Jorge Ibargüengoitia (1928-1983)

¿De qué viven los escritores?

Por Jorge Ibargüengoitia

Jorge Ibargüengoitia, “¿De qué viven los escritores?”, en Revista de la Universidad de México, núm. 4, diciembre de 1962, pp. 12-13. Online disponible en: ¿De qué viven los escritores? | Jorge Ibargüengoitia (revistadelauniversidad.mx)

Se dice que en otras partes del mundo los escritores viven de sus regalías; es decir, que dedican un determinado número de horas a la ejecución de un trabajo y que ese trabajo les produce cierta cantidad de dinero que les permite vivir con estrechez o lujo, según la potencialidad económica de su obra.

Gilbert, el de Sullivan, escribió que después de terminar el primer acto de cada una de sus obras, era muy propenso a unos ataques de ennui que le venían, y que para evitarlos tenía la costumbre de tomarse unas vacaciones en París, de las que regresaba muy reconfortado, optimista y dispuesto a escribir el segundo acto. Tennessee Williams declaró el otro día, bastante angustiado, que ya nomás le quedaban doscientos cincuenta mil dólares. Saint Clair Mackellaway se dio el lujo de cablegrafiar un cuento desde Edimburgo hasta Nueva York, en donde lo rechazó el editor. Claro que a otros les va muy mal, pero cuando menos hay quien se mantienen del oficio. Esto quiere decir que en otros países la literatura es algo que en determinado momento puede convertirse en pesos y centavos. 

En los países bien organizados, la situación del escritor corresponde a la de los demás oficios, y está sujeta, como éstos, a las leyes de la oferta y la demanda; alguien cobra por escribir y alguien paga por leer, esto supone que alguien quiere escribir y alguien quiere leer. En los países mal organizados, como el nuestro, hay muchas gentes que quieren escribir y muy pocas que quieren leer y menos que están dispuestas a pagar por leer. Esta anomalía provoca varios cultos, instituciones y estados de ánimo. 

Los cultos

De la creación. Es bien sabido que todas las actividades no remuneradas llegan con el tiempo a adquirir un status heroico, y los que las desempeñan, se convierten en una mezcla de sacerdote y mártir. Esto produce frutos: las revistas se llaman La Palabra y el Hombre, México en la Cultura, Letras Potosinas, La Espiga Amotinada, la Zarza Impertérrita, o qué se yo: los prólogos dicen que “… esta obra, debida a la pluma de don Fulano de Tal, etcétera!, o bien, “con esta obra, Mengano reafirma como nunca, su posición de centro delantero de mayor peligrosidad en nuestra intelectualidad raquítica, etcétera”: las obras, por su parte, se llaman Derecho de señor, Oficio de tinieblas, La lucha con el ángel, etcétera. A este culto de la creación se debe que las presentaciones se hagan: “Fulano es poeta, Mengana es escultora, Perengano es filósofo, ¿usted a qué se dedica?”.

De la cultura. La cultura, como lo sabe toda la gente de provincia, es una actividad penosa pero necesaria; por consiguiente, hay que asistir a ciertas representaciones y comprar ciertos libros, aunque no se lean. Esto, como es evidente, produce una serie de obras de arte no percibidas o no apreciadas en la perspectiva que les corresponde. Se supone, por ejemplo, que mientras menos ejemplares se vendan de una obra, es más exquisita y por consiguiente mejor, o bien, se recibe sin ningún asombro la declaración de un novelista en el sentido de que su misión es la de introducir en la novelística mexicana los sistemas de Dos Passos y Rocafluent. 

Las instituciones

Contra lo que generalmente se supone, pocos gobiernos en el mundo están tan interesados como el mexicano en el bienestar de sus escritores. Todos nosotros sabemos que tarde o temprano, y que en mayor o menor escala, estamos destinados a vivir del Presupuesto. 

 La ayuda gubernamental adopta muchas formas. Una de las más importantes consiste en el conocido vicio latinoamericano de llenar el mundo de embajadores-poetas. Otra, son los concursos. Cada año se otorgan premios por valor de muchos miles de pesos, flores naturales, diplomas y medallas de ora, plata, plomo y bronce “a la mejor composición en verso, de cien páginas, destinada a glorificar la Gesta de Zapopan”, etcétera. Por supuesto que nadie, ni los jurados, leen nunca estas composiciones, pero hay quien vive de ellas. 

    Para los principiantes hay otras instituciones, como el Centro Mexicano de Escritores, que los mantiene “mientras templan sus armas” y se resignan a morirse de hambre. 

También puede uno dar clases; en las universidades se han fosilizado más de la mitad de nuestros intelectuales. 

Los estados de ánimo

Al cabo de veinte años de oficio, el escritor mexicano se sumerge casi irremediablemente en dos estados de ánimo; o bien se deja crecer unos bigotes a la inglesa y compra pipas y les dice a los que se encuentra en la calle, lleno de entusiasmo, “daremos la batalla en la OEA”, o bien, se torna taciturno y va de café en café diciendo que nadie sabe nada y que tiene doce obras sin publicar. (Yo pertenezco a esta segunda categoría). 

Vida y milagros de un escritor dramático 

Haciendo uso de los derechos que me confiere mi calidad de escritor fracasado por excelente, me voy a permitir dar algunos datos que pueden servir de respuesta a la pregunta que sirve de cabeza a este artículo. 

    La fama que tengo de vago y mantenido es completamente inmerecida: soy jefe de familia de tres cabezas desde los dieciocho años, y estoy seguro de que nadie ha perdido tantos empleos como yo. 

    Cuando llegué al umbral de la carrera de Letras tenía yo veintitrés años, setenta mil pesos en documentos y una experiencia de más o menor lo siguiente: Había estudiado hasta cuarto de ingeniería, y lo había reprobado por completo; había trabajado de topógrafo, de laboratorista de mecánica de suelos, de calculista de lo mismo y de dibujante; había sembrado jitomate con un éxito arrollador, lechugas, maíz y frijol (sin éxito el frijol); y no sabía cómo limpiar una noria e instalar una bomba. Ahora bien, como ninguna de estas actividades es de utilidad para un escritor, vivía yo de los setenta mil pesos. En 1953 me compré un terreno en Coyoacán, y desde ese momento se acabó mi vida de rentista. Estaba yo a la ventura. Era diciembre, había yo terminado mis estudios para Maestro en Letras Especializado en Arte Dramático sin pena ni gloria, y lo primero que se me ocurrió fue presentarme en la Universidad Iberoamericana a pedir unas clases. Me las dieron inmediatamente, y de Doctorado. Durante la primera parte de 1954 viví de los $480 que me pagaban por mis clases y los $100 que me daban a veces en la Universidad por sustituir a Usigli; luego en septiembre, me gané la beca del Centro Mexicano de Escritores y montaron Susana y los jóvenes que me produjo mil pesos de derechos. En esa época pagaba yo cincuenta pesos de renta, así que con los mil o mil quinientos pesos que hacía yo cada mes, podía vivir en la opulencia. Así pasó un año. En 1955, me becó la Rockefeller en Nueva York, brindándome de esa manera, no sólo la oportunidad de ver otras tierras, sino la de poder comprarme camisas cada vez que me diera la gana. Cuando regresé de los Estados Unidos, me encontré con que el Centro Mexicano de Escritores estaba tan satisfecho con mi actuación que había decidido concederme otra beca. Aquí fue cuando empezó mi neurosis. Se me ocurrió hacer un poco de ascetismo. Dejé mis clases y otras actividades y me reduje a vivir con la beca del Centro. Recuerdo que esta época Carballido me llevó con Jorge Ferretis [rip] para que me diera un trabajo de “defensor de la dignidad nacional en contra de los insultos que siempre están listos a proferir contra nuestra patria las compañías de películas norteamericanas e inglesas”, peor el difunto me causó tan mala impresión que no volví a poner un pie en su despacho. Pasaba gran parte del tiempo en el rancho, bueno, en lo que quedaba del rancho, y allí escribí Ante varias esfinges. Nadie lo ha de creer, pero esa obra me costó un trabajo ímprobo. Cuando acabé la obra a que ya hice referencia y la beca estaba a punto de terminarse, se murió un tío mío y me heredó cien mil pesos. 

    Empecé a construir una casa y me dediqué a toda clase de francachelas, de manera que cuando empezó el año de 1957 ya debía yo ciento cincuenta mil pesos. En el año de 1957, gané $300 por un trabajo de topografía. 

    En 1958, perseguido por mis acreedores, me vi en la necesidad de buscar trabajo. Las becas estaban agotadas, las clases en la Universidad habían ido a parar a manos de Luisa Josefina Hernández (Además, don Julio Jiménez Rueda [rip] estaba convencido de que yo acabaría rompiéndole un brazo y no quería verme ni de lejos, ni de cerca. Cuando recibí mi herencia, había insultado a los jesuitas de la Iberoamericana diciéndoles que estaban jugando a la escuelita, así que no tenía caso volver a pararme por ese lugar. Fui a Bellas Artes a pedir trabajo de Comisario Foráneo o como se llame. Me pintaron uno de los cuadros más siniestros de los que tenga noticia. Los sueldos eran inmundos, pero tenía uno el derecho y la libertad de hacerle la barba al gobernador del Estado al que fuera uno asignado, para que lo suplementara. Había dos vacantes, una comprendía desde Oaxaca hasta la frontera con Guatemala, y la otra el Valle del Mezquital. Rechacé la proposición y me lancé a pedir trabajo de traductor. Quiso la mala suerte que cayera en Novaro, que paga $6 la cuartilla y en donde había un señor barbón que me decía cómo usar las preposiciones. Traduje un libro de psicología de los animales, que era fascinante otro que se llamaba El sexo y la sociedad, que era muy divertido; otro que se llamaba historia del libre pensamiento, que había sido escrito en 1910, y cuyo autor, Bury, afirmaba que no era probable que hubiera más persecuciones, ni guerras, ni nada por el estilo. En ésas estaba, traduciendo dieciséis cuartillas diarias para poder sobrevivir, cuando apareció el espejismo del Cine. Se presentó una persona que quería yo (tan talentoso) le ayudara a escribir argumentos, con gran sigilo, porque se suponía que lo que hacíamos era altamente ilegal. Estuve trabajando con esta persona cuatro meses a matacaballo y a las horas más inoportunas. Durante ese tiempo produjimos varios argumentos que pueden ser considerados entre los engendros más abominables del cerebro humano. Después de todo esto, gané cuatro mil pesos, en abonos. 

    Decidí independizarme económicamente y convertirme, como Basurto, en un escritor de éxito. (Ahora comprendo que ésta ha sido una de las mayores estupideces que se me han ocurrido). Escribí dos obras de teatro y tres argumentos, que había yo decidido vender like hot cakes. En efecto, provisto de una carta de Alfredo Robledo en la que me presentaba como uno de los mejores escritores de la nueva (¿?) generación, me apersoné en casa de Manolo Fábregas con El viaje superficial. A Manolo Fábregas le gustó la obra, me prometió montarla y me dio un anticipo: después se le olvidaron el anticipo y la obra. La otra, Pájaro en mano, estuvo durante un año programada para el Repertorio de Bellas Artes, y no dejó de estarlo hasta que no quebró dicha compañía. Uno de los tres argumentos, La opulencia de Tarragona, logró casi enloquecer de gusto a seis productores, pero nadie lo compró. Hace seis meses todavía, un productor, o mejor dicho,el arbiter elegantiarum de un productor, me preguntó si me atrevería a dirigirlo; le contesté que no me atrevería ni a leerlo. 

    Como es de suponerse, ese año viví aumentando mi pasivo. 1960 es el año de mis éxitos. Trabajé casi de costurera. Escribí una obra para Bellas Artes en la que salía el Cura Hidalgo con la Virgen de Guadalupe; dos para el Recreo Infantil del Bosque; una para el Seguro Social, que era una versión no esotérica de Los signos del Zodíaco (que no le gustó a nadie, pero me pagaron religiosamente), la octava parte de un argumento espantoso y casi la totalidad de otro más espantoso. Además, escribí el libreto de una comedia musical, que —según yo— estaba destinada a abrirme las puertas de la gloria. Se suponía que Tomás Segovia haría la letra de las canciones y Joaquín Gutiérrez Heras, la música. Cuando vieron el libreto estos dos personajes, les pareció horrible y me dijeron que no estaban de humor. El libreto está guardado en un cajón. A fines de 1960, me gané dos concursos, uno del Ateneo Español, de dos mil pesos, con una obra escrita en 1957, y otro de la ciudad de México, de veinticinco mil, con la obra del Cura Hidalgo y la Virgen de Guadalupe a que ya hice referencia.

    En 1961 me dediqué a la arquitectura: supervisé la construcción de una casa y escribí mi obra maestra, El atentado, que ya ha sido rechazada por tres editoriales. 

    Este año he presenciado uno de los fenómenos más misteriosos debidos al subdesarrollo: las mismas personas que no les interesan mis obras, me pagan por opinar; he vivido casi de mis opiniones. ¿No es extraño?

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz