Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (¿1572?-1639)

Por E. P. (¿?)

La Ilustración Mexicana, Tomo I, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1851, pp. 24-28.

D. Juan Ruiz de Alarcón

La juventud estudiosa, que se sienta con bastante dignidad para dejar el camino de la imitación servil, de usos y costumbres exóticos, y emprender la tarea gloriosa de pintar o corregir los de su país y de su época, nada perderá en leer las obras de este autor, antes bien, hallará mucho que aprender en ellas.

 G. Escosura

Al anunciar al público la manera con que intentábamos desempeñar la tarea que acometíamos, aseguramos que nuestro concepto, los recuerdos y la historia de nuestra patria nos presentarían una abundante mina de belleza. Cumpliremos, pues, ya que no como entendidos, como patriotas, y desde luego intentaremos revelar a los que no conozcan nuestra literatura, o recordar a los que de ella se hubieren olvidado, que México, la hija de la España, ha tenido siempre gloriosos representantes en el campo del talento, y que sus hijos, al par que los ingenios que tanto lustre dieron a la literatura española, han dejado una buena memoria en el idioma que tanto engalanaran fray Luis de León y Cervantes. Creemos que sin temor de equivocarnos, podremos dividir la literatura española en cuatro grandes épocas: la que se llamó Siglo de Oro, y en la que florecieron Lope de Vega, fray Luis de Granada, Calderón y los demás maestros; la época del culteranismo, comenzada por Góngora y llevada hasta la exageración por su escuela; la del Renacimiento, iniciada por Meléndez Valdés, y continuada con tanta gloria por Quintana, Burgos, los Moratines y otros; y últimamente, la literatura romántica, personificada en Zorrilla y Ventura de la Vega, hasta nuestros días. A tal división corresponde en nuestro juicio, la aparición en México de Alarcón, de sor Juana Inés de la Cruz, del padre Navarrete y del desgraciado Rodríguez Galván. la vida y el examen de los escritos de estos poetas ilustres, no carece de interés a nuestro juicio, y a esos ensayos biográficos-críticos dedicaremos nuestras columnas, comenzando por el más antiguo y no menos esclarecido, don Juan Ruiz de Alarcón, cuyo nombre encabeza estos renglones.

El empeñoso afán de los dedicados a la literatura, apenas ha podido descorrer el velo que cubre los primeros años de este poeta: sábese solo que nació en Taxco, probablemente en los últimos años del siglo XVI, y que hizo en México la carrera de sus estudios; recibiéndose de abogado, y después de doctor en leyes, en el año de 1606, con dispensa de la pompa que entonces se requería para adquirir este honor, porque su escasa adherencia no bastaba para sufragar tamaños gastos. Después de esta época pasó a España, y como siempre sucede, su mérito distinguido le hizo blanco de amargas invectivas. Un pequeño poema en octavas para celebrar unas fiestas reales, y en el que según parece, se sirvió Alarcón de trabajos ajenos, le valió las punzantes y groseras sátiras de ingenios tan esclarecidos como Lope de Vega, Quevedo, Tirso de Molina, Góngora, etc.

Poco nos importa, sin embargo, la oscuridad de sus primeros años, cuando han llegado hasta nosotros muchas de sus inmortales obras: los pormenores de su vida íntima satisfaría en buena hora la curiosidad trivial; pero los títulos de gloria, lo que nos hace envanecer justamente de que haya visto la luz en nuestro suelo, su pensamiento, en fin, no se opacó entre las sombras del olvido. Preguntarse acaso, ¿cómo un hombre tan digno de ser rival de Calderón y de Lope, es tan poco conocido en la literatura? Culpa es esta, como dice don Eugenio de Ochoa, en el cuarto volumen de su Tesoro del teatro español, de la suerte, que tiene a veces extraños caprichos:

Hay hombres, de el mismo escritor hablando de Alarcón, a quienes sin merecerlo, en todo persigue la desgracia. ¿Por qué? Solo Dios puede decirlo.

Don Nicolás Antonio Salafranca, don Jerónimo de la Escosura, Martínez de la Rosa, el ya citado don Eugenio de Ochoa y otros en España; Beristáin y el señor licenciado don José María Lafragua entre nosotros, se han ocupado sucesivamente de Alarcón, examinando sus obras y tributándole los elogios merecidos.

En los escritos de los literatos citados, se encuentra una noticia más o menos extensa de las comedias todas que publicó nuestro poeta, y en los más de ellos un análisis de la más célebre de sus obras, de La verdad sospechosa, representada con aplauso en los teatros de la época. Privilegio del verdadero talento es que sus producciones no sean de época determinada, y que sus palabras, reflejo de la luz del Evangelio, vivan a través del tiempo y de las revoluciones, siempre con el brillo perenne de la verdad. La obra que nos ocupa, que inspiró a Molière su Embustero, por la que cambiaba Pierre Corneille las dos mejores de sus producciones dramáticas, y que en concepto del citado don Eugenio de Ochoa, es una de las 400 más preciosas perlas del antiguo repertorio español; esa obra, repetimos, es ya bastante conocida; pero sin quitarles un mérito literario, que nadie pone en duda, llámanos la atención otra comedia del mismo Alarcón, titulada Las paredes oyen.

En los retablos de las antiguas catedrales, cuidaban muchas veces los pintores de dejar eternamente vivo su retrato, en alguna de las imágenes de los santos con que adornaban las basílicas: satisfacían así ese deseo de vivir en la memoria de los hombres, más tiempo del que a cada cual Dios le ha señalado en suerte. Los literatos modernos al cultivar el género íntimo, trabajan animados de la misma esperanza, y acaso los halaga la idea de hacer que todo el mundo tome parte en sus pesares, y que la fuerza del talento, al hacer simpatizar al común con los sentimientos del individuo, realice la doctrina del Evangelio, haciéndonos sentir como propio el mal de nuestros semejantes. Las paredes oyen es, a nuestro juicio, una de esas sentidas revelaciones, único consuelo permitido al poeta para quejarse de las injusticias de la sociedad en que vive.

El argumento es bien sencillo: un galán noble, valiente, rico, con todas las cualidades exigidas por la sociedad entonces, se mira correspondido de una dama tan hermosa como discreta, y resuelta al principio de la pieza, a unirse para siempre con el hombre que amaba. Un vicio solo tenía don Mendo, era maldiciente, se envanecía de las conquistas que le valían sus buenas prendas y tenía por esto arranques frecuentes de fatuidad. Don Juan de Mendoza es el segundo galán, hombre feo y contrahecho, sin más mérito que su bella índole, su apasionado amor, su nobleza y su sensatez, despreciado al principio por doña Ana en concurrencia con su brillante rival. El autor va disponiendo los sucesos de manera, que el vicio de Mendo aparece en toda su fealdad a los ojos de la mujer con quien iba a unirse, al paso que los acontecimientos mismos van dando a esta prueba del noble amor de don Juan. La pieza toda gira sobre este contraste hábilmente manejado; y si bien, como decíamos, muchas de sus escenas son una confidencia, la comedia toda es una verdad consoladora; es la prueba de la superioridad de las prendas morales sobre las físicas; es el estímulo de la honradez y del bien obrar; es, en fin, la espiritualización del mero sentimiento venciendo a la materialidad. Desde las primeras palabras de don Juan al abrirse la escena, se está enunciando con toda claridad el pensamiento del autor.

D. Juan.— Tiéneme desesperado,

Beltrán, la desigualdad,

sino de mi calidad,

de mis partes y mi estado.

La hermosura de Doña Ana,

el cuerpo airoso y gentil,

bella emulación de Abril,

dulce envidia de Diana,

¡Mira tú cómo podrán

dar esperanza al deseo

de un hombre tan pobre y feo

y de mal talle, Beltrán!

Y sus previsiones eran fundadas: porque es natural que un galán pobre y feo, en competencia con otro rico y bello, se ha pospuesto por la mayor parte de las mujeres. Por eso pone en la boca de Doña Ana estas palabras dirigidas a su criada:

Doña Ana.— Calla, necia: ¿quién pensó

tan notable desatino?

¿Qué importará que el destino

quiera, sino quiero yo?

Del cielo es la inclinación;

el o el no, todo es mío;

que el hado en el albedrío

no tiene jurisdicción.

¿Cómo puedo yo querer

hombre cuya cara y talle

me enfada solo en mirarle?

Llega a convencerse de los defectos de D. Mendo, y a creer en el amor, expresado con tanta delicadeza por D. Juan, que la hace exclamar:

¿Qué delito cometí

en quererte, ingrata fiera?

¡Quiera Dios!… pero no quiera

que te quiero más que a mí.

Doña Ana cede, y después, para que resalte su nobleza y honradez, el autor la hace decir estos lindísimos versos en el final de la escena tercera del tercer acto:

Y aunque el duque tenga amor,

galán querrá ser, Don Juan;

y honra más que un rey galán

un marido labrador.

Y aunque en el duque es forzosa

la ventaja que le doy,

grande para dama soy,

si pequeña para esposa.

D. Juan.— Nadie con tal pensamiento

ofende tu calidad.

Doña Ana.— De mi consejo, dejad

de terciar en ese intento:

porque mayor esperanza

puede al fin tener de mí

quien pretende para sí,

que quien para otro alcanza.

Mucho más quisiéramos copiar de esta comedia, notable por el objeto moral que en todas sus obras se proponía Alarcón; notable por la facilidad con que se desarrollan todas sus escenas, y notable, por último, por la viveza del diálogo, y por la fluidez de la versificación. Citaremos sólo como modelo de los diálogos el que sigue a la declaración de amor de Mendoza, entre este y doña Ana, en la escena quinta del acto primero:

Doña Ana.— Tened, D. Juan, ¿esto para

todo en que amor me tenéis?

D. Juan.— No, porque ya lo sabéis

y en vano el tiempo gastara.

Doña Ana.— ¿En qué os morís?

D. Juan.— No, señora;

pues ni en morir parará

que en el alma vivirá

el amor que os tengo ahora.

Doña Ana.— ¿Para en pedirme que os quiera?

D. Juan.— Ni llega, señora, ahí,

que no hay méritos en mí

para que a tal me atreviera.

Doña Ana.— Pues decid lo que queréis.

D. Juan.— Quiero… solo sé que os quiero,

y que remedio no espero

viendo lo que merecéis.

Como el mísero doliente

que en el lecho fatigado,

a cualquier parte inclinado

los mismos dolores siente:

y por huir del tormento,

que en cada lado es mayor,

busca alivio a su dolor

en el mismo movimiento;

así yo con mi ciudado

vengo a vos, dueño querido,

no de esperanza inducido

sino de dolor forzado;

por no morir con callarlo,

no por sanar con decirlo,

que es imposible sufrirlo

como lo es el remediarlo.

Y así no os ha de ofender

que me atreva a declarar,

pues va junto el confesar,

que no os puedo merecer.

Doña Ana.— ¿Queréis más?

D. Juan.— ¿Qué más que vos?

Sin entender queréis mi estado,

en que os quiero está cifrado.

Doña Ana.— Pues, señor don Juan, a Dios.

D. Juan.— Tened, ¿no me respondéis?

¿De esta suerte me dejáis?

Doña Ana.— ¿No habéis dicho que me amáis?

D. Juan.— Yo lo he dicho, y vos lo veis.

Doña Ana.— ¿No decis que vuestro intento

no es pedirme que yo os quiera,

porque atrevimiento fuera?

D. Juan.— Así lo he dicho, y lo siento.

Doña Ana.— ¿No decís que no tenéis

esperanzas de ablandarme?

D. Juan.— Yo lo he dicho.

Doña Ana.— ¿Y que igualmente

en méritos no podéis,

vuestra lengua no afirmó?

D. Juan.— Yo lo he dicho de ese modo.

Doña Ana.— Pues si vos lo decís todo

¿Qué queréis que os diga yo?

Los límites de este artículo no nos permiten extendernos más, y nos obligan a callar la filosofía que rebosa en los chistes inimitables de sus graciosos. Ninguno de los antiguos poetas le exceden sal… en viveza, ni en estilo, y su genio universal abrazó todos los géneros: pintor filósofo en La verdad sospechosa y en Las paredes oyen, es el panegirista de la virtud en otra de sus comedias Ganar amigos, y es romancesco y fatalista su Tejedor de Segovia, únicas de sus obras que hemos podido haber a las manos. Además de estas piezas, cuenta el doctor Lafragua en un artículo publicado en el apuntador, otras treinta, prueba de su notable fecundidad. En todas ellas, como dice la revista de teatros de Madrid (primera serie, año de 1841):

El lenguaje de Alarcón es puro siempre y elegante; el estilo dulce y numeroso; la versificación fácil y fluida, y si no es tan pintoresca como la de Tirso, ni tan poética como la de Lope y Calderón, hay en Alarcón menos resabios de mal gusto, más corrección en las frases, y en las palabras o términos mucha más propiedad. Sus pensamientos son siempre grandes y generosos, profundas sus sentencias, y expresadas con mucha felicidad.

A los elogios que hemos copiado, y a los que todos los ilustres escritores que se han ocupado de Alarcón le han tributado, nosotros agregaremos uno más, que completa dignamente su vida en el mundo: pobre, desgraciado y desconocido, su nombre se halla rodeado de la aureola sagrada del infortunio: y genio de primer orden, su capacidad igualó a sus virtudes; y las páginas que de él nos quedan, son al mismo tiempo un modelo de poesía y un ejemplo distinguido de moralidad.

Si en lo que ahora hemos escrito se encuentra una sola idea que haga comprender el distinguido mérito de nuestro compatriota Ruiz de Alarcón, quedarán cumplidos nuestros deseos; y ojalá que la gloria que circunda este nombre sirva de estímulo a la juventud que cultiva las letras en la República.

Transcripción por Claudia Colosio Alejandra Cosío

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar