Josefina Vicens (1911-1988)

Los papeles de Peque

por Aline Petterson (1938)

Aline Pettersson, “Los papeles de Peque”, en Revista de la Universidad de México, núm 94,  diciembre de 2011, pp. 72-75 (Online disponible en: Los papeles de Peque | Revista de la Universidad de México)

Josefina Vicens es una de nuestras escritoras secretas. La poeta y narradora Aline Pettersson conmemora el centenario de la autora de El libro vacío y Los años falsos con un texto penetrante y entrañable que combina el ensayo con la semblanza biográfica.

En una libreta de firmes tapas de cartón jaspeado rojo y negro intitulada “Los años falsos”, en medio del borrador del texto de esta novela, aparece un comentario que Josefina Vicens escribe después de su lectura del libro Los peces publicado por Sergio Fernández en 1968. Tomo un fragmento:

…nos coloca, al fin, ante las palabras; ante la alhaja de cada palabra; ante el engarce de las palabras; ante la razón de ser de la palabra; ante la autonomía de la palabra; ante la poética aglomeración de las palabras; ante la residencia particular de cada palabra…

El texto continúa explorando con deleite lo que para ella era el reino de la palabra y que, por supuesto, aplicó en su propia escritura. Habría que señalar, sin embargo, que dejó de lado “la aglomeración de las palabras” para sí, optando por la vía austera. Al hojear estas páginas me llaman la atención varias cosas. Por un lado, aquello que la Peque nunca soslayó: su amoroso y flaubertiano cuidado por la palabra justa. Y, de otra parte, constatar el proceso largo de la escritura de Los años falsos, publicado hasta 1982. Prácticamente el único dato cronológico que tengo es la referencia a la aparición del libro de Sergio Fernández documentado en las hojas de esta libreta. De otra parte, ninguno de los cuadernos que acogen este borrador tiene fecha.

    Debo decir que la Peque no hablaba con frecuencia (a mí, al menos) de ese trabajo suyo en elaboración. Sin embargo, sí recuerdo claramente ya tarde la mañana de un sábado en que me telefoneó con una emoción enorme para decirme que le había puesto punto final a su novela. La voz de Josefina, además del timbre grave, no era de cambios tonales significativos. Pero esa mañana, su satisfacción y alegría se impusieron por sobre su dicción generalmente discreta, aunque claro que tampoco su dicción era siempre discreta porque a veces podía ser iracunda. La Peque procedió de inmediato a leerme las páginas del cierre. Aún resuena en mis oídos su voz exaltada desovillando las palabras. Por fin había conseguido terminar ese libro que la inquietó durante muchos años y al que tanto demoró en escribir el “Amén” postrero. Me remonto a la noche en que ella se asomó a mi vida. Fue durante una cena familiar cuando mi tía mencionó con asombro admirativo: “¿Supieron que Josefina se acaba de ganar un premio?”. “¿Josefina? ¿Qué Josefina?”, debo haber preguntado yo. Y fue en aquel momento cuando me enteré de que Josefina Vicens, esa mujer tan celebrada y recién premiada con la tercera entrega del “Xavier Villaurrutia” por El libro vacío, había estado casada con José Ferrel, hermano de mi madre. Pero eso fue antes de mi nacimiento y, aunque permanecieron siendo amigos hasta la muerte trágica de mi tío, en mi casa no se hablaba del asunto. Como nota al margen, agrego que no se divorciaron nunca porque se citaron en el juzgado y a él (según me contó ella) se le olvidó asistir. Así que muchos años después vi mi apellido Ferrel en la firma de la chequera de Josefina. La Peque, entregada como era, tenía muchos y variados intereses que la llevaron siempre a tomar la vida con pasión. En las conversaciones frecuentes que sostuvimos a lo largo de los años fue desplegando sus múltiples facetas y, si algo la entusiasmaba, sus ojos se llenaban de brillo, y así fue aun cuando la ceguera se cernió sobre ella. El fulgor de su mirada permaneció hasta el final. En aquellas largas conversaciones, su voz grave poco a poco iba perdiendo el tono reposado para llegar a la emoción de la charla inteligente y muy placentera en la que era maestra. Así, entre incesantes cigarros y café, surgían de sus labios temas que le eran centrales como los amigos, la lectura y escritura, los amores, la política, los toros, el cine, la plástica, el póquer, su gusto por la música (presumía de sus acordes en un piano prohibido al público que fuera de Chopin) y también por el canto acompañada de su guitarra que en varias ocasiones yo escuché. Desde muy jovencita y, a lo largo del tiempo, se entregó con fuerza a las diversas actividades que la ocuparon, porque no era ella persona que se arredrara fácilmente ni por las dificultades ni tampoco por las amenazas. Su carácter generoso la condujo a la defensa de la justicia en causas con las que se comprometió luchando por los vulnerables como, por ejemplo, en asuntos relacionados con los campesinos, primero desde el Departamento Agrario donde trabajaba y después desde otros cargos en oficinas políticas. De una parte, dio la batalla en torno a problemas sociales o laborales, pero también, siempre, dio la otra batalla, en torno a la amorosa apropiación de la palabra escrita, que la llevó a explorar la obra de una gama amplia de escritores tanto mexicanos como extranjeros. De los primeros, fue amiga de casi todos aquellos que destacaron en las letras, ya fuera en poesía como en narrativa o dramaturgia. Su engolosinamiento con las palabras y su forma de ser pródiga la hicieron ir conociendo a generaciones muy posteriores a la suya, hasta llegar, por ejemplo, a una Rosa Beltrán de poco más de veinte años. 

Sobra decir que su capacidad para hacer amigos no se circunscribió a lo literario. Lo fue de toreros, políticos, cineastas, pintores y gente de todo tipo. Y siempre tenía alguna anécdota muy bien narrada alrededor de quienes la rodearon. Las historias podrían ser divertidas o conmovedoras o qué sé yo; pero la Peque era extremadamente discreta para nunca empañar la buena fama o exponer la intimidad de sus amigos. Cada uno sabía, como lo sabía yo, que los secretos entraban en su oído y ahí se alojaban buscando luz, consuelo, acaso complicidad en la respuesta. Ahí, en el túnel de su oído, se quedaron hasta su último momento; aunque, claro, uno salía mucho más ligero después de haber hablado con ella. Y de no mediar alguna confidencia de parte de su interlocutor, el ancho mundo sería el tema de la charla.

Estamos conmemorando el centenario de su llegada al mundo en la tórrida Villahermosa, de la que partió muy niña para volver a pisar ese suelo sólo al cabo de muchas décadas. Es decir, que algunos de los años cruentos de la Revolución los vivió en la Ciudad de México. Tal vez me haya relatado algo al respecto, pero, más allá de los “bilimbiques”, no lo recuerdo. Lo que sí tengo muy presente es su emoción al evocar la respuesta ciudadana en el Palacio de Bellas Artes con motivo de la expropiación petrolera. Se solazaba describiendo la larga fila de personas que iban a entregar dinero o algún bien al presidente Cárdenas. “Un señor llevaba un fajo de billetes, una señora llevaba dos gallinas y otra una joya. Vaya que la gente apoyó la medida, eso se podía sentir; nunca he vuelto a presenciar algo semejante”, decía entusiasmada y, al escucharla, yo la envidié siempre por haber vivido aquel momento de esperanza nacional. Ahora mi envidia es, claro, mucho mayor.

En una entrevista, con motivo de la publicación de El libro vacío que le hace Socorro García, responde a la pregunta de si querría ser diputada: “Me interesa la política, pero no esa política sumisa y abyecta que hacen los diputados”. Y en esta respuesta está la larga y triste historia de nuestro país pero también el germen de Los años falsos. Peque afirma, en aquella lejana charla, que está escribiendo una segunda novela y mucho me sospecho que es ésta. Diez años median entre la publicación de su primer libro y Los peces, el de Sergio Fernández: 1958-1968. Los comentarios de Vicens acerca de la obra de su amigo están asentados, como ya dije, en uno de los borradores de Los años falsos, probablemente empezado desde la década anterior a esta reflexión suya.

Una carpeta negra de argollas resguarda las hojas amarillentas donde están pegadas las entrevistas y reseñas que se publicaron a la salida de El libro vacío. Hay cuarenta y ocho recortes de periódico con firmas como las de Octavio Paz, Ramón Xirau, Margarita Nelken, Elena Poniatowska, María Luisa Mendoza. Los comentarios son muy elogiosos con dos excepciones: un tono muy condescendiente de parte de Jaime García Terrés y el texto de Víctor Rico Galán del que tomo lo siguiente:

Josefina Vicens tuvo ante sí el mundo sórdido, pequeño y helado del oficinista José García, mundo digno de una gran novela. (…) Pero desdeñó ese mundo y lo alejó para que sirviera como telón de fondo al absurdo problema de un José García que necesita escribir, no quiere escribir y tampoco quiere dejar de escribir.

La nota que aparece primero en la carpeta de argollas es la de Socorro García, a la que acabo de referirme, quien le comenta sobre las abundantes y elogiosas opiniones acerca de su libro, para preguntarle luego: “¿Cómo es que escribiendo tan bien, hasta ahora publicas por primera vez?”. Josefina Vicens le responde: “Yo creo que eso lo contesto precisamente con mi libro. Buscaba temas, quería decir algo importante… Hasta que me atreví a empezar con nada, sólo con mi pasión, con mi necesidad de escribir”. Más adelante dirá: “Únicamente sentía que se iba convirtiendo en algo que ya no podía dejar de decir. Poco a poco mi personaje, José García, fue hablando para él mismo, para mí y para los demás”. También agrega que el libro impreso cuenta con doscientas veintiocho páginas, pero que ella escribió, borró, tiró más de ochocientas y que tardó “muchísimo tiempo” en hacerlo.

Dada su magra producción literaria, no sería difícil concluir que la elaboración de ambas novelas la ocupó un número muy elevado de años. Y, tal vez por eso, cuando tuve en las manos las pruebas de imprenta del ejemplar de Los años falsos, pensé que el libro, que me conmovió mucho, lo mismo hablaba de hondos asuntos humanos como hablaba de otros en los que estaba involucrada la clase política, pero cuyas maneras me remitían a épocas muy anteriores. El presente del relato me parece temporalmente muy distante del presente de su publicación sin que sea ésa la intención. Ahora creo entender el porqué.

En algún momento de la misma entrevista con Socorro García, ofrece una mirada a su poética:

“…me deleita el lenguaje sencillo, la palabra sola, la construcción escueta, me siento ajena a la forma barroca”.

Y así fue su forma de abordar la palabra aun en la conversación que, de otra parte, jamás fue lacónica, sólo que ella trataba de elegir el verbo justo.

Reiteradamente afirmó que no escribió más porque estaba muy ocupada viviendo. Y dadas sus dos únicas novelas, debió escuchar a menudo la pregunta acerca de sus nuevos proyectos literarios, y es probable que la haya incomodado porque durante gran parte de su vida empleó la pluma en actividades escriturales paralelas, mientras urdía en su mente la creación de un tercer libro que no nació. Peque hablaba con gusto de algunos de sus guiones cinematográficos, pero siempre distinguió ésa, que era escritura por encargo, de la otra donde indagaba en los recovecos del pensamiento, la imaginación, el alma.

Como los objetos de su interés eran vastos, las horas del día y de la noche no le alcanzaban para satisfacerlos todos. Pero ella no estaba dispuesta a prescindir de nada. En la medida en que le fuera posible. Desgraciadamente sí dejaron de serle posible casi todas sus actividades. El devoto cuidado por la palabra escrita, propia o ajena, le fue siendo cada vez más difícil, hasta ya no distinguir las letras. Con el tiempo precisó de alguien que le leyera los libros. Y una de esas personas fue aquella mi tía, que con tanta emoción mencionó en una lejana cena familiar el premio de Josefina Vicens, para mí, en ese entonces, una recién adquirida pariente cuyo nombre de pronto esa noche apareció en mi vida. Pero solamente el nombre porque pasaron muchos años para conocernos en persona.

En la época en la que se le instaló la ceguera, la Peque presidía la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas. Veía, por gusto y por trabajo, un montón de películas, actividad que tuvo que dejar. Frecuentaba galerías celebrando las exposiciones de sus amigos pintores, actividad que también tuvo que abandonar. Ya en la entrevista con Socorro García de 1958 habían hablado de la muy buena colección de cuadros que colgaba de los muros de su pequeño departamento de ese entonces; incluso de la decoración en una puerta, tipo cantina, que le hizo su cercano amigo Juan Soriano.

Años después, el cuadro del pintor La niña muerta disparará el único cuento que publicó la Peque: “Petrita”. Ahora yo me pregunto: ¿años después de qué? El cuento está escrito en un cuaderno cuya tapa lleva impreso el nombre de Papelería Teyco con dos teléfonos: los seis números de la Cía. Ericsson y una letra y cuatro números de la Cía. Mexicana, empresas telefónicas que se fusionaron en 1950. Así que el cuaderno debe haber sido fabricado en los años cuarenta y tal vez Josefina lo guardó durante casi cuarenta.

Por otra parte, Vicens fue dueña de dicha pintura en alguna época que no puedo ubicar del todo. Ella me dio una versión acerca de las razones por las que dejó de ser suya. Y, ya después de su muerte, Soriano me contó una historia muy distinta que no viene ahora al caso. El cuento se publicó en la Revista de la Universidad de Tabasco, creo recordar que en 1983. Pero la fecha de la escritura queda en una nebulosa.

La Peque fue durante casi toda su vida una persona vital y apasionada; en la época triste de su pérdida de la vista todavía la oí cantar y seguía siendo una extraordinaria conversadora. Tenía mucho que decir pero asimismo sabía escuchar, que no es siempre el caso. Recuerdo también el tono enfático con el que se refirió, a lo largo de los años, a la fiesta taurina y, tanto le gustaba, que publicó una columna de toros bajo el seudónimo de Pepe Faroles. Diógenes García, su otro seudónimo, se hizo cargo de su columna política. Sin embargo, yo la conocí en un tiempo ya posterior, pero tuve la fortuna de escucharla desgranar la trayectoria larga de entrega al bregar de la vida.

Sus últimos años fueron muy difíciles, en primer lugar por los problemas de la vista, pero, también, porque la salud se le fue deteriorando para agredir a su espíritu intrépido. Se sintió encarcelada por un cuerpo verdugo de su alma en vuelo, además de imposibilitada para seguir con las actividades de tanto tiempo; y tristemente muchos de quienes habían sido cercanos se alejaron. No puedo negar que fueron años muy duros para ella. 

En aquella etapa, parecía seguir guardando aún mucho respeto por la vida. Ignoro si quitársela fue algo que cruzara por su mente alguna vez, pero, de otra parte, en tiempos anteriores, Josefina nunca creyó en el suicidio que, por ejemplo, abatió a mi tío, su efímero esposo. En mi ansia por entender aquellas razones de mi pariente y mis propios deseos necrófilos mucho conversé con la Peque al respecto. Y ella siempre rechazó esa forma de irse, aunque al menos dos personas más, muy queridas por ella, eligieron dicho camino: las actrices María Douglas y Pina Pellicer, y probablemente hubo otras cuyos nombres ignoro o no acuden ahora a mi mente. Ella se condolía pero también se enfurecía con esa solución que no aprobaba, aunque, paradójicamente, tuvo siempre un placer enorme por visitar panteones y una calavera llamada Lorenzo presidía el librero de la sala. 

En la página que abre el borrador de Los años falsos, del que ya he hablado, Vicens pone en boca de su personaje, Luis Alfonso, lo siguiente:

“Hoy. Precisamente hoy, al cumplirse diez años, podría yo hacer lo mismo. Claro que por mi propia voluntad, mi última propia voluntad. (…) Entonces él tenía treinta y nueve y yo dieciocho años. Si lo hago, él morirá de cuarenta y nueve y yo de dieciocho, mis lejanos dieciocho años”.

Es obvio que en esta trama quien aumenta de edad es el padre muerto/vivo, la edad del hijo vivo/muerto va a permanecer fatalmente inalterada. Es obvio también que se cavila en torno al suicidio. Éste y otros muchos pasajes fueron eliminados de la versión final. 

Cito las líneas anteriores para comentar lo que bien sabemos: suele suceder que aparezca alguna vez en casi todos nosotros el deseo de infligirnos la muerte, aunque sea, como en este caso, en voz de un personaje ficticio. En aquellos sus muy difíciles años postreros, Peque pudo, quizás, haber reflexionado en ello, pero su vieja convicción de luchadora la llevó a no externar jamás dicha opinión. 

Ahora, en el centenario de su nacimiento, separada la fecha por un día de la de su muerte, su legado no sólo tiene que ver, en primer lugar, con la excelencia de su obra literaria, tiene que ver, asimismo, con su postura ante la vida en las actividades de toda clase que efectuó, desde la primera batalla en contra de los convencionalismos asfixiantes de su juventud. Esta forma de encarar el tiempo vital la llevó a entregarse a hechos del quehacer humano que abarcaban distintas manifestaciones del arte, pero que abarcaban, además, el compromiso ético con sus semejantes apoyada en la esperanza de un mundo más amable y más justo del que hoy estamos cada vez más lejos.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz