Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695)

Castellanos, Rosario, Juicios Sumarios: Ensayos sobre literatura I, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

Por Rosario Castellanos (1925-1974)

Asedio a Sor Juana

El nombre de Sor Juana es pronunciado con familiaridad por los mexicanos. Algunos de sus versos (las redondillas imprecatorias a la necedad masculina, por ejemplo) han pasado a engrosar el archivo de las sentencias populares y el repertorio de los más ínfimos aficionados a la recitación.

La figura de Sor Juana, en lo que tiene de novelesco, ha despertado la imaginación de nuestros escritores, desde Amado Nervo hasta Ermilo Abreu Gómez y Octavio Paz.

Los eruditos se han mostrado más remisos a su encanto. Hubo de intervenir el celo de un sacerdote, don Alfonso Méndez Plancarte, tan entendido en literatura colonial, para que dispusiéramos de un retrato acabado de la monja jerónima, de su vocación intelectual y religiosa, del ambiente en que se forjó, de los obstáculos ante los que adquirió reciedumbre, de sus peculiaridades y frustraciones, de la manera como su obra entronca con la tradición y de los matices con los que la enriquece; de la multiplicidad de los temas que solicitan su pluma; de los géneros en que ejercita su destreza; de su cultura, nutrida de “los mejores saberes”; de sus renunciamientos, cada vez más expertos, y de su muerte, una muerte que se diría propia –como la preconizaba Rilke–, escogida y asumida con entera voluntad.

12 de noviembre de 1651. Tal es la fecha del nacimiento de Juana. Respira por su primera herida: la ilegitimidad. Sus padres, vascongado y criolla, no estaban unidos en matrimonio. De sus cinco hermanos tres llevan otro apellido.

La niña crece junto al abuelo materno, al pie de los volcanes en Amecameca. Antes de cumplir los tres años aprende a leer y a los ocho compone una loa en honor del Santísimo Sacramento. Versifica tan espontáneamente que ha de esforzarse por advertir que no es éste el modo común de hablar.

A los trece años es recibida (después de haber intentado, sin éxito, asistir a la Universidad) en el Palacio de los Virreyes de la Nueva España, “con título de muy querida de la señora Virreina”.

Breve lapso de vida cortesana: discreteos, galanterías, sonetos amorosos. Y de pronto la brusca decisión: en 1667 ingresa en el Convento de San José de Carmelitas descalzas. Tres meses más tarde abandona la clausura porque la fragilidad de su salud no soporta el rigor de la orden. Otra vez en el mundo. Fiestas, halagos, exámenes públicos de su saber, triunfos, aplausos, fama. Pero los consejos de su confesor mellan su ánimo y, por fin, “entróse religiosa pues aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias, no de las formales) repugnantes a su genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir”; “cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de su genio, que eran de querer vivir sola y de no querer tener ocupación obligatoria de embarazarse la libertad de su estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de sus libros”.

¿Depresiones profundas? ¿Amores imposibles? ¿Presión de las autoridades? Mejor digamos cálculo, cálculo hecho entre la espada y la pared. En el convento la monja escribe poemas, villancicos, autos sacramentales, comedias. Lo profano y lo sagrado se mezclan en sus letras y poco a poco se va aproximando la multitud de su pueblo para pedir prestada esa garganta sin dueño que ha de darle voz. El indo con “las dulces cláusulas del mexicano lenguaje”, el negro, balbuciente como un niño; el bachiller pedante, el poeta pobre, el campesino inocente. Y la dama y el galán de la aristocracia y los criados socarrones y las dueñas cómplices y la soldadesca borracha. Allí está el reflejo de la vida cortesana, tan complicadamente frívola. Allí se cava el curso de la preocupación teológica y del afán de aleccionamiento. Allí se hace la reverencia obsequiosa.

Todo la reclama y a todo vuelve su mirada lúcida, su corazón abierto de par en par. Lee, incansable y ávida. ¿Le arrebatan los libros? Observa, estudia en los hechos. De las diversiones infantiles, de la práctica culinaria, deduce leyes científicas. Sueña y consume sus espíritus en el sueño y en la vigilia. Escucha, critica, reflexiona, se burla. Ningún objeto escapa a la universalidad de su atención.

“Ese libre tuteo con el mundo”: ese interés solícito por las criaturas; esa curiosidad por las cosas; esa cortesía, esa amistad, ese amor por las personas no son actitudes de lo que entonces se entiende como vida religiosa. Vienen las amonestaciones, los reproches de sus superiores jerárquicos. Juana se defiende, argumenta. Pero los reproches adquieren un tono de amenaza. Cede, no sabemos si convencida o desfalleciente, y abandona “los estudios humanos”. Reparte los libros de su biblioteca y los aparatos que ayudaban sus meditaciones. Un año después –y a los cuarenta y cuatro de su edad– muere.

Sus biógrafos inmediatos (tal vez para rescatarla de la insufrible “soledad en llamas” que fue su inteligencia y su pasión por las disciplinas que se le derivan) la describen como hermana diligente, cumplida con sus oficios de contadora y archivista, hábil para guisar y humilde molendera de chocolate. Esmerada en el cuidado de las niñas y de las enfermas. Ellas la contagian de una epidemia y su abnegación final llega al sagrado heroico que unos casi califican de santa y otros no se atreven a llamar suicida.

Pero lo auténtico de Sor Juana no está en las anécdotas sino en la obra. Hoy, que se ha reivindicado ya el barroco, se considera como uno de los documentos fundamentales en el acervo literario de nuestro idioma. Día a día se aprecia mejor y se le encuentran una actualidad y un vigor que sólo son atribuibles a las creaciones geniales.

Su realización parece un milagro si tenemos en cuenta las circunstancias en que se produjo. No eran tan nocivas las suspicacias de los ignorantes, las intrigas de los envidiosos como las alabanzas y las hipérboles de los tontos. ¿De quiénes, si no de ambos, se queja Sor Juana cuando dice que “cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona sino la de espinas”?

Mas no culpemos demasiado a sus contemporáneos. Carecían de punto de referencia para medirla; no disponían de ningún título bajo el cual colocarla. Sus actos, por originales, tenían que producir el malestar de la sorpresa, de los que no cabe dentro de lo establecido. Incluso los que desearon ayudarla no atinaron a hacerlo.

Su peor enemigo, sin embargo, es ella misma. Su índole reflexiva es su talón de Aquiles. Se toma como objeto de meditación, se pone entre paréntesis para dilucidar si lo que constituye su personalidad es verdaderamente valioso. No se acepta con una complacencia fácil ni menos pretende imponerse a los otros. Su juicio es insobornable y el ideal de perfeccion con el que se compara es muy alto. Resulta entonces que los defectos son inconmensurablemente superiores a las cualidades y que no tienen remisión.

Por eso Sor Juana es áspera consigo y afable con los demás. Consentidora para las exigencias y los caprichos ajenos, insegura siempre de la licitud de sus impulsos, del acierto de sus propósitos, de la certeza de sus afirmaciones. Se pliega a lo que le predican sus confesores, amigos, prójimos. No se rebela contra su situación, no trata de modificarla. Sería más batalladora si se creyera depositaria de un don que debía acrecentar, como en la parábola evangélica.

¿Pero ha recibido un don? ¿No es todo desvarío de su orgullo? ¿No se está dejando engañar por halagos, o por las alabanzas mentirosas? Y aunque así no fuese y Dios la hubiera señalado con un destino, ¿vale la pena cumplirlo? Si parece un sueño. Un sueño del conocimiento, un sueño el hambre de conocimiento, las elaboraciones mentales, los silogismos, las ideas desenvolviéndose en espiral barroca. La inteligencia es una sonámbula que camina en un laberinto de espejos, entre sombras (ella es una sombra más) y ecos. No puede ser su propia fiadora.

Tampoco iba a recurrir Sor Juana a su corazón, tan efusivo y vulnerable; ni la fortalecía su mano abierta, diferente del puño cerrado “de los que custodian una gran semilla”. A Sor Juana sólo la salvaría su instinto. Las otras potencias son dóciles. Se rinden a la duda, acatan las conveniencias. Pero el instinto no entiende nada. Simplemente está allí y renace con más ímpetu cada vez que quieren aplastarlo. No se le imputa ni responsabilidad, ni mérito, ni culpa. Es motor de las acciones y Sor Juana lo sabe cuando dice: “obro necesariamente”.

¡Qué desproporción entre los actos de esta mujer y su condición de tal! Se entabla entonces la lucha entre la cabeza y el sexo. Este último es negado. ¿Puede realizarse la negación sin un desgarramiento irreparable? Juana lo hace con una asepsia absoluta. No salpica su blancura ni una gota de sangre ni una lágrima. Define su cuerpo como neutro y se atreve a experimentar afectos que serían equívocos si ella no se situara tan por encima de su carne.

Lo cual no implica menosprecio de la femineidad. ¿Por qué ha de existir contradicción entre su esencia común y sus aptitudes especiales? Por lo demás, su caso no es el único. Revuelve libros para hallar linaje, cita historias de mujeres notables de la gentilidad y de la Biblia y corona sus enumeraciones con la figura de María, suma de toda ciencia. No basta. Revisa los textos sagrados que prohíben a la mujer estudiar y opinar y sostiene que su interpretación ha sido errónea y que muy distinta sería la sociedad si la mujer fuera tan bien enseñada como el hombre. Su audiencia causó escándalo y levantó en contra suya la opinión.

Pero la patria de Sor Juana no es esa tierra de en medio, esa Nepantla, sino el ojo del conflicto. Conflicto también interior, entre su raciocinio que, como los griegos a San Pablo, pedía pruebas y su fe que precisaba milagros. Sor Juana no vive la religión como un misterio, no se sumerge oscuramente en el ser, como quería Maritain, sino que la experimenta como un problema, un punto de meditación, un coto donde se caza la verdad. Por eso cuando le indican que dé preferencia a los asuntos divinos sobre los profanos responde que le es preciso todo lo que los hombres han atesorado de descubrimientos y de comprobaciones para creer mejor.

Transcripción de Liliana Sánchez García

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar