Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695)

Por Diego Calleja (1638-1725)

Fama y Obras Posthumas del Fénix de México, Décima Musa, Poetisa Americana, Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el Convento de San Gerónimo de la imperial ciudad de México, Madrid, Imprenta de Manuel Ruiz de Murga, 1700.

APROBACIÓN DEL REVERENDÍSIMO

Padre Diego Calleja de la Compañía de Jesús

M. P. S.

Por mandado de vuestra alteza he leído un libro intitulado: Obras, y Fama Posthuma de la Madre Sor Juana Inés de la Cruz, que pretende dar a la estampa el Doctor Don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, capellán de honor de su majestad. Y sobre asegurar que habiéndole visto, sin hallar en él cosa que se oponga al recto sentir de nuestra santa fe, o pureza de buenas costumbres, antes mucha enseñanza, que a lo espiritual añade lo discreto, y que por todo merece la licencia, que el suplicante pide; me ha parecido, que habiendo en el consejo muchos señores, que a la severidad de jueces, no les estorba el buen gusto de discretísimos cortesanos, no seré demasiadamente importuno, (y que sé yo si antes obsequioso) si a vueltas de esta aprobación, les doy noticia cierta (tales son los apoyos que constarán) del principio, progresos, y fin de esta Ingeniosísima mujer, que tiene al presente, por los escritos de otros dos tomos, llenas las dos Españas con la opinión de su admirable sabiduría. Usando, pues, de esta confianza, refiero su vida con lisa sencillez, lejos de que el gasto de las palabras me suponga desconfiado en la inteligencia del lector: y más, de que las ponderaciones usurpen su derecho a poetas, y panegiristas.

Cuarenta y cuatro años, cinco meses, cinco días y cinco horas, ilustró su duración al tiempo la vida de esta rara mujer, que nació en el mundo a justificar a la naturaleza las vanidades de prodigiosa.

A doce leguas de la Ciudad de México, metrópoli de la Nueva España, están casi contiguos dos montes, que no obstando lo diverso de sus calidades, en estar siempre cubierto de sucesivas nieves el uno, y manar el otro perenne fuego, no se hacen mala vecindad entre sí, antes conservan en paz sus extremos, y en un temple benigno la poca distancia que los divide. Tiene su asiento a la falda de estos dos montes una bien capaz alquería, muy conocida, con el título de San Miguel de Nepantla, que consonante a los excesos de calores, y fríos, a fuer de primavera, hubo de ser patria de esta maravilla. Aquí nació la Madre Juana Inés el año de 1651, el día doce de noviembre, viernes a las once de la noche. Nació en un aposento, que dentro de la misma alquería llamaban la Celda; casualidad, que con el primer aliento la enamoró de la vida monástica, y la enseñó a que eso era vivir, respirar aires de clausura. Fue su padre Don Pedro Manuel de Asbaje, natural de la Villa de Vergara, en la Provincia de Guipúzcoa, que con deseo de corregir los yerros a las entrañas de su Tierra, tan de nobleza pródigas, como estériles de caudal, pasó a Indias, donde casó este dichoso Vizcaíno con Doña Isabel Ramírez de Cantillana, hija de padres españoles, y natural de Yecapixtla, pueblo de Nueva España: de cuya legítima unión tuvieron, entre otros hijos, a nuestra poetisa única, que fue posible admitir igualdad en la sangre, la que pareció no tener parentesco humano con otras almas. 

A los tres años de su edad, con ocasión de ir, a hurto de su madre, con una hermanita suya a la maestra, dio su entendimiento la primer respiración de vivo: vio que daban lección a su hermana, y como si ya entonces supiera, que no es mayoría en las almas el exceso en los años, se creyó hábil de enseñanza, y pidió que también a ella la diesen lección: La maestra lo rehusaba, porque en el balbucir de la niña aun no era posible discernir si los yerros, que pronunciase, serían del pico, o la rudeza; hasta que el uso la desengañó, porque a las primeras lecciones, sin haberla podido sujetar a las perezas del deletreo, leía de corrido: y al fin, en dos años aprendió a leer y escribir, contar, y todas las menudencias curiosas de labor blanca: estas, con tal esmero, que hubieran sido su heredad, si hubiera habido menester, que fuesen su tarea. La primera luz, que rayó de su ingenio, fue hacia los versos españoles, y era muy racional admiración de cuantos la trataron en aquella edad tierna, ver la facilidad, con que salían a su boca, o su pluma los consonantes, y los números; así los producía, como si no los buscara en su cuidado, sino es que se los hallase de balde en su memoria.

Esta habilidad de la poesía, que, cuanto es en sí, prescinde, para ser de buen numen, de expresar con ella conceptos sutiles, ni altos pensamientos, y menos de tratar materias heroicas; porque sin pasar de las aprehensiones de una fantasía elevada, puede llegar a la esfera de su perfección sobre cualquier asunto, cuando se acompaña de un entendimiento profundo, y claro, a que se ha de añadir lo perspicaz de un discurso muy fértil, y con el lustre de noticias varias, en que entren, no como las menos principales, las del idioma en que se escribe, ha hecho los sujetos más celebrados en todas edades.

No llegaba a ocho años la Madre Juana Inés, cuando, porque la ofrecieron por premio un libro, riqueza de que tuvo siempre sedienta codicia, compuso para una fiesta del Santísimo Sacramento una loa con las calidades que requiere un cabal poema: Testigo es el muy reverendo Padre Mayor Fray Francisco Muñiz, dominicano, Vicario entonces del pueblo de Amecameca, que está cuatro leguas de la casería, en que nació la Madre Juana Inés. Ella misma refiere de sí, que si en esta edad oía decir que alguna golosina causaba rudeza, huía de ella, como de un veneno, que comido, hubiese de inficionarla su razón. Importunaba entonces mucho a sus padres, sobre que, mudado su traje en el de hombre, la enviasen a estudiar muchas ciencias, que oyó decir que en la Universidad de México se enseñaban; y mostrando su espíritu el impetuoso caudal, que encerraba en aquel corpecico, se impacientaba con la orilla, que la naturaleza le puso. No prevenía entonces, que ingenios de categoría tan superior pueden en la perspicacia de su entendimiento contener las ciencias como en semilla, que da copioso fruto a cultivo ligero: para que solo les hace falta la arbitraria propiedad de los términos, que si tal vez no sirve a la inteligencia substancial, aprovecha siempre de explicarse al uso los maestros. Estos la faltaron siempre a esta prodigiosa mujer, pero nunca la hicieron falta: dentro de sola su capacidad cupieron cátedra, y auditorio, para emprender las mayores ciencias, y para saberlas con la cabal inteligencia, que tantas veces se asoma a sus escritos; ella se fue a sus solas a un mismo tiempo argumento, respuesta, réplica, y satisfacción: como si hubiera hecho todas las facultades de calidad de poesía, que le sabe sin enseñanza.

En edad de ocho años la llevaron sus padres a México, a que viviese con un abuelo suyo, donde cebó su ansia de saber en unos pocos libros, que halló en su casa, sin más destino que embarcar, adornando un bufete; penuria que muchos años padeció, estudiar a merced de los libros, que hallaba fuera de su deseo. Solas veinte lecciones de la lengua latina, testifica el bachiller Martín de Olivas, que la dio, y la supo con eminencia; porque habiéndola dejado por maestro en manos de solo su discurso, añadió ella por decurión su empeño, cortándose del cabello algo, y notificándose, que si hasta cierta medida del hombro le crecía otra vez, sin haber aprendido lo que se trataba, se le había de volver a cortar; cosa, que no tal vez ejecutó: valiéndose, para despertar su poco dormida memoria, de tan costosa anacardina, que otras mujeres perdieran todos los sentidos con ella.

Volaba la fama de habilidad tan nunca vista en tan pocos años; y al paso que crecía la edad, se aumentaban en ella la discreción con los cuidados de su estudio, y su buen parecer con los de la naturaleza sola, que no quiso esta vez encerrar tanta sutileza de espíritu en cuerpo, que la envidiase mucho, ni disimular, como avarienta, tesoro tan rico, escondido entre tierra tosca. Luego que conocieron sus parientes el riesgo que podía correr de desgraciada por discreta, y con desgracia no menor, de perseguida por hermosa; aseguraron ambos extremos de una vez, y la introdujeron en el palacio del Excelentísimo Señor Marqués de Mancera, Virrey, que era entonces, de México, donde entraba con título de muy querida de la Señora Virreina. Aquí me pesa el descarte, que hice al estilo de panegirista, porque no se hará sin hipérboles verosímil cuanto cariño (¿y por que no veneración, si hay modos de servir, que dominan su albedrío a los dueños?) la cobraron sus Excelencias, viéndola, que acertaba, como por uso, en cuanto, sin mandárselo, obedecía. La Señora Virreina, no parece que podía vivir un instante sin su Juana Inés; y ella no perdía por eso el tiempo a su estudio, porque antes era proseguirle [que] hablar con la Señora Virreina.

Aquí referiré con certitud no disputable (tanta fe se debe al testigo) un suceso, que sin igual apoyo le callara, a por no sospecharme de apasionado crédulo, o por limpiar de dudas lo que he dicho, y me resta. El señor Marqués de Mancera, que hoy vive, y viva muchos años, que frase es de favorecido, me ha contado dos veces, que estando con no vulgar admiración (era de Su Excelencia) de ver en Juana Inés tanta variedad de noticias, las escolásticas tan (al parecer) puntuales, y bien fundadas las demás, quiso desengañarse de una vez, y saber si era sabiduría tan admirable, o infusa, a adquirida, o artificio, o no natural, y juntó un día en su palacio cuantos hombres profesaban letras en la Universidad, y Ciudad de México: el número de todos llegaría a cuarenta, y en las profesiones eran varios, como teólogos, escriturarios, filósofos, matemáticos, historiadores, poetas, humanistas, y no pocos de los que por alusivo gracejo llamamos tertulios, que sin haber cursado por destino las facultades, con su mucho ingenio, y alguna aplicación, suelen hacer, no en vano, muy buen juicio de todo. No desdeñaron la niñez (tenía entonces Juana Inés no más que diecisiete años) de la no combatiente, sino examinada, tan señalados hombres, que eran discretos; ni aun esquivaran descorteses la científica lid por mujer, que eran españoles. Concurrieron, pues, el día señalado a certamen de tan curiosa admiración: y atestigua el señor Marqués, que no cabe en humano juicio creer lo que vio pues dice: Que a la manera, que un Galeón Real (traslado las palabras de Su Excelencia) se defendería de pocas Chalupas, que le embistieran, así se desembaraçaba Juana Inés de las preguntas, argumentos, y réplicas, que tantos, cada uno en su clase, la propusieron. Qué estudio, qué entendimiento, qué discurso, y qué memoria sería menester para esto? El lector lo discurra por sí, que yo solo puedo afirmar, que de tanto triunfo quedó Juana Inés (así me lo escribió, preguntada) con la poca satisfacción de sí, que si en la maestra hubiera labrado con más curiosidad el filete de una vainica.

Entre las lisonjas de esta no popular aura vivía esta discretísima mujer, cuando quiso, que viesen todos el entendimiento, que habían oído; porque conociendo, que el verdor de los pocos años tiene su ternura por amenaza de su duración; que no hay abril, que pase de un mes, ni mañana, que llegue a un día; que lo hermoso es un bien de tan ruin soberbia, que si no se permite ajar, no se estima; que la buena cara de una mujer pobre es una pared blanca, donde no hay necio, que no quiera echar su borrón: que aun la mesura de la honestidad sirve de riesgo, porque hay ojos, que en el hielo deslizan más; y finalmente, que las flores más bellas, manoseadas es desperdicio; y culto divino en las macetas del altar: Desde esta edad tan floreciente se dedicó a servir a Dios en una clausura religiosa, sin haber jamás amagado su pensamiento a dar oídos a las licencias del matrimonio: quizás persuadida de secreto la Americana Fénix a que era imposible este lazo, en quien no podía hallar par en el mundo.

Tomó este acuerdo la Madre Juana Inés, a pesar de la contradicción que la hizo conocer tan entrañada en sí la inclinación vehemente al estudio. Temía que un coro indispensable, ni la podía dejar a tiempo, ni quitar la ansia de emplearse toda en los libros; y meter en la religión un deseo estorbado, sería llevar por alivio un continuo arrepentimiento, torcedor, que a las más vigorosas almas no las deja en todo la vida respirar, sino ayes; en especial, cuando el deseo reprimido no se aprende por especie de culpa, pues entonces con lo anchuroso de la permisión, hallan los grandes juicios muy a trasmano la resistencia del deseo. Era por aquel tiempo el Padre Antonio Núñez, de la Compañía de Jesús, en la Ciudad de México, por virtuoso y sabio, veneración de todos, y confesor de los señores virreyes: comunicó los recelos de su vocación Juana Inés con varón tan ilustre, que a fuer de luz, la quitó el miedo; porque siendo el consultado de tal familia, claro estaba, que no le había de parecer difícil, caber dentro de un alma tantos talentos de sabiduría, hermanados con grandes virtudes religiosas: y que si se oponían a estas, la dijo, era mucha ganancia esconder los talentos. Conque depuesta la repugnancia, resolvió Juana Inés, con denuedo piadoso, dejar en su mundo su inclinación a la sabiduría humana; y en cada libro que abandonaba, degollarle a Dios un Isaac, fineza que Su Majestad la pagó con sobreañadir a su entendimiento capacidad, para aprender en la religión a ratos breves, que habían de ser, u ocio, o descanso, más noticias, que tantos como en escuelas, a puro gastar tiempo, y macear, acepillan finalmente su tronco.

El Convento de las Religiosas de San Jerónimo de la Imperial Ciudad de México fue el mar Pacífico en que, para ser peregrina, se encerró a crecer esta perla: allí profesó, favoreciéndose Don Pedro Velázquez de la Cadena, en pagarla el dote, que tales gastos enriquecen; merced a que siempre estuvo la Madre Juana Inés, como a patrón, por quien se había guarecido de tanta prevista tormenta, agradecidísima: que como tenía su grande entendimiento esmaltado de igualmente calidades preciosas, fuera mengua notable, que envileciese la ingratitud joyel tan rico; por eso, pareciéndola que las ciencias, que había estudiado, no podían ser de provecho a su religiosa familia, donde se profesa con esmero tan edificativo el arte de la música, por agradecer a sus carísimas hermanas el hospedaje cariñoso, que todas la hicieron, estudió el arte muy de propósito, y le alcanzó con tal felicidad, que compuso otro nuevo, y más fácil, en que se llega a su perfecto uso sin los rodeos del antiguo método: obra, de los que esto entienden, tan alabada, que bailaba ella sola, dicen, para hacerla famosa en el mundo.

Veintisiete años vivió en la religión sin los retiros a que empeña el estruendoso, y buen nombre de extática; mas con el cumplimiento substancial que obliga el estado de religiosa: en cuya observancia común guardaba la Madre Juana Inés su puesto, como la que mejor: su más íntimo, y familiar comercio eran los libros, en que también lograba el tiempo: pero a los del coro, en que ganaba eternidad, todos cedían. La caridad era su virtud reina: si no es para guisarlas la comida, o disponerlas los remedios a las que enfermaban, no se apartaba de su cabecera. De muchos regalos continuos, y preseas ricas, que la presentaban, las religiosas pobres eran acreedoras primeras, y después personas en la ciudad necesitadas. Graduaba bien el socorro; que ensucia de que tienen (¡y cuán dudosa es la seguridad!) la comida algunas religiosas, padecen en todo penurias muy graves: sin que en esto la Madre Juana Inés guardase para sí, ni aun la veneración de limosnera, ni aun la vanidad de dadivosa; tan sin ruido era liberal.

Ya se sabe que la fortuna se la tiene jurada a la naturaleza, y que el gran lustre de una habilidad es el blanco a que endereza sus tiros la suerte, mereciendo los que vuelan más alto en la esfera de una comunidad, la conmiseración, que se suele tener de Cicerón, y de Aristóteles, porque son afligidos adonde están, y alabados adonde no: Sobre componer versos tuvo la Madre Juana Inés bien autorizadas contradicciones, de que no debemos aquí lastimarnos, o porque los aprobantes de su primer tomo riñeron por ella este duelo, o porque el buen gusto de los espíritus poéticos suele convertir, en sazón donosa estos pesares, que referidos en consonantes de alegre queja, hacen risueña la pesadumbre. Solo nos debemos compadecer del tiempo en que tuvo entredicho la Madre Juana el estudio de las ciencias mayores, por precepto casero, aconsejado, sin quizás, de algunos ánimos, cuyos juicios no saben descansar el dictamen, sino en lo más seguro, como si esto en el trato humano pudiese tener límite, o como si no pudiera ser aún laudable, lo que es competentemente seguro; en especial, habiendo pareceres doctísimos de que entre dos extremos seguros, el y más, y el menos, harán diferencia en la perfección, no en la legalidad. Enfermó entonces esta prodigiosa mujer, de no trabajar con el estudio: así lo testificaron los médicos, y la hubieron los superiores de dar licencia, para que de fatigarse viviese. Volvió a sus libros con sed de prohibida, poniéndole preceptos rigorosos de no entrar en celda ninguna, porque en todas era tan bien querida, que no podía entrar a salir presto. En las visitas de la red había menester gastar más paciencia, porque más tiempo, como los personajes, que frecuentaban su conversación, no acertaban a dejarla luego, ni los podía perder el respeto con excusarse. Solo para responder a las cartas, que en versos, y en prosa, de las dos Españas recibía, aún dictados al oído los pensamientos, tuviera el amanuense más despejado bien en qué trabajar. No se rendían a tanto peso los hombros de esta robustísima alma, siempre estudiaba, y siempre componía; uno, y otro tan bien, como si fuera poco, y de espacio.

Desdén fuera no hacer aquí alguna reflexión sobre solos dos escritos suyos, que la suponen igualmente ingeniosa, y sabia: uno es la Crisis, en que con puntualidades de rigor escolástico contradice asunto, y razones a un sermón del Reverendísimo Padre Antonio de Vieira. Lo primero, que arguye bien este escrito, es, que el más versado en la forma silogística de las escuelas, no puede aventajar a la puntualidad clara, formal, y limpia, con que en sus silogismos distribuye sus términos, al argüir la Madre Juana; y lo bien que convence sobre la materia, lo entenderán todos por el siguiente parecer. El Padre Francisco Morejón, cuya sabiduría, y demás prendas son tan conocidas en Madrid, y en especial, cuya sutil robustez en las consecuencias ha sido siempre tan dolorosa para muchos, habiendo leído este escrito de la Madre Juana Inés, en contradicción del asunto del Padre Vieira, dijo: Que cuatro, o cinco veces convencía con evidencia. Esto le oí a este formalísimo Ingenio; y porque sobrados los apoyos, no enflaquezcan el crédito de la poetisa, entre los que han menester dársele de escolástica por ajeno informe, no refiero otros muchos doctos, entendidos, y de gusto discreto, (valgan dos nombrados, por muchos, el Padre Francisco de Ribera, y el Padre Sebastián Sánchez, que habiendo leído este papel del Crisis, se deshacían en su alabanza, ciertos de que para admirar el ingenio de una mujer, que sin haber tenido maestros, discurría con tan formal ajuste, no obstante ser, o no, el sermón del Padre Vieira: pues no era impertinente diferenciar el acercado tiro de una saeta, por las diversas calidades del blanco; y llamar destreza del pulso, dar con el golpe en un granate; y si en una pera, desvarío.

Quien a las objeciones de los que pasan la simple aprehensión por juicio hecho, quisiere ver una cabal satisfacción, lea la Respuesta de la Madre Juana a la Ilustrísima Sor Filotea, que va impresa para honra única de este tercer tomo: allí verá, que la objeción de que se atreva una mujer a presumir de formal escolástica es tan irracional, como si riñera con alguna mina de hierro, porque fuera de su naturaleza se había entremetido a producir oro: Allí verá, que la Madre Juana Inés no destinó este escrito para notorio, sino es que ilustrísima pluma la ofreció la impresión a su mano antes, que a su esperanza: Allí verá, que con la satisfacción, que da la poetisa al Padre Vieira, queda más ilustrado, que con la defensa que le hizo quien lavó con tinta la nieve. Y allí finalmente verá en esta mujer admirable una humildad de candidez tan mesurada, que no rehúsa dar satisfacciones de su misma ofensa. 

Otro papel, de que es fuerza no desentendernos, es el Sueño, obra de que dice ella misma, que a sola contemplación suya escribió: En este Sueño se supone sabidas cuantas materias en los libros de ánima le establecen, muchas de las que tratan los mitológicos, los físicos, aun en cuanto médicos; las historias profanas, y naturales; y otras no vulgares erudiciones. El metro es de silva, suelta de tasar los consonantes a cierto numero de versos, como el que arbitró el príncipe numen de Don Luis de Góngora en sus Soledades: a cuya imitación, sin duda, se animó en este Sueño la Madre Juana; y si no tan sublime, ninguno, que lo entienda bien, negará, que vuelan ambos por una esfera misma. No le disputemos alguna (sea mucha) ventaja a Don Luis; pero es menester balancear también las materias, pues aunque la poesía, cuanto es de su parte, las prescinde, hay unas más, que otras, capaces de que en ellas vuele la pluma con desahogo: de esta calidad fueron cuantas tomó Don Luis, para componer sus Soledades; pero las más, que para su Sueño la Madre Juana Inés escogió, son materias por su naturaleza tan áridas, que haberlas hecho florecer tanto, arguye maravillosa fecundidad en el cultivo. ¿Qué cosa más ajena de poderse decir con airoso numen poético, que los principios, medios, y fines con que se cuece en el estómago el manjar, hasta hacerle substancia del alimentado? ¿Lo que pasa en las especies sensibles desde el sentido externo al común, al entendimiento agente, a ser intelección? Y otras cosas de esta ralea, con tan mustio fondo, que causa admiración justísima haber sobre ella labrado nuestra poetisa primores de tan valiente garbo. Si el espíritu de Don Luis es alabado, con tanta razón, de que a dos asuntos tan poco extendidos de sucesos, los adornase con tan copiosa elegancia de perífrasis, y fantasías la Madre Juana Inés no tuvo en este escrito más campo, que este: Siendo de noche, me dormí; soñé, que de una vez quería comprehender todas las cosas de que el Universo se compone; no pude, ni aun divisas por sus categóricas, ni aun solo un individuo. Desengañada, amaneció, y desperté. A este angostísimo cauce redujo grande golfo de erudiciones, de sutilezas, y de elegancias, con que hubo por fuerza de salir profundo; y por consecuencia, difícil de entender, de los que pasan la hondura por obscuridad; pero los que saben los puntos de las facultades, historias, y fábulas, que toca, y encienden en sus translaciones los términos alegorizado, y alegorizante, con el que resulta del careo de ambos, están bien ciertos de que no escribió nuestra poetisa otro papel, que con claridad semejante nos dejase ver la grandeza de tan sutil espíritu.

En estos empleos, que hacían a la Madre Juana Inés amada con veneración de personajes muy insignes, vivía ella tan ignorante de sus prendas, como si hubiera entrado entre tantas monjas, a ser no más de una, sin querer para sí, ni prelacía, ni conveniencia, ni singularidad: que a sabidurías tan ventajosas les suele ser, por ojeriza de la suerte, vedado el dominio; pues aún a los esclavos los marcamos con letras, como quien dice: este nació para ser mandado. Afirman los que la trataron, que jamás se habrá visto igual perspicacia de entendimiento, junta con tan limpísima candidez de buen natural: nadie la oyó jamás quejosa, ni impaciente: su quitapesares era su librería, donde se entraba a consolar con cuatro mil amigos, que tantos eran los libros de que la compuso, casi sin costa, porque no había quién imprimiese, que no la contribuyese uno, como a la fe de erratas.

Estas disposiciones de natural tan limpio, y compuesto halló el año de 1693 la divina gracia de Dios, para hacer en el corazón de la Madre Juana su morada de asiento.

Entró ella en cuentas consigo, y halló que la paga solo puntual en la observancia de la ley, que había buenamente procurado hasta entonces hacerle a Dios, no era generosa satisfacción a tantas mercedes divinas, de que se reconocía adeudada, con que trató de no errar para en adelante los motivos de buena, de excusar lo lícito, y empezar las obras de super erogación, con tal cuidado, como si fueran de precepto.

La primer diligencia, que hizo, para declararse la guerra, y conquistarse del todo a sí misma, sin dejar a las espaldas enemigos, fue una confesión general de toda su vida pasada; valiéndose, para descoger lo vivido sin algún doblez, de aquella su (nunca más, que para este fin) memoria felicísima. En esta confesión general gastó algunos días: y ni de condición, ni de ignorancia era escrupulosa: pero no le pareció a entendimiento tan ilustrado sobrada ninguna exacción, para examinar una vida, en que las tibiezas, las confianzas, las omisiones, y los descuidos suelen echar en la conciencia no leves manchas de secreto; y finalmente, no hay pureza de aire, si la baña el sol, que no se sienta hervir en átomos. Luego que, aun a satisfacción, de la medrosa penitente, feneció esta confesión general, presentó al tribunal divino, en forma de petición causídica, una súplica, en que no se estorban lo discreto, y lo muy fervoroso, que en este tercer libro irá impresa, con otros tratados espirituales, y dos protestas, que escribió con su sangre, sacada sin lástima, pero repasada, no sin ternura todos los días.

La amargura, que más, sin estremecer el semblante, pasó la Madre Juana, fue, deshacerse de sus amados libros, como el que en amaneciendo el día claro, apaga la luz artificial, por inútil: dejó algunos para el uso de sus hermanas, y remitió copiosa cantidad al Señor Arzobispo de México, para que vendidos, hiciese limosna a los pobres; y aun más, que estudiados, aprovechasen a su entendimiento en este uso. Esta buena fortuna corrieron también los instrumentos músicos, y matemáticos, que los tenía muchos, preciosos, y exquisitos. Las preseas, bujerías, y demás bienes, que aun de muy lejos la presentaban ilustres personajes, aficionados a su famoso nombre, todo lo redujo a dinero, con que socorriendo a muchos pobres, compró paciencia para ellos, y cielo para sí: no dejó en su celda más de solos tres libritos de devoción, y muchos cilicios, y disciplinas.

Armada de esta desnudez, entró en campo consigo, y fue la victoria más continua, que consiguió de sí, no querer entre sus hermanas religiosas parecer muy espiritual en nada, procurándolo ser en todo: mas siendo fuerza, que tantos ayunos, y penitencias, como hacía, pintasen hacia el rostro, se esforzaba más a bañarle de su agrado antiguo, y dulcísima labia, porque no fuese, que la estimación de virtuosa la empeorase con la vanidad el estado de tibia.

Solo su director, a quien no fuera posible, ni bien, esconderle los rigores desapiadados conque se trataba, los sabía: mas procuraba persuadirla a que fuesen menos. Era este el virtuosísimo, y sapientísimo Padre Antonio Núñez, de quien ya dijimos, que desde niña la encaminó a dejar el siglo, y persuadió a que el modo mejor de despreciar el mundo era no pisarle. Mas es digno de admiración que habiendo este hombre ilustre recabado tan luego de Juana Inés, que al principio de su juventud segase en yerba sus esperanzas, apenas pudiese a razones, a persuasivas, y aun a ruegos, conseguir de la misma, ya otra, que templase en sus penitencias el rigor. Circo sería de bien deseable atención oír las conclusiones, en que la venerable ancianidad de varón tan experimentado en gobernar espíritus, argüiría de indiscreción los fervores que amaba con miedo en la penitenta y a ella responder en su favor, tan contra sí, algunas soluciones muy fervorosas, que aun el arguyente estimara que le concluyeran: saliendo ambos de la pacifica contienda, ella desconsolada del alivio, y él alabando a Dios, de que hubiese hecho una mujer con entendimiento tan profundo, con tal sabiduría, y dócil de juicio, no obstante. Una vez le preguntaron los padres de su docta, y santa familia al Padre Antonio Núñez, que como la iba a la Madre Juana de anhelar a la perfección. Y respondió: Es menester mortificarla, para que no se mortifique mucho, yéndola a Ia mano en sus penitencias, porque no pierda la salud, y se inhabilite no corre en la Virtud, sino vuela. En esta ferviente intimidad con Dios, tan deseable para esperar la muerte, quien no la teme como fin de la vida, sino como principio de la eternidad, pasó la Madre Juana sus dos últimos años, y llegó al fin el de noventa y cinco, muy fértil para el cielo, que del Convento de San Jerónimo de la Ciudad de México encerró gran cosecha de purísimas almas: Una fue, como, aun sin el deseo, lo puede esperar la razón piadosa, la de la Madre Juana Inés, que como la esposa de los cantares en la cercanía de otras flores, enfermó de caritativa.

Entró en el convento una epidemia tan pestilencial, que de diez religiosas, que enfermasen, apenas convalecía una. Era muy contagiosa la enfermedad, la Madre Juana de natural muy compasiva, y caritativa de celo, con que asistía a todas, sin fatigarse de la continuidad, ni recelarse de la cercanía. Decirla entonces (como todos se lo aconsejaban) que siquiera no se acercase a las muy dolientes, era vestirla alas de abeja, para hacerla huir de las flores. Enfermó, al fin; y al punto que se reconoció su peligro, se llenó convento, y ciudad de plegarias, y víctimas por su salud: solo ella estaba conforme con la esperanza de su muerte, que todos temían las medicinas fueron muy continuadas, y penosas, con que las sufría la Madre Juana, como elegidas, y que no innovaba el estilo, por penosas, y continuadas, a sus penitencias. Recibió muy a punto los sacramentos con su celo catolicísimo, y en la eucaristía mostró confianza de gran ternura, despidiéndose de su esposo a mas ver, y presto. El rigor de la enfermedad, que bastó a quitarla la vida, no la pudo causar la turbación más leve en el entendimiento; y como amigo fiel, la hizo compañía hasta los últimos suspiros, que recibida la extremaunción, arrojaba ya fríos, y tardos; menos en las jaculatorias a Cristo, y su bendita madre, que no los apartaba, ni de su mano, ni de su boca. Mostró, al fin, cuán sobre aviso estaba en todo, respondiendo muy a propósito, y con puntualidad, a las oraciones de la recomendación del alma, que fenecida, restituyó la suya, no solo con serena conformidad, pero con vivas señales de deseo, en las manos de su criador, a las cuatro de la mañana, en diecisiete de abril, dominica del buen pastor, año de 1695.

Diego Calleja

Escrita ya mi aprobación, entró en mi aposento un amigo, de los que tienen la habilidad de la poesía, sin uso; y pareciéndome, que si la empleaba en alabar una poetisa tan religiosa, y que tan ejemplarmente murió, no aventuraba su decoro, le pedí, que, pues no estaba la piedad reñida con los metros, compusiese para el libro alguno: y obedeciendo, o a mi súplica, o a su inclinación, me envió el siguiente

SONETO

Al desengaño con que murió la Madre Juana Inés de la Cruz

Ya, Juana, si, que habrás bien entendido,

Discípula de Dios, tanta sagrada

Ciencia, que en este Mundo, a luz menguada

Acechó por resquicios tu sentido.

Y aun te habrás de tu fama arrepentido,

Al cotejar lo inmenso con la nada,

Viendo, que es la Opinión, más celebrada,

Ayre, sólido menos, de extendido.

¡Dichosa tú! cuyo mejor concepto

Es el que, en vida, de lo eterno hiciste,

Aun venturoso más, de más discreto.

Tanto supiste, al fin, que al fin supiste

Santificar la envidia a lo perfecto,

Y a lo entendido redimir de triste.

Transcripción por Antonio Saborit García Peña

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar