Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013)

Rubén Bonifaz Nuño. El amigo y el poeta

Por Beatriz Espejo

Beatriz Espejo, “Rubén Bonifaz Nuño. El amigo y el poeta”, en Revista de la Universidad de México, nueva época, núm. 110, abril de 2013, pp. 31-35. Online disponible en: Rubén Bonifaz Nuño. El amigo y el poeta | Revista de la Universidad de México

Los ecos de la muerte de Rubén Bonifaz Nuño continúan llamando al recuerdo de nuestras letras. Apoyándose en los instrumentos de la emoción y el homenaje, Beatriz Espejo rememora su amistad con el autor de As de oros.

Estoy consciente, cada vez con mayor certeza, de que todos los días se muere un poco; pero el día de tu muerte morí más. Contigo se fue parte de mi adolescencia y juventud y me vinieron en tropel una serie de recuerdos felices que al traerlos hasta tu féretro se convirtieron en dolores agudos. El gran afecto no me impide, como suele suceder con seres muy cercanos convertidos en parte de uno mismo, entender la excelencia de tus libros, tu gentileza, la lucidez de tu genio pragmático y creador y reconstruir el momento de nuestro primer encuentro. Con tu chaleco de brocado hasta la cintura, cuyo modelo sacaste de una revista del siglo XIX, tu leontina antigua, tu melena negra y tu sonrisa casi automática que mostraba dientes poderosos de niño tigre, como diría Agustín Yáñez, apareciste una tarde por la Facultad de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria. Se trataba de mi primer día de clases y la ignorancia abismal y el desparpajo habitual característicos de mi persona me hicieron preguntarte si eras Rodolfo Usigli anunciado en las listas de materias y horarios colgados en las paredes y a quien ansiaba conocer por haber asistido con mi familia a una representación reciente de El gesticulador. Sorprendido y seguramente disfrutando semejante tontería, contestaste que Usigli no tardaría en llegar recortado en la luz de las cuatro de la tarde que entraba a raudales por la puerta encristalada paseando su mirada estrábica sobre las alumnas guapas; además de su bizquera, lo identificaría gracias a su magnífico bastón con mango de marfil y a su opulento anillo con un cabujón de esmeralda. 

Ya habías cursado carrera de abogado que dejaste sin pensarlo cuando te tocó un desahucio. Luego habías ganado flores naturales y sabiamente le diste vuelta a tu camino para escribir los bellos poemas a los que estabas destinado. 

A partir de nuestro intercambio de frases tan desiguales fuimos amigos, únicos intérpretes y público único de conciertos pianísticos que alegraban con valses y preludios de Chopin la sala de mi casa. Yo solía romper el esquema y tocaba pasajes de la Suite Iberia. Mi “Granada” se soportaba haciendo acopio de buena voluntad, pero “Leyenda” me sacaba extraños ímpetus de campeona que le habrían puesto los pelos de punta a Albéniz: metía el pedal como si concursara en una carrera de caballos. Intentabas frenarme y para darme ejemplo ponías frente al teclado tus pequeñas manos que apenas tocaban las notas llenaban el espacio con la sutileza de un nocturno. No es que fueras verdadero virtuoso. Eras sensible y dotado. Aparte me aleccionabas porque tenía la desfachatez de leerte mi dizque poesía brotando a raudales. Jamás me desalentaste aunque cansado preguntabas en cuánto tiempo componía aquellos intentos literarios. Te dije sin pestañear que podía escribir uno todos los días, lo cual debió doblarte de risa. Hasta que te mostré cuatro líneas perdidas en la montaña de papeles. Finalmente sentenciaste: comienzas a escribir porque pudiste expresar una idea de manera clara y concreta. Al buen entendedor le sobran las palabras y en ese momento supe que mi camino era la prosa. Dejé la poesía para los bienaventurados como tú que logran llevar sus líneas hasta las plantas de Dios. 

Te pregunté si los poetas contaban las sílabas como los demás mortales. Repusiste que tienen la música por dentro y para demostrarlo conversaste en octosílabos. 

Íbamos al cine cuando las películas de vaqueros me encantaban, por herencia de mi abuela paterna. Cómo se ganó el Oeste nos parecía un clásico del género y la entronizábamos epopeya. ¿O es que dabas rienda suelta a mis opiniones exageradas? Y un día de tantos me anunciaste lleno de timbres triunfales que la AMA acababa de extenderte licencia automovilística y te disponías a demostrarme tu inigualable pericia ante el volante. En aquel México tranquilo, de tu casa de Frontera, en San Ángel, a la mía de Pestalozzi, en Narvarte, no tardarías más de veinte minutos. Hora y media después creí que habías sufrido algún accidente y salía al balcón para otear la distancia hasta descubrir un punto blanco de Volkswagen que avanzaba a rueda lenta por el horizonte. 

Ocasionalmente me invitabas a comer. El Normandí que estaba en un sótano y en un edificio muy entrañable, pues allí había tenido mi padre sus oficinas en el llamado pen Hause, era nuestro restaurante favorito por una crema de langosta que nos dejaba alelados de puro placer y una variedad de postres que sólo mediante golpes de decisión yo lograba elegir gracias a la voracidad con que los terminaba. Esas comidas me resultaron tan importantes y quizá tan literarias que las aproveché en la novela corta titulada Todo lo hacemos en familia, donde una muchacha traviesa se hipnotiza ante alguna charola de pasteles que le presenta el mesero y no se preocupa por parecer abusiva frente a un general sonriente, tutor suyo. Deformé la realidad. Al contrario de mi protagonista masculino, mientras pasabas la servilleta por los satisfechos bigotes decías que te daba lo mismo degustar un menú gourmet que zamparte diez tacos de carnitas parado sobre la banqueta acompañado por tus alumnos en algún puesto de San Cosme y jugando competencias a ver quién se daba por vencido enfrentando la vergüenza. 

Una tarde frente al portón de mi casa vimos a un ciclista quitado de la pena. Cantaba a voz en cuello “yo no nací pa’pobre, me gusta todo lo buenooo”, lo contemplaste azorado y casi para ti mismo dijiste: “Pobre infeliz, ¿qué sabes de lo bueno? Nunca has leído a Neruda, ni has pisado un museo ni escuchado a Mozart ni contemplado una pintura de Ricardo Martínez ni has oído hablar de Miguel Ángel”. 

Asistías a clases para doctorarte en letras clásicas y solíamos sentarnos juntos hasta una vez que fui al fondo del salón y lo tomaste como rechazo, a pesar de que alguien me había hecho señas de que me guardaba lugar. La misma molestia te causó que no aceptara, temiendo regañadas maternas, un violincito de oro que quisiste regalarme. Supongo que escuchabas las declinaciones y los discursos de Cicerón cumpliendo con el ritual para conseguir el título en las clases de Amancio Bolaño y de otros latinistas; pero de seguro era una formalidad, rápidamente traducías con Amparo Gaos, instalada en su dulce galanura, bellas versiones de poetas latinos. Ya para esas épocas habían salido y seguían saliendo tus libros trabajados con impecable constancia. Imágenes, 1953, donde —según tus propias palabras— afilabas armas, Los demonios y los días, 1956, uno de los poemarios de amor más hermosos de nuestras letras, El manto y la corona, 1958, y una obra magistral: Fuego de pobres, 1961. Tu producción continuó sin pausas: Siete de espadas, 1966, El ala del tigre, 1969, La flama en el espejo, 1971, De otro modo lo mismo, 1979, que reunió composiciones no coleccionadas antes en volumen y escritas a lo largo de veinte años. As de oros, 1980, El corazón de la espiral, 1983, Albur de amor, 1987, cuyo título evoca a Guty Cárdenas tan respetado por ti como José Alfredo Jiménez

Cuando eras director de la Imprenta Universitaria a los amigos que te preguntaban: “¿Cómo estás?”, respondías sin titubear: “A todo dar”; pero con las mujeres, al igual que Alí Chumacero, te mostrabas confidencial. Me hablaste de tu padre telegrafista, de tu hermano Alberto a quien amabas mucho, de tu hermana Bertha, de tu madre que no salió de su cuarto en muchos años, de tu matrimonio fallido. Y de pronto te encontré malhumorado contra los “comunistas” que estaban en el salón de enfrente dedicados a sus cosas en lugar de corregir pruebas de libros próximos a salir, en detrimento de tus propios escritos ya que te obligabas a trabajar hasta sábados y domingos: “Ven”, me dijiste, “vamos a verlos para que te des cuenta de lo cómodos que pasan el tiempo”. Los espiamos por la puerta entreabierta. Eran Eduardo Lizalde, Tito Monterroso y Marco Antonio Montes de Oca, que en ese momento bromeaban sobre alguna ocurrencia. “¡Te lo dije!”, afirmaste convencido. “¿Y por qué no les llamas al orden?”. Entonces me miraste con extrañeza: “¿Cómo quieres que haga eso si trabajan en cosas bellas para México?”, contestaste sin prestar pie a ninguna controversia. La alternativa aparente se presentó. Te nombraron coordinador de Humanidades: “Lo que más me gusta”, confesaste, “es que voy a quitarme de encima a los enemigos de las galeras”; pero Huberto Batis te sustituyó y uno tras otro los llamados “comunistas” se refugiaron bajo tus brazos protectores. 

Fuiste testigo de mi primer matrimonio a la salida del cual vaticinaste un fracaso. Acertaste y en una larga tarde me echaste sin parar la culpa y me aconsejaste arreglar los problemas. No lo conseguí y en cambió fui jefe de Acción Educativa en el Departamento Central, mi único puesto burocrático del que salí para aceptar una beca pequeña en el Instituto de Filológicas mientras redactaba mi tesis doctoral y asistía con puntualidad a la Capilla Alfonsina para consultar las cartas que cruzaron Reyes y Julio Torri. Me había casado por segunda vez y había nacido Francisco. 

La mañana que te dieron el Premio Nacional en el Museo de Antropología no pude entender el discurso del presidente ni disfrutar el desayuno. Estaba cerca Jaime Torres Bodet con semblante trágico. Al regresar le comenté a Emmanuel Carballo que don Jaime iba a suicidarse. La idea resultaba imposible porque “los grandes maestros no se suicidan”, sentenció Emmanuel. 

Recuerdo especialmente enternecida un mediodía con sol en que traía a mi hijo de la mano y tú caminabas en sentido contrario por la explanada de la Universidad. Te agachaste a saludarlo como si de un adulto se tratara y tuviste la gentileza de enseñarle tu medalla de oro con la efigie de Julio César. Lo dejaste boquiabierto y tomó la costumbre de preguntarme cómo estaba mi amigo poeta que parecía poeta: “Bravo en serio porque el domingo en una fiesta quiso saber lo que me habían parecido unos poemas dedicados a Lucía Méndez. Y le contesté que los encontraba bien hechos a base de pura retórica. Se movió incómodo en su asiento y raudo me dijo: ‘Conoces a nadie más retórico que tú…’. Por lo que me cambié de lugar en busca de vino blanco”. 

Prolífico cazador de estrellas, recibías visitas asiduas de las musas y trabajabas sin intervalos como cualquier profesional respetable. Citemos sin esfuerzo tus traducciones de Virgilio, Catulo, Propercio, Lucrecio, hechas con amorosa paciencia y oído atento. Tu bellísima versión al español de las Cartas portuguesas de Mariana Alcoforado, editadas por Acción, con lujo exquisito y tiraje confidencial, tesoro de bibliófilos, deleite masoquista para quienes conocen las torturas del desamor. Tus ensayos sobre artes plásticas, sobre las colecciones del Museo Amparo, sobre nuestro pasado histórico que te valieron numerosas distinciones nacionales y extranjeras a lo largo de una vida dedicada veinticuatro horas diarias al ejercicio de tu imparable labor como intelectual, universitario y poeta empeñado en enseñar que la belleza es buena y necesaria. 

Desde Fuego de pobres tendiste a fraguar largos poemas, sin que impidieras que cada parte conservara su propia redondez. En El templo de su cuerpo, 1992, editado por el Fondo de Cultura Económica, te acomodaron las combinaciones de once y nueve sílabas usadas antes con notables ondulaciones rítmicas y silencios y repeticiones dosificados. Tu estilo cuidado hasta la obsesión te convirtió en un cantor poderoso. Tu sintaxis no despreciaba la hipérbole latina. Las metáforas aparecen apenas y sólo algunas veces echabas mano de los símiles. El adjetivo tiene escasos actos de presencia eliminado de la frase para no restarle fuerza al sustantivo que lleva a lo esencial, encuentra la palabra reveladora gracias a la magia de quien barre de polvo y paja cada frase en un sistemático anhelo de excelencia. 

Los veneros son los que encontraste siempre, atinadas mezclas entre la cultura clásica y nuestra cultura antigua unidas a giros populares, sin despreciar los ecos de poetas cercanos como López Velarde, a quien en El manto y la corona rendiste homenaje: 

Amiga a la que amo: no envejezcas 
Que se detenga el tiempo sin tocarte; 
que no te quite el manto 
de la perfecta juventud. Inmóvil 
junto a tu cuerpo de muchacha dulce 
quede, al hallarte, el tiempo. 

El templo de su cuerpo es un poema unitario metido en la cárcel de una estructura complicada. Y no en balde determinadas imágenes hablan de rejas que sufren metamorfosis. Los barrotes se doblan despacio, cambian de forma hasta convertirse en una esfera girando imperceptiblemente suspendida en la eternidad como toda obra de arte. En veintisiete cantos correspondientes a cada letra del alfabeto castellano, exceptuando la ch eliminada ya por la Academia, se replantea el tema del erotismo entre el viejo y la joven, como se hizo en la pintura y la literatura medieval y renacentista y como se hará mientras hombres y mujeres nos aferremos a la esperanza: 

La novedad está en tu divisa 
jóvenes insignias te distinguen 
Tu cuerpo de recién creada 
como toque de hojas tiernas
como 
lisura de tronco paso a paso 
privado de corteza, dice, 
sin pudor ni fealdad, las tersas 
señales de tus pocos años 
Las dicen tus huesos 
escondidos 
por ondas de muelle 
resistencia; 
tu piel, como batista tensa 
en el bastidor, para el bordado 
de misteriosas cicatrices. 

Para entonces habías dejado atrás al muchacho que tocaba el piano y quizá su anhelo de felicidad, tu risa tenía más de tigre que de niño, conocías entre lágrimas las sumas y restas que contamos mientras permanecemos sobre la tierra y desde tu poemario Calacas —tu último poemario— firmabas tus dedicatorias en los libros con una calaverita bien dibujada recuerdo de los meses que pasaste por La Esmeralda. Habías también experimentado el avance ominoso de la ceguera; sin embargo, ayudado por tu pericia infatigable, describías el cuerpo femenino con minucia, la pasión del abrazo centímetro a centímetro. Y si en colecciones anteriores procurabas adivinar los pensamientos del ser ajeno, aceptaste después lo imposible de esa empresa y te conformaste con lo inmediato ayudado por un sistema Braille para alentar sus sensaciones, casi en actos de onanismo. Aspiraste, percibiste, hurgaste, acariciaste, chupaste la piel y tocaste las partes más íntimas y secretas de una mujer descabezada. Y ambos oficiantes de aquella ceremonia, de aquella misa voluptuosa, creyeron al principio que sería “lo que no puede ser”, caminaron despacio hacia la cámara del deseo, llegaron al orgasmo y a la separación, sin que la palabra amor se mencionara una sola vez, porque el amor y la ternura nada tienen que ver con el incendio del sexo. Fuiste lo suficientemente osado para no dejar una relación tan recompensada, y lo suficientemente lúcido y experto para no involucrar tu corazón. 

Hablaste de una mujer sin risa, sin sombras que cruzaran sus ojos, sin cejas que alzaran arcos interrogantes; pero con protuberancias apetecibles, nalgas, cuevas en las corvas y axilas rasuradas, con las incógnitas de una vulva guarecida por un bosque. Y todo presentado como milagro emergiendo de la espuma marina igual que la Venus de Botticelli, una mujer objeto descubierta entre los vapores del baño, purificada como si dejara el claustro materno dispuesto a los efectos de la morbidez. Esa plenitud que interrumpió la vida rutinaria tuvo facultades renovadoras. Como al roble de Tólstoi añoso y seco, te salieron ramas verdes al conjuro del soplo primaveral: 

Los licores rituales 
me confirman 
vacila y repica de borracho 
mi corazón. 
y 
Algo de mí volviste salvo: 
algo de mi vejez, que no envejece. 
o 
Prueba tu juventud lo torpe 
de la vejez: con desnudarte, 
proclamas lo obsceno 
del vestido 
Yo, vestido y viejo, carcomido 
y ciego, me arriesgo a tus 
veinte años: 
la imprudencia ejerzo del que 
a tientas, 
ensangrienta espinas
pretendiendo
gozar la flor de la biznaga. 

Las limitaciones de la ceguera, que en todo el libro se deja sentir, complica el sentido simbólico de estas líneas. Escondiste también juegos herméticos y buscando correspondencias con los diez sephirots de la Cábala, parece que quisieras explicarte un destino para cada individuo en que entre otras cosas estaba previsto este encuentro, quizás una aventura erizada de enigmas, quizás un penúltimo emparejamiento salvado del olvido por la nigromancia del arte, de cualquier forma propenso a diluirse, a conservarse en el papel. Demostrabas que a pesar de la enfermedad y del declive físico seguías viendo con el tacto y verías lo que muchos no ven ni nunca han visto. 

Si el tiempo respetó a tu amada según lo deseabas, no lo hizo contigo. Primero fueron los ojos, después tu oído privilegiado, la claridad de tu lenguaje y por último las piernas con las que recorrías los jardines de Ciudad Universitaria. Pocas veces la vejez ha sido tan cruel con un poeta de chaleco y leontina sobre el pecho y aunque desesperado en tu último lecho te negabas a comer y beber, no te suicidaste porque los grandes maestros no se suicidan.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz