Carlos Fuentes (1928-2012)

Carlos Fuentes, oyéndome leer

por Vicente Leñero

Leñero, Vicente. “Lo que sea de cada quien. Carlos Fuentes, oyéndome leer.” Revista de la Universidad de México 107 (2013).

Según Henry James en su novela breve La figura de la alfombra, los escritores suelen fecundar sus obras de manera consciente o inconsciente, y al margen de la calidad literaria que consigan, con alguna clave oculta que subyace en las entrañas del texto. James la llama “el tesoro escondido”, que lectores y críticos necesitan desenterrar si quieren de veras acceder al imaginario profundo del autor, al sentido metafórico de una novela o un cuento. A veces tal ardid es un simple juego críptico. Otras —las dignas de búsqueda— una clave política, psicológica, quizá metafísica.

Cuando yo empezaba a escribir —antes de leer a Henry James— me daba por sustituir las gastadas moralejas de la literatura corriente con alguna clave oculta de imprecisa eficacia.

Así escribí uno de mis primeros cuentos que se llamaba La cartera. Se trataba de un relato en primera persona en la que el protagonista perdía justamente su cartera y mediante un discurso obsesivo, neurótico, desquiciante, trataba de recordar dónde diablos la perdió o cómo fue que se la robaron: aquí, allá, al salir de su casa, en la miscelánea, al llegar a la oficina. Con la misma voz obsesiva el personaje repasaba el contenido de lo que había perdido: los cuatrocientos pesos en billetes, la credencial aquella, la licencia de manejar con mi foto, me lleva la chingada…

No intentaba yo ilustrar un simple ejercicio de la corriente de la conciencia, sino plantear una metáfora de lo que significaba para el personaje el incidente. La pérdida de la cartera era como una pérdida de identidad, como la pérdida del amor, como la pérdida de la fe. Así de alucinado mi propósito.

Guardé el cuento y lo olvidé hasta 1965 cuando compartía una beca en el Centro Mexicano de Escritores. Margaret Shedd, la directora, andaba preocupada. Como Ramón Xirau ya no fungía como tutor, consideraba necesario elevar el nivel analítico de las sesiones para juzgar mejor los trabajos de los becarios. Decidió entonces invitar a exbecarios célebres a que opinaran sobre nuestros textos. Una tarde invitó a Rosario Castellanos para escuchar fragmentos de Farabeuf de Salvador Elizondo. Luego anunció que iría Carlos Fuentes cuando tocara mi turno.

Carlos Fuentes ya era famoso —lo fue siempre—. Lo conocía superficialmente gracias a un par de encuentros y pensé en impresionarlo, no leyendo un fragmento de la novela que escribía entonces sino con un cuento, eso es, con aquel cuento de La cartera, lo recordé. 

Fuentes era el indicado, muy bien. Él sí que sabía de narrativa, de tretas literarias, de metáforas. Sólo un escritor como él era capaz de desentrañar los contenidos ocultos de un cuento como aquél, de comprender el juego, de captar más allá del incidente pueril su clave metafísica.

Lo leí bien, con voz segura, con pausas bien medidas. Sentía sin embargo que durante mi relación, pese al silencio respetuoso, tanto la señora Shedd como mis compañeros no alcanzaban a apreciar mi sencilla historia. Carlos Fuentes, sí, por supuesto. Él era un señorón de las letras, y para su fino oído, para su malicia en el manejo de las palabras, mi secreto oculto le resultaría evidente.

No lo fue, por desgracia. 

Cuando terminé la lectura, Fuentes tomó la palabra sin que Margaret Shedd se la diera. Empezó diciendo que todos los escritores, sobre la página en blanco y frente a la máquina, cometíamos fallas, equivocaciones, porque escribir significa siempre un riesgo que nos lleva a caer en el error, y el error nos obliga a arrojar nuestras páginas al cesto. Tal era mi caso. El cuento que yo acababa de leer —perdón que te lo diga, dijo— resultaba un simple maquinazo. Después del descontón, se puso amable: 

—Tú eres un buen escritor —me señaló agitando el índice como un maestro de escuela—, lo sé, te he leído, pero el primero que debe darse cuenta eres tú. No vale la pena hablar de esto, Margaret. Sería injusto para ti —me volvió a señalar ahora con la mano extendida—. Olvídalo. Como si no nos hubieras leído nada.

Ninguno de los presentes abrió la boca y pienso que Elizondo al menos, por un gesto afectuoso que me envió —a lo mejor era uno de sus tics— me compadeció del mal trago.

Carlos Fuentes se puso a disertar entonces sobre la técnica de la narrativa breve. Sobre los grandes maestros: Chéjov, Hemingway, Salinger, Cortázar. Ocupó toda la sesión hablando con su acostumbrada brillantez. Cuando salíamos del Centro de Escritores tuve la tentación de decirle: no entendiste mi cuento, Carlos; y explicarle el secreto oculto de La cartera, su clave metafísica: la pérdida de la fe. Me hubiera respondido de seguro: pues no te diste a entender, lo siento. Y tal vez tendría razón.

Transcripción y edición por Liliana Sánchez

Hipérvinculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz