría con él escribió guiones de programas memorables como Cosa juzgada y El juicio de la historia y supervisó el contenido de varias telenovelas didácticas, además de colaborar con Sabido en sus montajes teatrales. Más tarde, en los noventa, escribió una telenovela de gran éxito: El extraño retorno de Diana Salazar. El teatro fue la segunda pasión de Margarita, desde que en los años cincuenta participó como actriz y adaptadora en los primeros entremeses cervantinos representados en las plazas de Guanajuato. En mancuerna con Sabido escribió una adaptación de La celestina que fue premiada en el Festival de Teatro de Manizales, Colombia. Alternaba su empleo en Televisa con las clases de literatura que impartía en la UAM Azcapotzalco, donde fue profesora durante más de 20 años. 

En la década de los setenta, Margarita alcanzó la plenitud de su belleza y tuvo dos uniones libres de mediana duración: una con el pintor Alberto Gironella y otra con el hispanista Luis Mario Schneider, con quien vivió un par de años en Sant Feliu de Guíxols. Les tocó presenciar un extraño fenómeno de psicología social que dejó en Margarita una huella muy honda: la reacción de júbilo popular, mezclada con histeria y llanto, que provocó la muerte de Franco en el pueblo español. Varios poemas de El rito cotidiano aluden velada o directamente a esa temporada en la Costa Brava.

Nuestra amistad comenzó, si mal no recuerdo, en 1980. Nos presentó Carlos Olmos, que acababa de estrenar La rosa de oro en el Teatro Santa Catarina, donde trabajaba el actor Homero Maturano, entonces pareja de Margarita. Por la férrea ideología marxista que me habían inculcado en la Facultad de Ciencias Políticas, su elegante residencia en la calle de Colima, una vieja casona de estilo francés, amueblada con sobrias antigüedades, me pareció un execrable monumento a los valores burgueses, pero el carácter alivianado y alegre de su propietaria, que desde el principio me acogió con una calidez maternal, desarmó de entrada todos mis prejuicios (también queda un testimonio visual de esa casa, pues en ella se filmaron algunas escenas de El diario de la peste de Felipe Cazals). He olvidado el menú de la cena que nos sirvió en una fastuosa mesa para veinte comensales, pero mientras lo paladeaba tuve la certeza de que jamás había comido mejor. Esa convicción se repitió durante los treinta años en los que tuve el privilegio de ser su invitado. Los guisos de Margarita eran poemas de arte mayor. En sus manos, hasta una sopa de fideos se volvía un manjar. Cocinaba con tal maestría que años después fungió como chef del restaurante El Olivo, un negocio del empresario Henri Donnadieu, co-propietario del bar gay El Nueve. 

Mi admiración por Margarita se acrecentó en otra cena a la que me llevó Carlos Olmos, cuando al calor de los digestivos nos leyó los últimos poemas de su cosecha. Preparaba entonces la edición de El rito cotidiano, que le valió el Premio Villaurrutia, y en esas lecturas comprendí que su temperamento romántico era la antítesis del medio tono burgués. Su lenguaje oscilaba entre la ambigüedad lúdica de la poesía vanguardista y la crónica íntima con sabor a bolero: “Me declaro insolvente / estoy convicta. Y me acojo / a la piel de este amor encarcelado / en la dorada forma del secreto”. En otro poema, dirigido quizás al mismo amante, murmuraba con un celo devorador: “Este es tu recinto y tu herradura: / los pinos son erectos y ya no hay preguntas”. Hay un gran salto entre sus poemas de juventud y ese libro desinhibido, audaz, tiernamente malicioso, que denota un largo proceso de maduración. Parafraseando a Blake, podríamos dividir en dos etapas la poesía de Margarita: la época de sus canciones de inocencia, escritas en Guanajuato, y la de sus canciones de experiencia, publicadas a partir de los años ochenta. 

La generosidad con que Margarita recibía a toda la gente del mundillo literario y teatral quizá no tenga parangón en la vida cultural mexicana. Su insólito desprendimiento, no siempre bien correspondido por la infinidad de personas que frecuentaban su casa, la condenó a padecer apuros económicos en la vejez. Gastaba fortunas en dar cenas opíparas a escritores, poetas, actores, pintores, directores escénicos, músicos, funcionarios culturales y colados de variopinto pelaje. Como la Mrs Dalloway de Virginia Woolf, necesitaba quizás un roce social intenso para no recaer en la depresión, un fantasma que la asedió a partir de los 40 años. A semejanza de los salones literarios parisinos de los siglos XVIII y XIX, presididos por mujeres de alcurnia o por cortesanas encumbradas que atraían a la aristocracia del talento, el salón de Madame Villaseñor era frecuentado por trasnochadores de gran valía. La diferencia es que los saraos de Margarita eran menos apretados y más dionisiacos. La gente decente se iba como a las dos de la mañana y nos quedábamos los bebedores de carrera larga. El gran director de teatro Julio Castillo, envuelto en un jorongo raído, se dormía durante largos tramos de la eterna sobremesa y luego despertaba con ganas de seguirla. “Ahí viene el güero”, daba la voz de alarma cuando despuntaba el amanecer. Margarita se apresuraba entonces a cerrar los postigos y la fiesta se prolongaba en una noche artificial. Adoraba a Julio Castillo y le cumplía cualquier capricho, por ejemplo, el de poner catorce veces en el tocadiscos “¿Y cómo es él?” de José Luis Perales, complacencia que una vez me hizo huir de su casa.

Cuando conocí a Margarita ya se juntaba principalmente con gente de la farándula pero aún mantenía buenas relaciones con la república de las letras. Seguía siendo amiga íntima de Salvador Elizondo, con quien se carteaba a menudo. De vez en cuando caían por su casa Sergio Pitol, Sergio Magaña, Margarita Michelena y Alí Chumacero, por mencionar algunos de sus contertulios. A mediados de los ochenta, cuando el gobernador michoacano Cuauhtémoc Cárdenas anunció la cancelación de un Festival Internacional de Poesía que había patrocinado en Morelia durante dos años, el evento se mudó al Distrito Federal con poco tiempo para hacer preparativos, y Octavio Paz acudió a Margarita para pedirle que su casa fuera la sede de los ágapes ofrecidos a los grandes poetas invitados. Los atendió varias noches a cuerpo de rey, poniendo dinero de su bolsillo. Pese a tener un trato cercano con grandes figuras de las letras, nunca pensó en utilizarlas para obtener reconocimientos. Ese tipo de mezquindades ni siquiera le pasaban por la cabeza. 

Por haber asistido a la gestación de varios poemas contenidos en De muerte natural y La morada desierta puedo aportar algunas noticias sobre las circunstancias de su escritura. En “Antítesis”, Margarita le reprochó a Carlos Olmos que en vez de correrse con ella largas parrandas, se fuera de su casa después de cenar. En ese tiempo, Carlos estaba escribiendo la telenovela La pasión de Isabela, un trabajo que temporalmente lo alejó de las francachelas. El poema no le hizo gracia, pues lo retrataba como una especie de nerd, y sin embargo es uno de los mejores de Margarita, pues revela en ella una vena satírica que debió haber explotado más. Paradójicamente, a partir de los años noventa, aquejado quizá por una inconsciente aversión al éxito, Carlos Olmos cayó en el alcoholismo. En materia de bohemia autodestructiva dejó muy atrás a la desdichada Margarita Gautier, cuya muerte gloriosa jamás merecería, según el poema. Sólo dejó de tomar cuando su médico le advirtió que tenía cirrosis. Para entonces ya estaba muy bajo de defensas (el hígado le funcionaba al veinte por ciento de su capacidad) y en 2003 se murió al pescar una gripe que rápidamente degeneró en neumonía. Margarita le dedicó entonces la elegía “Lunes 13”, incluida en La morada desierta, que narra las circunstancias de su muerte: Carlos pescó la gripe que lo mató en un viaje a Tuxtla Gutiérrez, donde había caído un diluvio que inundó su casa, y de regreso a México empezó a tener problemas respiratorios. 

“La covachita”, recopilado en De muerte natural, se refiere a La Covachita Taurina, una cantina ubicada en la esquina de Valladolid y Tabasco, que abría toda la noche mientras hubiera clientela. Supongo que el nombre del abrevadero, ya desaparecido, se debía a su proximidad con el viejo Toreo de la Condesa, demolido en los años cuarenta, que ocupaba la manzana donde luego se construyó El Palacio de Hierro de Durango. Allá íbamos a rematar algunas juergas, en las que discutíamos interminablemente de literatura o planeábamos el reparto de alguna obra de Carlos, oyendo las canciones del trío desafinado que rondaba las mesas. En “Agenda”, Margarita invoca a un amigo nuestro muy querido, el crítico y productor teatral Cuauhtémoc Zúñiga, asesinado en diciembre de 1982 por dos tipos que levantó en la calle al salir del bar Le Baron. Cuando Margarita ganó el Premio Villaurrutia, Cuauhtémoc le ofreció un coctel en su departamento de la calle Nueva York, en la colonia Nápoles, el mismo lugar en donde lo mataron un año después. Tras haber renunciado a la jefatura de teatro de la UNAM, Zúñiga produjo una pastorela en verso escrita por Margarita y dirigida por José Antonio Alcaraz, que estaba en cartelera cuando ocurrió el crimen. 

A mediados de los noventa, Margarita se casó con el actor Rafael Velasco. Vivieron juntos hasta que la muerte los separó en 2004, cuando Rafael falleció de un infarto. Buena parte de las elegías de La morada desierta deploran esa pérdida. Se había quedado viuda por segunda vez y en alguno de esos poemas reaparece el fantasma de Miguel Carrera, su llorado novio de la adolescencia. Entre una viudez y otra, Margarita conoció las aventuras de una sola noche, las pasiones con fecha de caducidad, el desgaste de la convivencia diaria, la “guerra de soledades atrincheradas”, y esa rica gama de experiencias se refleja en la poesía de su madurez. Debemos agradecerle que no se haya autocensurado, pues gracias a su sinceridad (“ser sincero es ser potente”, dijo Rubén Darío) nos dejó una novela intimista llena de vuelcos dramáticos, en donde las cumbres del placer compartido preceden a la angustia de la separación. Como todos los seres libres en una época de amores volátiles y precarios, vio llegar más de una vez “el instante que cambia en tránsito insensible / del amor al desdén en implacable péndulo”, y conoció las relaciones neuróticas viciadas por “la certeza muy cerca del cinismo / con la que llevamos este impulso de amor, esta falta de fe casi mentira / este abrazarnos y asumirnos / para mirarnos de lejos”. Escribió, en suma, de lo que nadie quiere hablar, de las llagas que más nos duelen, y en eso radica, me parece, uno de los méritos más notables de su poesía. Si Margarita escribía para sí misma y para “la gente de vida pequeña”, como dijo en el “Poema del domingo”, al mismo tiempo creía en “la inmensidad de la pareja” con una fe casi religiosa. Entre la infinidad de lamentaciones por sus amores perdidos, destacan por contraste sus vislumbres de la felicidad amorosa (“Preceptiva”, “Hacia la oración”, “Dibujo de dos amaneceres”) que celebran en voz baja, con un fervor delicado, las pequeñas glorias de las parejas bien avenidas. A pesar de haber vivido en plena crisis universal de la monogamia, Margarita quiso mantener vigente, tanto en la vida como en la escritura, el concepto neoplatónico del amor, que aspira a la fusión de las almas. Anhelaba entregarse hasta perder la identidad (“no soy quien soy sino quien eres”), centrar en un solo objeto de adoración el amor “que se prodiga en todo y no está en nada”. Ni su voz poética ni su amor se apagaron nunca, como temía Pedro Garfias, pues a pesar de sufrir descalabros sentimentales, toda la vida rindió homenaje al “origen y éxodo de todo lo que existe”. Al quedarse viuda y sola se aferró más aun a esa fe, como si anhelara consumar en la otra vida una versión profana de la unión hipostática del alma con Dios que persiguieron Santa Teresa y San Juan de la Cruz: “Hablo con tu lengua, miro con tus pupilas / oigo con el tímpano de tus oídos. / Y aun así / en esta dualidad que yo imagino / extraño a mi otro yo / y lo necesito”. Abolida la existencia individual, en sus últimos poemas Margarita se despidió de la vida con la certidumbre consoladora de haber formado un ser más completo. El “sudario del corazón” que tejió desde niña fue en realidad un vestido de novia. En el poema que me dedicó, “En propia mano”, Margarita me pedía, para cuando muriera, “una de esas palabras viejas, desgastadas, como una camisa muchas veces lavada”. Su muerte, acaecida el 12 de agosto de 2011, me sorprendió en Madrid, donde viví ese año. No pude asistir al sepelio ni tenía a la mano sus libros y sólo atiné a escribir una despedida que publiqué en el “Laberinto” de Milenio. Como esas frases consternadas me dejaron insatisfecho, agradezco a la editorial de la Universidad de Guanajuato que me haya permitido escribir este prólogo para hacerle justicia al talento y a la nobleza de una amiga irremplazable. Servida, hermana.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipérvinculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz