José Revueltas (1914-1976)

José Revueltas. Entre la cruz y la espada

por Beatriz Espejo

Beatriz Espejo, “José Revueltas. Entre la cruz y la espada”, en Revista de la Universidad de México, nueva época, núm. 125, julio de 2014, pp. 5-9. Online disponible en:  José Revueltas. Entre la cruz y la espada | Revista de la Universidad de México

Este 20 de noviembre de 2014 habría cumplido un siglo de vida el escritor y activista político José Revueltas, quien legó novelas y relatos, poemas, ensayos y guiones de cine y, sobre todo, el ejemplo de una existencia dominada por el compromiso humanista con los marginados, la escritura más descarnada y poderosa y la crítica radical de la política. En suma, fue un artista de la vida y la literatura.


¿Sentiría alguna vez, como la inmensa mayoría de nosotros, que iba a perderse en el olvido de los hombres? Él mismo confesó que sus libros no tenían demanda. De Los días terrenales (1949) en tres meses se vendió un ejemplar; pero con su primera novela El luto humano (1943) fue premiado en el Segundo Concurso de Literatura Panamericana y recibió el Premio Nacional de Novela. Perseveró en su intento. Estaba convencido de que el escritor debe tomar las palabras como arma, provocar reacciones y hacernos ver los entornos donde suceden sus temas, aprovechar cambios temporales, crear tensiones, mover a sus personajes, adecuar su lenguaje a su condición social para mostrarlos de carne y hueso, no desdeñar ningún asunto si hallaba el modo de exponerlo conociéndolo a fondo, lo mismo si se trataba de un ciclón, una pieza musical, un castigo carcelario, un engaño. El asunto le indicaría la manera de tratarlo; además se expresaba en un idioma impecable, con un vocabulario amplísimo. Cuidaba como pocos la sintaxis y la puntuación. Le preocupaban más que las historias a veces mínimas sobre las que lentamente enfocaba acciones. La muerte se le volvió una constante donde surgían detalles que conformaban la vida de sus criaturas. Una de sus novelas más débiles según los críticos (Los motivos de Caín, 1957) describe el deambular de Jack Méndez —de origen mexicano y desertor del ejército de Estados Unidos— por la enorme calle principal de Tijuana pletórica de negocios diversos. Y lo hace de tal suerte que pueden reconocerse atmósferas, olores, incidentes habituales, aunque ocasionalmente el autor recurra a situaciones manidas que sin embargo logran estremecernos. Podría decirse entonces que fue un escritor comprometido, no sólo con el comunismo, que ya dejó de existir en la Unión Soviética, y del que se alejó, sino con la izquierda sin consignas y el género humano hacia el que sentía en igual medida amor y odio al presentar su inagotable complejidad.

Nació en Durango el 20 de noviembre de 1914 de una familia de escasos recursos económicos pero excepcionalmente talentosa. Su hermano Fermín destacó como acuarelista notable y muralista en San Ildefonso. Allí tenían cabida para su expresión los artistas más destacados del fulgurante momento plástico que gozaron. Rosaura se convirtió en actriz, dicen que María pintaba bien aunque no conozco ningún lienzo suyo, Silvestre fue uno de nuestros genios musicales y quizá —si nos atenemos a la obra— el hermano favorito del escritor. Éste le dedicó un cuento “La frontera invisible”, una pequeña biografía (Apuntes para una semblanza de Silvestre Revueltas, 1966), y a su memoria el libro que en mi opinión contiene su obra maestra: Dormir en tierra (1960). En conjunto, uno de los grandes volúmenes de cuentos que se han escrito en este país, aunque antes con algunos textos de Dios en la tierra (1941), el autor se puso a la cabeza de los grandes narradores mexicanos junto con Juan José Arreola, quien tocaba temas ontológicos, amorosos y estéticos, y Juan Rulfo, quien contaba historias regionales con tal maestría que llevó lo nacional a lo universal.

No recuerdo exactamente el momento en que conocí a Pepe. Tampoco recuerdo cómo lo acordamos: los miércoles a media mañana, en mi pequeño Renault negro, decidía tomar clases extramuros de la Facultad de Filosofía y Letras, me estacionaba en la calle de Gante y desde allí con mis pasos saltarines característicos iba a la Secretaría de Educación Pública —cuando era secretario Agustín Yáñez—, que le había dado a Pepe refugio en la oficina del subsecretario Mauricio Magdaleno, el novelista zacatecano; habían hecho juntos guiones y diálogos para cine. Él ocupaba una tambaleante mesita de metal que más parecía de escribiente y dirigía la colección hoy poco recordada, El Libro y el Pueblo. Me encargó entonces mi segundo estudio publicado. Versa sobre la vida de Leonardo da Vinci, y ese documento si algún mérito tiene es que casi cada juicio sobre cuadros y dibujos parte de largas contemplaciones cerca de los originales a los que busqué en mi primer viaje a Europa. La apabullante colección conservada en Windsor sólo pude verla mucho después bajo tenues luces azules y detrás de vitrinas durante una breve estancia en Lisboa. 

Esas visitas de los miércoles se habían vuelto deliciosas rutinas. Me atrevo a pensar que también él las esperaba gustoso. Sentada enfrente observaba sus pequeños ojos oscuros amparados por gruesos lentes, sus facciones regulares, su piel morena clara, su complexión algo robusta aunque no era alto. Yo escuchaba interrumpiéndole lo menos posible. Le preguntaba algo y seguía entusiasmadísima sus respuestas porque no es lo mismo oír la cátedra de un académico que la de un escritor profesional. Ya para entonces se había ejercitado con una larga lista de textos, no sólo como novelista, narrador, autor dramático, ensayista. Practicó el periodismo en muchas publicaciones y fue guionista, lo cual le proporcionó material para La experiencia cinematográfica y dinero con el cual completaba su presupuesto; entre otras películas en que intervino destacan El rebozo de Soledad, de 1952 (donde su hermana Rosaura fue protagonista y ganadora de un Ariel), La ilusión viaja en tranvía, de 1953, con Luis Buñuel; colaboró también con Roberto Gavaldón en La otra (1949), Rosauro Castro (1950) y La escondida (1956, basada en la novela de Miguel N. Lira y con escenarios de Gunther Gerzso).

Pudimos hablar de muchas cosas estimulantes de las que no habíamos hablado, pero enfocaba la mayoría de sus conversaciones sobre sus autores favoritos, a los que leía con verdadera devoción: Fiodor Dostoievski, Lev Tolstoi, Marcel Proust. Alguna vez me confió su mayor interés por las insinuaciones antes que por la obviedad y me puso de ejemplo el pasaje de una mujer aferrada al esbozo de la sábana que al momento de su desprendimiento suelta poco a poco. Eso le parecía más elocuente que describir una respiración trabajosa y un rostro demacrado. A propósito de algo me dijo que le gustaría incendiarse como bonzo en el Zócalo. Debió causarme un estremecimiento como me causan todavía muchos de sus textos porque nunca olvidé el exabrupto; pero lo tomé como estallido y comprendí que jamás lo haría. Luego vino el movimiento estudiantil de 68 en el que se involucró. Lo despidieron de su puesto por subversivo y anduvo refugiándose en casas de sus amigos hasta que lo apresaron en Lecumberri. Quise ir a verlo y me lo impidieron a su pedido. Nunca volví a tener noticias salvo por referencias. Una tarde declinante me llamaron por teléfono. No conocía sino de nombre a Eli de Gortari, que me felicitaba por haber escrito Julio Torri, voyerista desencantado. Se lo agradecí. Son tan raras esas manifestaciones hacia un libro que se ha leído con cuidado; sin embargo, lo que me hace traerlo aquí es que habló de la amistad que me guardaba José Revueltas. Habían compartido celda. Contó que en uno de esos momentos en que los presos salen al patio para ejercitarse y tomar aire libre, un guardia había destrozado el manuscrito completo de El apando. Por supuesto, no era la época de las computadoras ni de las fotocopias y mucho menos en la cárcel. Ante el impacto Pepe cayó de rodillas tapándose la cara y él lo abrazó solidario. Fueron un pobre en brazos de otro pobre, como dice el célebre verso de Jaime Torres Bodet; sin embargo, pasado el momento, Revueltas volvió a escribir el libro y lo publicó en 1969, y si en México no tuvo esta novela breve los reconocimientos que merecía, siempre por motivos políticos, en Italia la consideraron una de las más extraordinarias manifestaciones literarias escritas en español, y pasado el tiempo le hicieron aquí una película fallida. En parte porque una de las virtudes de Revueltas, como dije antes, es su asombroso manejo del idioma y la capacidad para revolvernos las entrañas.

Si por un lado era un instigador comprometido con una causa, él detestaba en cambio las confesiones personales. De su vida sabemos cosas aisladas, que se casó varias veces y tuvo hijos, que rechazó un premio del gobierno franquista español, que estuvo encarcelado desde los quince años, dos en las Islas Marías, experiencia que le inspiró Los muros de agua (1941), que padeció hambre y sed de justicia indignado por la desproporcionada repartición de la riqueza que existe en el país desde épocas coloniales y hasta la fecha, y sufrió las consecuencias, que fue expulsado del Partido Comunista y luego de la Liga Leninista Espartaco fundada por él mismo en compañía de Eduardo Lizalde y otros más, que en la estación ferroviaria perdió una maleta con el manuscrito de su novela “El quebranto”, aparecida luego como un buen cuento, que sólo escribió un prólogo para los dos tomos de sus obras completas publicadas por Empresas Editoriales (1967), pero se trata más bien de un ensayo filosófico, y que hizo un relato, “Cama 11”, en que reconstruye una estancia suya posiblemente en el Hospital General. Más que en sus propios sufrimientos e intervenciones él desplaza el interés hacia sus compañeros de cuarto y sólo deja una rendija para entender lo que le dolía su cuerpo. Sin morderse la lengua ante lo escatológico pues, como han comentado repetidas veces, tampoco le tuvo miedo a llamar las cosas por su nombre ni a una temática muy variada; sin embargo, “El quebranto”, que seguramente ganó al convertirse en narración corta, nos habla de que siendo jovencito huyó de su casa y sin oficio ni beneficio al recorrer avenidas lo metieron a un reformatorio lleno de niños pelones con caras de delincuentes. Al leerlo se entiende mejor el título, como si nos dijera que desde entonces su alma se había quebrantado para siempre aunque nunca abandonaría su fuerza obstinada. Por otra parte, los autores disfrazan vivencias en su obra, que contiene partes biográficas. Los errores (1964) lo hizo soportar estoicamente, como soportaba siempre, las consecuencias de sus actos. Lo llamaron anticomunista y reaccionario porque revelaba vicios y equivocaciones en la dirección del partido. Ello no obstante se editaron numerosos fragmentos de la obra y logró numerosos defensores. En 1968 le otorgaron el Premio Xavier Villaurrutia. Confieso que me inclino por sus cuentos y dejo en segundo término sus novelas, extendidas frecuentemente en reflexiones y teorías políticas. El tamaño reducido lo obligaba a un cierto número de páginas sin dejar su fuerte: la psicología de quienes transitan a lo largo y ancho de sus escritos como un desfile desdichado sin redención, prostitutas, locos, enfermos, indios patas rajadas, artistas fracasados, desempleados, huérfanos, porque el destino los ha puesto en situaciones desventajosas carentes de puertas o ventanas y cuando una ventana parece abrirse se cierra de inmediato. Les dice a los burgueses que existe una realidad ajena a la suya, la que los cobija cómodamente. Si en mi opinión “Dormir en tierra” es su obra maestra junto con El apando, no dejaré de lado el cuento imperecedero con que abre Dios en la tierra, sobre los horrores de la Guerra Cristera. Como siempre, en su opinión, los redentores salen crucificados y al maestro que le da agua al ejército de federales casi muertos de sed lo empalan castigado por el pueblo entero que en nombre de Cristo comete crímenes atroces. En varias ocasiones, y esta no es la excepción, él rompe reglas ortodoxas y se extiende en el planteamiento para darnos un final que nos deja mudos.

Le gustaba experimentar. Abría rumbos a la literatura urbana y descubría caminos narrativos. De ahí quizá que no le bastara un adjetivo para expresarlo que realmente quería y se valiera de dos y ocasionalmente de tres por lo regular contradictorios entre sí para conseguir efectos insospechados. Adjetivos que fueron parte de su estilo, como delirante inmovilidad, sublime y horrendo, trazado sobre el agresivo azul del cielo, oprimiendo con furia, con rabia, con salvaje alegría, y los ejemplos resultan inagotables. “Una mujer en la tierra” se le convirtió en poema en prosa sobre el desgaste de la pareja. “La venadita”, dedicado a su mujer, en su brevedad y eficacia resulta un precoz testimonio ecológico contra la cacería. “Verde es el color de la esperanza” antecede a la célebre novela corta de García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba. Ya se ha dicho antes, el tema es igual. Un antiguo empleado del gobierno espera su pensión y acude al correo diariamente porque ya no tiene nada para alimentar a su familia, aunque el relato no alcanza las excelencias de la novela colombiana. Y en El luto humano todos los personajes están muertos, como ocurre después en Pedro Páramo.

Revueltas fue un escritor muy culto. Conocía de música, de literatura en gran medida norteamericana, de pintura, de filosofía. Había leído completo El capital de Marx y con mucho detenimiento la Biblia, según demuestran las constantes referencias que tienen sus escritos. Jamás los empezaba sin saber la manera determinarlos, por lo general magistralmente. Los ocho relatos de Dormir en tierra alcanzan las cimas y propósitos que buscaba y enfocan todas sus fobias y creencias. “La palabra sagrada”, dedicado a Archibaldo Burns, aprovecha un eficaz empleo de los tiempos narrativos. Nos cuenta primero la vida de la tía Ene y entrevera el escándalo de Alicia, cuyo nombre ha sido intencionado porque su padre le mantiene un cuarto de niña con un friso de conejos y muebles infantiles que lleva a pensar en Alicia en el país de las maravillas. Y es que Revueltas, técnico avezado, sabía que en una historia todo resulta importante y significativo. El escándalo se produce porque al parecer la muchacha menor de edad fue violada en el tapanco de la escuela. El seductor era su novio. No se trataba de la primera vez e incluso la parejita visitaba moteles y en uno de ellos la dueña le había pedido regresar sola para conseguirle clientes. Se guardaba el secreto hasta que el maestro Mendizábal los descubre y en un acto de absurdo sacrificio, para evitarla expulsión, hace huir al muchacho por la ventana y asume las consecuencias. Resulta difícil creerlo si no se entiende que en el credo marxista de Revueltas los jóvenes deben ser protegidos; pero la farsa era inútil aunque únicamente se sobreentienda. Los involucrados creen la mentira y compadecen a la muchacha que gime sin cesar, excepto la tía que se acerca a la cama y le dice: “—Llora, hija mía, descarga tu alma: a mí no me engañas. ¡Llora, pequeña puta desvergonzada, llora que yo no te traicionaré!”. Y después las palabras finales:

“Alicia sonrió con cierta alegría casi involuntaria. Sobre toda la superficie de la tierra, la única capaz de descubrir con una sola mirada su secreto era la tía Ene, la tía Enedina, la viuda legítima, quien había pronunciado por fin a su oído la palabra justa, una de las cuantas palabras que tiene el lenguaje humano para expresarse”.

José Revueltas, Obra literaria, tomo II, Empresas Editoriales, México, 1967, p. 507. (n. de la a.)

“La frontera increíble” es lineal, sin frases de más o de menos; su fuerza conmovedora radica en el asunto. Se trata de una reconstrucción pagada al precio de enormes sufrimientos. Cuenta el tránsito de Silvestre. El silencio recogido y humilde de la habitación que hacía pensar en una muerte tranquila como mueren los santos. La casa se llenaba de terror y de un deseo tremendo de que todo ocurriera pronto para que cesara el triste espectáculo del moribundo. Mandaron imponer los santos óleos, la ceremonia de la extremaunción, el aceite en los párpados, las manos, los labios, las plantas. El cura no llega con traje talar y deja en torno suyo olor a cera y naftalina, con la estola sobre los hombros cayéndole en ambos lados del cuerpo. Los hilos del oro mugroso de la estola se metieron en la bacinilla usada al lado de la cama. No hubo confesión. El sacerdote no dijo nada y se fue. En torno al enfermo, como al pie de la cruz de Cristo, estaban las tres santas mujeres y el hermano en espera de una muerte que jamás comprenderían. La madre hablaba desde el fondo de un pozo. La mujer semejaba un manchón negro y feo, ebria de padecer, la hermana tocaba la frente húmeda y el hermano lloraba desconsolado. El agonizante ya no disponía de la palabra para comunicarles la verdad de su muerte y resurrección. Y luego las imágenes de Jesús en su martirio, las descripciones del Nuevo Testamento: “Elías, Elías, ¿por qué me has abandonado?”. La esponja empapada de vinagre, la lanza en el costado, las burlas de escribas y fariseos:

“A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar: si es el rey de Israel, desciende ahora de la cruz y creeremos”.

José Revueltas, Obra literaria, tomo II, Empresas Editoriales, México, 1967, p. 511 (n. de la a.)

Siguen líneas que califican a Cristo como un amoroso desorbitado, enloquecido, que quiso revelar el misterio de los misterios. En el cuarto de Silvestre la madre cayó de rodillas, el otro hijo le acarició la cabeza. Después entraron las tinieblas totales de la tierra.

“El hombre en el pantano” evoca una escena de la Segunda Guerra Mundial, las bajas entre los ejércitos japoneses y norteamericanos (unos veinte hombres negros o mexicanos) en las que no importa ya el bando al que pertenezcan, metidos en un charco profundo tres días con las piernas paralizadas, inmóviles, ansiando únicamente escuchar algo sin que ninguno pueda saber en qué lugar se encontraba su compañero más próximo. Desde un principio el lector sabe que todo acabará trágicamente, pero aun así crece la tensión porque: “Aquellos hombres habían reducido la guerra a sus elementos más simples, reales y descarnados, al de la guerra sin propósitos, la de la guerra pura, sin discursos patrióticos ni invocaciones a Dios; y la guerra por su parte los había llevado al otro lado de los límites del hombre, donde ya no eran seres reales, donde habían dejado de ser hombres y no podían encontrar otra manifestación de vida sino en la muerte, donde lo único humano y viviente que les quedaba en la existencia era el aullido de los que morían y donde la única acción de vida que les estaba permitida era la acción de matar”. Por mucho que se haya escrito al respecto, pocos pasajes literarios evidencian con tal exactitud el horror de la contienda terminada en 1945. No pierde vigencia porque condena las matanzas irracionales que continúan produciéndose. Recuerdo que alguna vez él me dijo que temía otra guerra empezada en Medio Oriente por el fanatismo popular del territorio.

“Noche de epifanía” menciona también bombardeos y matanzas; pero el verdadero drama es el de un matrimonio de judíos, la mujer asesinada por el marido celoso. Nos remite irremediablemente a las épocas cuando Pepe cubría la nota roja para el periódico El Popular. “La hermana enemiga” cuenta la vida infame que le daba la hermanastra a una niña huérfana, hija del adulterio. La criatura observa a una golondrina que se mata al golpearse contra la pared, escoge la misma suerte y se ahorca; sin embargo, si Revueltas entiende la figura de Cristo por haber sido un redentor que proclamaba la igualdad y el amaos los unos a los otros, se declara en cambio agnóstico y el grueso de la narración encara los absurdos de la religión católica, los sacramentos de las confesiones, las historias de mártires que se arrancan los ojos o cercenan sus senos antes de perder su virginidad, la ceguera ante los semejantes. Dedicado a su hija Andrea, “El lenguaje de nadie” es el del indio a quien nadie escucha. Está ambientado antes del reparto agrario y, como en este libro sucede siempre, la perversidad triunfa sobre los buenos y humildes de corazón para los que nunca se abre el reino de los cielos. “Lo que sólo uno escucha” es más breve pero notable por su poder de su – gerencia. Sólo quien conocía bien las partituras lo hubiera escrito. El violinista de una miserable orquesta de cantina antes del pavoroso instante mortal logra o sueña que logra tocar una sonata. Supo ir de la primera a la séptima posición, enriquecer el timbre mediante la selección de cuerdas que el propio compositor no había señalado. Así los periodos opacos cobran brillantez, las frases banales un patetismo arrebatador y lo que ya era de por sí profundo y noble se eleva a una espléndida grandeza. Lástima que sólo él pudo oírse.

“Dormir en tierra”, dividido en tres partes, es uno de esos que entre cientos de cuentos aparecen en la literatura cuando se cree en el milagro. Asombran sus símiles y metáforas. El texto encuentra un ritmo a partir de la primera oración, en que alude al clima caluroso de la mañana tropical, el río Coatzacoalcos arrastrándose lleno de monotonía en medio de las riberas cargadas de vegetación. Una atmósfera sin movimiento con las casitas montadas en zancos para salvarse de las crecientes. Y los habitantes estancados en Minatitlán, los desocupados a quienes habían despedido de la refinería, las palomas impuras de las prostitutas descalzas que tocaban en la vitrola una misma canción: “La tortuguita se fue a pasear…”; entre ellas había triste solidaridad. La peor, con su cuerpo cuadrado y feo, era La Chunca, víctima de todos los abusos. Inesperadamente unos vecinos le mandaron a su hijo de siete años, sin que ella lo esperara, al único cuartucho donde recibía a escasos clientes.

Mientras tanto, a bordo de El Tritón, el contramaestre Galindo con figura de oso desahogaba su negra cólera contra los marineros urgiéndolos a cargar la nave para zarpar ese mismo día y atracar en Veracruz al siguiente. El reporte meteorológico es favorable y emprenden el viaje. De pronto se anuncia un viento norte que se transforma en un furibundo ciclón que hunde la nave. Al buscar su salvavidas, Galindo encuentra a un animalito asustado, el hijo de La Chunca, que había subido escondiéndose. Y este hombre feroz descubre su bondad soterrada, le cede su salvavidas y lo echa al mar esperando salvarlo y consigue que sea el único sobreviviente. La narración larga se lee sin problemas, salvo la de contener lágrimas; respeta, como otras, las tres unidades clásicas y el viraje final. Nuevamente, el salvador se con – vierte en víctima y su recompensa es la incomprensión.

Al salir de la cárcel, Revueltas escribió algunas otras cosas quizá menos importantes. Bebía mucho. Se dejó crecer una barba rala de sabio oriental con que aparece en sus últimos retratos y murió el 14 de abril de 1976. No había cumplido los 62 años. Le faltaba un trecho largo para llegar a los cien.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz