Francisco Cervantes de Salazar (ca.1514/1518-1575)

Por Edmundo O’Gorman (1906-1995)

O’Gorman, Edmundo. “Prólogo”, en Francisco Cervantes de Salazar. México en 1554 y Túmulo imperial, México, Porrúa, 1972, pp. XI-XIV.

Si comparamos a Cervantes de Salazar a contemporáneos suyos, también ilustres en el horizonte de nuestra primitiva vida colonial, resulta ser un personaje bien documentado históricamente. Así y todo, no es mucho lo que puede penetrarse en el interior de su espíritu y en el conocimiento de su carácter por los contradictorios perfiles que ofrecen los testimonios. Vemos, por una parte, un hombre que gastó la juventud en estudios, en el desempeño de un grave empleo al servicio de un poderoso príncipe eclesiástico y en tareas de docencia universitaria. Un hombre ligado desde temprana edad a la corriente del humanismo moralizante que, bajo la influencia de Erasmo, inspiró un sector de la vida intelectual española durante la primera mitad del siglo XVI, y que llega a México amparado por los títulos de discípulo de Alejo Venegas y de amigo, traductor, comentador y continuador de nadie menos que de Juan Luis Vives. Radicado en la Nueva España bajo la protección de su sombrío y acaudalado pariente Alonso de Villaseca, vinculó su vida a la Universidad que ayudó a fundar como uno de sus primeros docentes, y en ella se graduó de canonista y de doctor teólogo, el más elevado peldaño entonces de la jerarquía de los estudios, además de servirla en muchas comisiones y cargos, entre otros, el de rector por dos veces. Investido de las sagradas órdenes, gozó de algún favor como predicador y obtuvo una canonjía en el cabildo de la catedral metropolitana. El de la ciudad de México lo designó su cronista con la comisión de escribir a sueldo la historia de la Nueva España. Fungió como consultor del tribunal del Santo Oficio, pasando, por lo tanto, el escrutinio de antecedentes que semejante cargo implicaba, y a lo largo de su vida desempeñó comisiones honoríficas y de confianza. Pero este claro perfil de hombre docto y responsable se desdibuja por las sombras que proyectan algunas circunstancias de que nos han llegado noticias, como son el pleito que tuvo con su protector y pariente y cuyos motivos han quedado en el misterio; la falta de claridad que mostró con el pobre Eugenio Manzanas que tanto dependía de él para la venta de su libro a los colonos; la severidad, por no decir la crueldad, que revelan sus votaciones inquisitoriales; las debilidades de pequeño vanidoso que aparecen con frecuencia en sus escritos, y por encima de todo, la opinión que acerca de él nos han dejado sus prelados, los Illmos. Montúfar y Moya de Contreras1. Ambos arzobispos coinciden en tenerlo por eclesiástico desentendido de sus deberes, pero el segundo, alargándose mucho más, lo tachó de amigo de la lisonja, de liviano y mudable y de no estar bien acreditado de honesto y casto. García Icazbalceta, el señor Agustín Millares Carlo y otros han roto lanzas para paliar, ya que no destruir tan adverso como formidable testimonio por ser de quien es; y han hecho bien, porque siempre cabe imaginar mezcla de pasión o eco de infundados rumores de malquerientes. Faltos de otras pruebas, debe dejarse abierta la puerta a la rectificación y también y siempre, a la tolerancia por las debilidades humanas.

Es así, entonces, que cuanto por ahora percibimos de Cervantes por adentro se asemeja a la borrosa imagen de un hombre en penumbra reflejada en un viejo espejo, y por eso, a lo que vamos, es a poner en guardia al lector desprevenido contra la aceptación incondicional de esa beata imagen que anda por los libros: el abnegado profesor cargado de servicios y deudas, el devoto de las musas, “padre del humanismo mexicano”, esa estatua puramente libresca, de una pieza, de una sola cara bien lavada que, hierática, ocupa su nicho de predestinado en el sagrario de nuestra historia.

Más factible y seguramente más de provecho que el intento de visitarle a Cervantes las recámaras interiores del alma, es acercarnos a él desde el punto de vista del tipo de hombre histórico que encarnó en el ambiente de la sociedad en que le tocó vivir. Producto no muy señero, pero tampoco despreciable del humanismo renacentista que se puso en boga en un sector de la vida intelectual española durante el reinado de Carlos V, trajo a México con su persona, quizá en mayor grado de pureza que ningún otro, el nuevo hombre europeo: el seglar culto; el laico poseedor de la dorada llave de los idiomas muertos; el perito por igual en textos sagrados y profanos; el que mezclaba su adoración a Cristo con su admiración por los paganos; el enemigo de los libros de caballería y del ideal monástico; el anticlerical que repugna de los deberes de campanilla y que duda de la eficacia del esplendor del culto, pero lleno de pretensiones éticas y reformistas un tanto benévolas a darle al cuerpo lo que es del cuerpo; ese nuevo Adán que le había brotado a la sociedad medieval, pero que en España, una vez desterrada la influencia flamenca, nunca dejó de mirarse con recelo, ni logró, bien a bien, ocupar la posición dirigente a que aspiraba.

Pero si, como todo lo indica, Cervantes perteneció a esa fauna histórica, no resulta ya tan enigmática la contrariedad en las opiniones acerca de su carácter, porque bien considerada, no parece sino revelar el conflicto inevitable entre su modo de entender la vida y el ambiente social en que le tocó vivirla. En efecto, por su naturaleza misma, trátase de un conflicto sordo y subterráneo, en cuanto que no se da entre posiciones radicalmente opuestas. Ni nuestro humanista era un hereje luterano, ni sus prelados, unos fanáticos ignorantes adversos a las letras y a la belleza antigua; pero a la vez que todos pisaban terreno común y comulgaban en lo fundamental tocante a doctrina y dogma, el humanista en el sacerdote y el sacerdote en el humanista no dejaron de incomodarse. Y si hemos de hablar de culpa, aunque en verdad no es esa la precisión debida, la culpa tendrá que recaer en el segundo. En efecto hay una circunstancia que parecerá plausible y que a mí me parece clara y es que si Cervantes se metió de sacerdote fue más como carrera que por vocación; más por adelantar en este mundo que por ganarse el otro, y de allí dos cosas: una, la probable verdad en el cargo de sus liviandades; otra, la eficaz oposición que siempre encontraron sus desesperados esfuerzos por alcanzar prebenda o beneficio de más jugo que la canonjía y que no hay duda, lo hicieron soñarse mitrado. El pequeño drama, en fin, mil y mil veces repetido de un hombre que por ambición, legítima si se quiere, elige el único camino que le brindan las circunstancias, aunque sea para él el equivocado.

Pero todo esto apenas valdría la pena decirse si no fuera porque trasciende el limitado interés del problema personal de Cervantes al abrirnos la ventana para apreciar mejor los dos trabajos suyos aquí reunidos. Y en verdad, aparte de que esas obras son columnas en que puede apoyar el historiador especializado, lo que aquí deseamos poner en relieve es su inestimable valor como testimonios de la recepción de ciertas corrientes espirituales del Renacimiento que, urbanística y arquitectónicamente, convirtieron a México en una de las primeras, si no acaso la primera gran ciudad moderna en el ámbito de la Cultura de Occidente. Esto, creemos será para el no enterado una enorme y grata sorpresa, porque popularmente se tiene del primitivo México colonial la falsa idea forjada por la historiografía jacobina del siglo pasado y por la literatura colonialista de los principios de esta centuria, o sea, la de una ciudad arrabalera de capa y espada, enormemente arcaica y por completo ajena al soplo de los aires de renovación moderna que agitaron a las naciones cultas de Europa en el siglo XVI. Pero lo cierto es que la admiración que Cervantes siente y provoca ante la asombrosa fábrica del túmulo erigido según cánones del mejor gusto a la italiana, y la que a través de los supuestos personajes de sus Diálogos expresa y despierta por la nueva Universidad que visitan, por la ejemplar ciudad cuyas derechas y anchas calles recorren y por los nuevos edificios que contemplan no es, como podría caer en suspicacia un mal informado lector, el enternecedor elogio del aldeano por la torre de su parroquia, sino conciencia culta de una verdadera novedad y de una auténtica grandeza de la que él, el doctor Francisco Cervantes de Salazar, natural de la imperial Toledo, se enorgullece de ser pregonero.

Transcripción por María Teresa Suárez Molina

Hipervínculos por Alaide Morán Aguilar