Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)

Por Eduardo Ruiz Álvarez (1839-1902)

L. Gallo, Eduardo, Hombres ilustres mexicanos: Biografías de los personajes notables desde antes de la conquista hasta nuestros días, Tomo II, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1874, pp. 340-352

I

Durante la dominación española, es raro ver a algunos mexicanos elevándose sobre el vulgo de sus compatriotas y formándose un nombre que haya podido romper aquellas tinieblas y llegar hasta nosotros en alas de la fama. Y no solo debe esto parecernos extraño, sino verdaderamente extraordinario, si se tiene en cuenta que, en aquella ominosa época, la política del gobierno colonial no consistía únicamente en conservar los vastos dominios conquistados, sino en mantener a los mexicanos en la más compleja ignorancia, sin más elementos de enseñanza que el aprendizaje del Catecismo de Ripalda1, según la expresión del virrey marqués de Branciforte, ni más porvenir en la carrera de las letras, que el estado eclesiástico, que era considerado como el solo término a que podía aspirar la juventud, no para penetrar al templo del saber y de la moralidad, sino para proporcionarse una cómoda subsistencia, puesto que según el decir de D. Lucas Alamán, el historiador más clerical que haya escrito sobre México, el clero de aquellos tiempos era en lo general ignorante y escandalosamente prostituido.

Pero México, como el cementerio de la aldea de Gray2, encerraba genios que, en otra atmósfera que no fuera la de la servidumbre, habrían descollado sobre la humanidad para serla útil con su saber y con sus obras; genios extraordinarios que, luchando contra la política dominante, contra el fanatismo de la época, contra la ignorancia general, todavía alcanzaron a darse a conocer; todavía contribuyeron con su luz a rasgar el velo de la superstición, para mostrar a sus compatriotas el sendero de la verdad, el horizonte espléndido de ese cielo sin nubes que se llama la ciencia.

Si a estas consideraciones agregamos las que de en aquellos tiempos las puertas de la república estaban cerradas a la inmigración, y prohibida la entrada de libros extranjeros, como heréticos o sospechosos por lo menos, se comprenderá que el hombre consagrado al estudio de una ciencia, cuando lograba apoderarse de sus principios y poseerla en toda su extensión, casi había tenido que inventarla con su genio, que crearla, digámoslo así, falto de las fuentes que en los países europeos facilitaban su adquisición. Y si, con el desarrollo de verdades luminosas, si mezclado con el buen juicio, hallamos en esas obras cierto tinte de fanatismo o de superstición, culpa es esa de aquella época y de aquel estado social, que no de los hombres ilustres que solo merecen consideración y respeto por sus heroicos esfuerzos. 

No queremos establecer un paralelo que una severa crítica podría hallar atrevido entre uno de los matemáticos más extraordinarios que el mundo haya producido, y un oscuro sacerdote mexicano, consagrado a la misma ciencia: entre [Isaac] Newton y D. Carlos de Sigüenza y Góngora; y si cuando tratamos de bosquejar la biografía del segundo ha brotado de nuestra pluma el nombre del filósofo inglés, perdónese este arranque de nuestro patriotismo, siquiera sea porque viviendo ambos en el mismo siglo, habiendo nacido casi en el mismo año, el uno era ciudadano del país más libre de la tierra, y el otro súbdito “a quien no le tocaba más que callar y obedecer”; aquel, contando con bienes bastantes de fortuna; este, luchando con su pobreza. Newton, bebiendo al lado de distinguidos profesores las fuentes del saber en la grande escuela de Grantham y en la Universidad de Cambridge, y discutiendo sus teorías con sabios como Leibnitz; en tanto que D. Carlos de Sigüenza y Góngora adivinaba los principios de la ciencia en un colegio clerical establecido en Tepotzotlán, teniendo por maestros a los teólogos del país y por contrincantes en sus polémicas al padre Kino, entre otros, que entendían la doctrina de que los cometas ejercen gran influencia en las acciones humanas. Pero si Newton escalaba los cielos para descubrir el gran sistema de la gravitación universal, sea permitido a nuestro orgullo nacional, escribir junto al nombre de aquel gigante de la ciencia el del ilustre matemático, arqueólogo y astrónomo D. Carlos de Sigüenza y Góngora que, haciéndose superior a las preocupaciones de su época, y cuando la astrología reinaba aún en la Europa y presidía en las decisiones de la iglesia católica, medía el tiempo y fijaba fechas remotísimas por medio de los cálculos matemáticos; y demostraba que el universo se rige por leyes inmutables, sin que los astros sean circunstancias ni atenuantes ni agravantes del pecado original. La vida de los sabios, ajena de ordinario a los embates y peripecias que afectan a la de los hombres públicos, corre apacible y en escondida senda, [sic] consagrada a la meditación y al estudio.

II

D. Carlos de Sigüenza y Góngora, hijo de D. Carlos de Sigüenza, nació en la Ciudad de México el año de 1645. Desde su niñez dio muestras de su elevada inteligencia y de una circunspección y un buen juicio harto precoces. No era necesario más para que los jesuitas, a caza siempre de monopolizar en su provecho y de conducir al fin que ellos se proponían a todo joven que revelase algún talento, sedujesen a Góngora, que a los diez y siete años de edad [sic] hizo sus votos en la misma casa de Tepotzotlán. Hemos dicho que Góngora se vio seducido por los jesuitas, porque tres años después, sin que ninguno de sus biógrafos haya podido averiguar la causa, abandonó la Compañía de Jesús, y sin perder su vocación al sacerdocio, fue a encerrarse, obtenida su secularización, en el Hospital del Amor de Dios. Allí, en los ratos que le dejaban libres su consagración a los enfermos, su solicitud para con los pobres entre quienes repartía su escaso dinero, se entregó con una dedicación, entonces sin ejemplo, al estudio de las matemáticas, de la física, de la amena literatura y de la crítica; allí se perfeccionó en el aprendizaje de las lenguas muertas, y allí, asociado de su amigo —su hermano como él le llamaba— D. Juan de Alva Ixtlilxóchitl, hizo el estudio del idioma, de la historia y de la arqueología de México, que llegó a poseer con tanta perfección.

La fama de sus conocimientos fue bien pronto sabida de todos. La Universidad de México le nombró catedrático de matemáticas; Carlos II le confirió el título de cosmógrafo regio, y el gran rey Luis XIV le invitó a que pasase a su corte, señalándole pensiones y empleos que Góngora quiso rehusar para ser más bien útil a su patria que a un país extranjero. Más tarde, el virrey marqués de Galve lo asoció al general de la armada D. Andrés de Pes, para el reconocimiento y descripción del Golfo de México, que verificaron juntos hasta entrar en el río Mississippi, en cuya comisión prestó Góngora tan importantes servicios, que mereció se diera su nombre por la tripulación a uno de los cabos de la costa.

Poco antes de su muerte, según refiere uno de sus biógrafos, D. Carlos de Sigüenza y Góngora se decidió [sic] a volver al seno de la Compañía de Jesús; por lo que es de creer, que los jesuitas no omitieron empeños para decidir [sic] al hombre más notable de aquella época, a que volviese a las filas de la Orden, siendo muy breve esta satisfacción, porque el 22 de agosto de 1700 falleció en su querido hospital del Amor de Dios, a donde se había hecho trasladar. Honda sensación causó noticia en la ciudad: la Compañía de Jesús desplegó todo su lujo en los funerales que hizo en honor de uno de sus miembros; pero antes, había regado el cadáver las lágrimas sinceras del pueblo, de los pobres, a quienes el pastor daba todo cuanto tenía.

Algunos escritores extranjeros contemporáneos de Góngora hicieron de él honoríficas menciones, y Boturini y Gemelli Careri le debieron datos preciosos para escribir sus obras.

Las de D. Carlos, numerosas y variadas, no se imprimieron todas por falta de protección del gobierno, tan necesaria en aquel tiempo en que no había lectores, porque el mismo gobierno negaba la instrucción a las masas; y las pocas que se dieron a la estampa, lo fueron en tan reducido número, que sus ejemplares están hoy agotados. Por fortuna, debemos a la laboriosidad y erudición de Beristáin, un índice de esas obras, que copiamos en seguida, para que se vea la variedad de conocimientos que enriquecían la ciencia del sabio mexicano.

III

Las obras impresas son: Primavera indiana (México, 1662, 1668 y 1683, en 4.º). Es un canto en 77 octavas, en que refiere la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Glorias de Querétaro (México, 1668, en 4.º). Libro simbólico, histórico y poético, lleno de la más selecta erudición europea y americana, en que describió el arco triunfal que erigió México a la entrada del virrey conde de Paredes, marqués de la Laguna. —Triunfo Partenico (México, 1683, en 4.º). Historia de las fiestas y justas poéticas que celebró la Pontificia Universidad Literaria de México en honor del misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María. —Paraíso Occidental (México, 1684, en 4.º mayor). En la historia de la fundación del monasterio de Jesús María de México, con las vidas de sus venerables religiosas, con noticias apreciables de la antigüedad mexicana. —Manifiesto filosófico contra los cometas (México, 1681, en 4.º) Dio motivo a este opúsculo, el cometa que comenzó a verse en México el mes de noviembre de 1680. Reinaba todavía en el vulgo de los filósofos la opinión de que estos fenómenos eran fatal anuncio de alguna desgracia pública, y nuestro autor, como mejor físico y astrónomo, y crítico ilustrado, trató de despojar a los cometas del imperio que tenían sobre los tímidos, y de refutar impugnadores. El primero fue D. José Escobar Salmerón, médico, a quien no quiso contestar nuestro Sigüenza. El segundo fue el P. Eusebio Kino, jesuita alemán que acababa de llegar a México. A este contestó D. Carlos en un opúsculo titulado Libra astronómica (México, 1690, en 4.º). Otro impugnador fue D. Martín de la Torre, caballero flamenco, que se hallaba desterrado en Yucatán, y contra este escribió Sigüenza El Belerofonte Matemático, contra la quimera astrológica de D. Martín de la Torre. Quedó manuscrito este opúsculo (otros le citan impreso); pero según lo que de él refiere en el prólogo a la Libra astronómica, el peritisimo náutico e hidráulico D. Sebastián de Guzmán, discípulo del insigne matemático Ruesta, contenía cuantos primores y sutilezas gasta la trigonometría en las investigaciones de las paralajes y refracciones, y la teoría de los movimientos de los cometas, ya sea por una trayección rectísima en el sistema de Copérnico, o ya por espiras cónicas en los vórtices cartesianos. —Relación histórica de los sucesos de la Armada de Barlovento de fines de 1690 a fines de 1691 (México, 1691, en 4.º). En ella se describe la victoria de las armas españolas contra los franceses en la parte septentrional de la isla de Santo Domingo, con el incendio de Guarico. —Trofeo de la justicia española contra la perfidia francesa (México, 1691, en 4.º). Es una exacta y hermosa narración, de los gloriosos hechos militares de los españoles en la isla de Santo Domingo contra las incursiones de los franceses. —Los infortunios de Alonso Ramírez (México, 1690, en 4.º). Este Alonso Ramírez era natural de San Juan de Puerto Rico. Fue apresado por unos piratas en los mares de Filipinas, desde donde librándose prodigiosamente, navegó solo y sin derrota hasta las costas de Yucatán, habiendo dado casi una vuelta al globo. —Mercurio volante: papel periódico (México, 1693, 4 tomos). —El oriental planeta evangélico (Impreso en México después de la muerte del autor, 1700, en 4.º). Es un poema en elogio de San Francisco Javier, escrito desde 1688. —Piedad heroica de D. Hernando Cortés. Es la noticia de la fundación del hospital de Jesús Nazareno, con su descripción y muchas especies útiles y curiosas sobre la primitiva Ciudad de México. Este opúsculo se cuenta comúnmente entre los manuscritos de Sigüenza; mas no hay duda que de se imprimió. Así lo refiere Cabrera en su Escudo de armas de México, núm. 663, y nosotros solo hemos visto un ejemplar incompleto, sin principio ni fin, por lo que no podemos fijar el año de la impresión. —Manuscritos: Descripción de la bahía de Santa María de Galve (antes de Panzacola) de la Mobila, y río de la Palizada o Mississippi, en la costa septentrional del Seno mexicano. También se dice hallarse impresa en folio: mas no podemos afirmarlo. —Tratado sobre los eclipses del sol. —Apología del poema titulado Primavera indiana. Ciclografía mexicana. Obra de mucho mérito, en la cual, por el cálculo de los eclipses y cometas de que hacían memoria los papeles de los indios, ajustó Sigüenza exactamente sus épocas a las de Europa, y expresó el verdadero modo de contar siglos, años y meses. Ignoro si es la misma obra o distinta a la titulada Año mexicano que otros citan entre los escritos de nuestro autor. Historia del imperio de los chichimecas. En ella se describía el paso de los indios del Asia a la América, conducidos por su jefe Chichimecatl, su primer establecimiento en el país de Anáhuac y el aumento de su imperio por los olmecas, toltecas, etc. —El Fénix de Occidente. Disertación histórica en que el autor se propuso probar la predicación del apóstol Santo Tomás en el Nuevo Mundo. —Genealogías de los reyes mexicanos. —Anotaciones críticas a las obras de Bernal Díaz del Castillo y Torquemada.Teatro de la Santa Iglesia metropolitana de México. —Historia de la Universidad de México.Tribunal histórico. —Historia de la provincia de Tejas. —Vida del V. Arzobispo de México, D. Alonso de Cuevas Dávalos. —Elogio fúnebre de la célebre poetisa mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz. —Tratado de la esfera (en 200 fojas). —Informe del virrey de México sobre la fortaleza de San Juan de Ulúa. —Reducciones de estancias de ganado a caballerías de tierra, hechas según regla de aritmética y geometría (en folio).

IV

Hay en la vida de Sigüenza y Góngora un episodio interesante que vamos a mencionar.

Era el año de 1692, año terrible para la Ciudad de México, porque el hambre reinaba sobre sus habitantes, y el pueblo pobre era, como siempre, la víctima predilecta de las enfermedades y de la muerte. Por el mes de junio, pudo convencerse la muchedumbre, de que los ricos y los empleados habían introducido ocultamente grandes cantidades de maíz, para venderlo a precios elevados. En la noche del 8 se amotinó la plebe, y después de haber apedreado las ventanas del palacio y cometido otros insultos, según refiere el P. Cavo, insultos que no pudieron impedir ni los vecinos de mayor autoridad ni el arzobispo, pegó fuego al palacio del virrey, a las casas de Cabildo y al Parián. La audiencia, corregidor y alcaldes corrieron a juntar gente para apagar el incendio, pero sus diligencias fueron inútiles, y el fuego continuó toda la noche. “La voz de que se quemaban las casas de Cabildo llegó al retiro de D. Carlos de Sigüenza y Góngora, y este literato, honor de México —continúa diciendo el P. Cavo— excitado del amor de las letras y de la patria, considerando que en un momento iban a ser consumidos por las llamas los monumentos más preciosos de la historia antigua y moderna de los mexicanos, que se conservaban en aquel archivo, con sus amigos y alguna gente moza y denodada, a quien dio cantidad de dinero, partió para la plaza; y viendo que por las piezas bajas no era dable subir al archivo, pues el fuego las había ocupado puestas escaleras y forzadas las ventanas, aquellos hombres intrépidos penetraron a las piezas, y aunque el fuego se propagaba en ellas, en medio de las llamas asiendo de aquí y de allí los códices y libros capitulares, los lanzaban a la plaza, en cuyo ministerio tan arriesgado continuaron hasta que no dejaron monumento de los que no habían sido devorados por el fuego.

Este rasgo de la vida de Sigüenza y Góngora, exponiendo su existencia y gastando sus cortos recursos para salvar del fuego los monumentos para la historia de México, nos ha traído naturalmente a la memoria la conducta del arzobispo Zumárraga, arrojando a las llamas las antigüedades mexicanas, esos datos preciosos para juzgar del origen de los hechos notables de los primitivos habitantes de este país. Es que para Sigüenza y Góngora, en esos papeles estaba la luz de la historia, y para Zumárraga, aquellos jeroglíficos eran arte del demonio. Es que Sigüenza era la inteligencia; y Zumárraga, el fanatismo.

Transcripción de Claudia Colosio García

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar