Vicente Leñero (1933-2014)

Ausencia de Vicente a un año

Por José Luis Martínez

 Texto leído en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, el 1 de diciembre de 2014, con motivo del primer aniversario luctuoso de Vicente Leñero. José Luis Martínez S., “Ausencia de Vicente a un año”, en Revista de la Universidad de México, nueva época, núm. 143, enero de 2016, pp. 58-59. Online disponible en: Ausencia de Vicente a un año | Revista de la Universidad de México

Luego de un fructífero andar por los caminos del periodismo, la novela, el guionismo cinematográfico y la dramaturgia, Vicente Leñero (1933-2014) logró convertirse plenamente en lo que fue su vocación y su ambición: un escritor de tiempo completo dedicado a la construcción de historias y personajes que le consiguieron el aplauso y la admiración de lectores de varias generaciones.

En el libro inédito Vicente Leñero para jóvenes, Felipe Garrido reúne recuerdos, entrevistas y textos en los que Leñero mira su vida, habla de sus aficiones, de su experiencia como lector y de sus comienzos en la escritura. Es un libro muy recomendable para conocer de cuerpo entero al autor de Los albañiles (1964) o, mejor dicho, lo será cuando se publique. 

En las primeras páginas dice: “Yo nací en el mero centro de Guadalajara, pero mi padre era de Tlaltizapán, Morelos, y mi madre de Tacubaya, De Efe”. 

Más adelante, precisa: “Mi madre tenía 33 años cuando nací, en una casa de la calle de Coronillas, del sector Hidalgo, a unas cuantas cuadras de la Catedral”. 

Leñero nació el 9 de junio de 1933. Sólo vivió unos meses en la capital tapatía, pero siempre tuvo presente las palabras de su padre cuando, años después, en una de las tantas visitas que hacían a Guadalajara, lo llevó a la casa de la calle Coronillas y le dijo: 

—Aquí naciste tú. Aquí estaba la cama. Aquí la máquina de coser. Aquí teníamos un silloncito… No lo olvides nunca, tú eres de aquí. 

La familia Leñero había viajado a Guadalajara en busca de mejores horizontes económicos; su padre creyó que allá podría prosperar, pero fracasó y tuvieron que regresar a San Pedro de los Pinos, de donde habían salido con los tres hijos que antecedieron a Vicente. En realidad, este siempre vivió en el Distrito Federal, pero se sentía tapatío de pies a cabeza y era partidario de las Chivas Rayadas. 

En un discurso pronunciado en la ciudad donde nació, admite: “Nunca he vivido, lo que se dice vivir en Guadalajara, pero sigo siendo de aquí. No me he distanciado. Pertenezco a la ciudad como quien se siente ensartado a la tierra original por una raíz que lo sigue nutriendo de recuerdos. Hoy regreso a cada rato. Con cualquier pretexto”.

Es impresionante el arraigo de Leñero con “la tierra que lo vio nacer” —como decía la gente de otro tiempo, un tiempo en que los gustos y las afinidades se cocinaban a fuego lento, sin la prisa que ahora propicia la pérdida de identidad e incluso de recuerdos. 

Leñero sentía una gran admiración por su padre, empeñoso pero a la vez poco apto para los negocios. Era un soñador que, pese a sus derrotas, se obstinó en procurarles lo mejor a sus hijos: les dio una buena educación y construyó una casa para cada uno de ellos. 

Vicente sentía devoción por él. En una entrevista con Silvia Cherem, publicada en la Revista de la Universidad de México, reconoce que para él su padre “fue un gigante con un poder hipnótico”. 

“Si soy justo —agrega—, mi papá determinó mi gusto por la ingeniería y mi afición por las letras. Cuando éramos niños, nos compraba carros de tierra para que ‘construyéramos’ carreteras y colonias en las montañas de tierra lama de los terrenos que iba adquiriendo; pero también empecé a escribir porque quería que mi padre se sintiera orgulloso de mis textos, como de los de mi hermano Armando, que nos leía de sobremesa”. 

Su padre le heredó el amor por Guadalajara, el gusto por la lectura, la pasión por el ajedrez. De su madre sacó el carácter introvertido, la voluntad del silencio. De ambos, la religión católica, que ejerció de una manera crítica, sin fanatismo ni alardes de monaguillo.

Leyendo a Verne, Salgari, Mark Twain y muchos otros autores en la biblioteca familiar, nació su vocación literaria. Viendo teatro, sobre todo de marionetas, quiso ser dramaturgo. Comenzó a apuntar sus reflexiones en un diario y redactó sus primeros cuentos en una máquina de escribir Remington. 

El periódico católico Impulso fue su bautizo como editor y en la revista Señal se adentró en el mundo de creyentes célebres, de hombres como José Vasconcelos, quien en una entrevista le habló de sus vicisitudes políticas, de sus vaivenes en la fe, de sus aciertos y tropezones. 

Leñero estudiaba ingeniería y simultáneamente periodismo en la Escuela Carlos Septién García. No le interesaba ser reportero, sino aprender a escribir.

En la Septién García —le cuenta a Silvia Cherem— “el nivel era deplorable, pero conocí el mundo periodístico. Por buen alumno, me becaron para cursar un diplomado en el Centro de Cultura Hispánica de Madrid. Mi papá se opuso, pero mi hermano me pagó el boleto”. 

España fue una experiencia fundamental; Leñero conoció escritores y se adentró en un medio en el que participaría el resto de su vida: el periodismo o, más bien, la escritura, porque en Leñero todo llevaba a lo mismo, a la construcción de historias y personajes, no importaba si eran de la ficción o de la realidad. 

Leñero quería escribir y eso fue lo que hizo. En su juventud incursionó en la poesía, un episodio que infructuosamente quiso borrar de su biografía. Escribió radionovelas, fue columnista y editorialista de Excélsior, dirigió la revista Claudia, en la que tuvo como compañeros a Gustavo Sainz, José Agustín e Ignacio Solares. Dirigió Revista de Revistas, una publicación de la casa Excélsior que andaba de capa caída y en la que Solares fue su jefe de redacción. Y todo esto sin dejar de escribir sus libros, en los que exploró los más diversos géneros, sin abandonar otros proyectos personales. 

“Después de cuatro años de dirigir Revista de Revistas —le dice a Silvia Cherem— me cansé del periodismo, quería escribir una novela sobre el ambiente periodístico. Le pedí una cita a Scherer para renunciar, pero él me propuso que me alejara sólo unos meses, no concebía que alguien quisiera dejar el periodismo”. En esas estaban cuando sucedió el golpe a Excélsior, en julio de 1976, y la terca realidad le regaló lo que quizá sea su mejor libro: Los periodistas, crónica novelada de aquellos días.

Vendrían luego el exilio y la experiencia de Proceso. Escribió y publicó nuevos libros, nuevas obras de teatro, guiones para cine, anécdotas, cuentos e historias. En la Revista de la Universidad de México su columna “Lo que sea de cada quien” se volvió imprescindible para conocer al Leñero más íntimo, para asomarse a sus recuerdos, homenajes, ajustes de cuentas, a una manera de contar la vida llena de imaginación y humor. En ella resplandece la memoria del hombre que murió el 3 de diciembre de 2014 con la satisfacción de haber sido lo que quiso ser: un escritor de tiempo completo, un escritor total.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz