Carlos Fuentes (1928-2012)

Para leer a Fuentes

Por Julio Ortega (1942)

Julio Ortega, “Para leer a Fuentes”, en Revista de la Universidad de México”, nueva época, núm. 100, junio de 2012, pp. 17-20. Online disponible en: Para leer a Fuentes | Revista de la Universidad de México

Pero si Carlos nunca creyó en la muerte, me dije, protestando la primera noticia sobre su muerte. Morir era un verbo del futuro, sin lugar en el presente. La verdad es que Carlos no se demoraba en el tema, quizá porque era inapelable, o tal vez por escrúpulo. Por un lado, su formación norteamericana dictamina que la muerte no es un tema de conversación, y es más bien un tabú; y, por ello, un gran tema literario. Pero, por otro, su cultura mexicana recomienda una prolongada conversación con la muerte, y en sus novelas Fuentes le ha cedido la palabra. Buscando el consuelo que nos conceden las palabras, concluí que la muerte bien pudo ser para él una pérdida de tiempo, literalmente, dado que nos arranca de la temporalidad, pero también verbalmente, porque, bien visto, sobre ella no hay nada que decir. Y por eso, en español, queda todo por ser dicho cada vez que se la nombra. En la obra de Fuentes, al final, hasta la muerte está llena de vida. 

Conocí a Carlos Fuentes en mi primera visita a la Ciudad de México, en el verano de 1969. Gracias a José Emilio Pacheco, el suplemento cultural de Siempre! había reproducido, en 1968, un artículo mío sobre Cambio de piel. Carlos nos citó a José Emilio y a mí en su departamento de recién descasado, creo que en Polanco. Por entonces todavía se rehusaba a viajar en aviones y aún le estaba vedado el ingreso a los Estados Unidos. Nos contó la famosa historia de su último viaje aéreo: tenía que ir a un congreso de escritores en alguna ciudad mexicana y lo habían convencido de volar con el argumento inapelable de que un avión con cincuenta escritores no se puede caer. Pero le tocó sentarse al lado de Juan Rulfo quien, mirando por la ventanilla, sentenciaba: “Estamos pasando por la ilustre Querétaro”; y al rato: “Estamos pasando por la histórica Guanajuato”. En pánico, Fuentes le preguntó: “¿Y tú cómo lo sabes?”, y respondió Rulfo: “Las reconozco por el cementerio”. No menos sepulcrales eran, por entonces, los compartimentos ideológicos, propagados por la Guerra Fría; Fuentes había sido declarado peligroso para la seguridad de los Estados Unidos por el Departamento de Estado. Después de cenar, Carlos nos llevó a conocer lo que calificó de monumento mayor de la cursilería mexicana, un lujoso hotel acabado de inaugurar. En efecto, tenía paredes pintadas de morado y unas muchachas vestidas de Cleopatra que vendían cigarrillos. Pero cuando entrábamos, Carlos nos dijo: “Nos hemos cruzado con el hombre que me odia más y más odio en México”. Era Luis Echeverría, el próximo presidente mexicano, que había sido secretario de Gobernación durante la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, el año anterior. Ambos habían intercambiado un hielo profundo, y sospeché que Carlos, que se había quedado sin Estados Unidos, y que iba a perder Cuba, se estaba quedando también sin México. Éste es un escritor, me dije, que sacrifica países a sus opiniones; aunque se trataban, claro, de convicciones libérrimas, aquellas que configuraban su personalidad más propia, hechas en una independencia solidaria y en las apuestas más polémicas. Años después, Fuentes sería embajador en Francia del gobierno de Echeverría, una decisión que le cuestionaron no sólo sus antagonistas, pero que él asumió a nombre de las pocas opciones de la hora, que pasaban por afirmar las aperturas o arriesgar las líneas duras. Después descubrí que desde su primera novela Carlos Fuentes ha sido el escritor más atacado en su país. Pero no por la fatalidad de profetizar en su tierra, sino por ser el escritor más incómodo. Su ficción ha operado en México como una versión desestabilizadora de los saberes formales sobre el país. Buena parte de sus novelas toman partido y exigen tomarlo. En una vida burocratizada por el funcionariado encarnizado, la profunda indeterminación de la experiencia libre que fluye en la escritura de Fuentes debe haber violentado el pacto social y su varia servidumbre. Algo parecido ocurrió con Borges: sus grandes negadores controlaban el capital simbólico de lo nacional, ese mito sentimental, pero felizmente su obra nomádica no tenía nada que perder. 

Estaba escribiendo, nos dijo, una novela de mil páginas en la cual Felipe II dialogaba en los infiernos con el infame Díaz Ordaz, el presidente de la matanza de Tlatelolco. Justamente, cuando López-Portillo nombró a Díaz Ordaz embajador en España, Fuentes renunció a su encargo parisino. Debe haber recuperado el odio de Echeverría, o sea, regresado a la normalidad. Esa novela fue Terra nostra, tan larga que en México decían los amigos que se requería de una beca para leerla. Todavía recuerdo a Carlos de ese primer encuentro: relajado, escribiendo con humor la saga histórica del horror que nos había tocado, y seguramente celebrando la amistad de esos tres contertulios que los próximos cuarenta años iban a encontrarse en no pocas batallas de justicia poética y, sobre todo, en trabajos mutuos y tareas comunes. Cuando considero la cantidad de trabajo que alegremente me ha pasado Fuentes, no tengo más remedio que reconocer que yo he hecho otro tanto. Estos últimos quince años fue profesor visitante en mi universidad. 

Se me ocurre ahora que las novelas de Fuentes son, en cierta medida, la biografía de una transferencia: en ellas México ha recobrado una geografía simbólica. Contra el discurso esencialista de una identidad fatal, Fuentes se adelantó a ensayar las aperturas de una identidad trashumante, que hoy llamaríamos transfronteriza. Fuentes se adelantó a la teoría jurídica actual, que dice que todos seremos ciudadanos de dos o más países, y tendremos varios pasaportes. Él siempre tuvo uno solo, el mexicano, pero fue el primer ciudadano internacional. La Ciudad de México, que conoció recién a los dieciséis años, después de pasar la infancia en Estados Unidos, donde su padre era diplomático, la pubertad en Chile, y la adolescencia en Buenos Aires, es el escenario de La región más transparente (1956), novela que representa a una ciudad apenas naciendo a la modernidad y despidiéndose ya de la misma, porque estaba dejando de ser transparente para hacerse ilegible. Mientras que Cristóbal Nonato será la pérdida anticipada de un México invadido y desmembrado. La campaña, por su lado, va de Argentina a Chile; como Gringo viejo va de Washington a la frontera mexicana. Una familia lejana es la novela de un París recuperado en la luz de la Isla de San Luis, y extraviado en las trampas del linaje americano. La muerte de Artemio Cruz es, por cierto, la biografía de la Revolución mexicana perdida; y Terra nostra el extravío de España en el Nuevo Mundo, que se busca en la suma de modernidad que es la novela. La narrativa, para Fuentes, está hecha por este desbasamiento de las representaciones, que zozobran y se sustituyen, como si lo real no tuviese otro sentido que su permanente mutación.

    Ese año de 1969, Carlos Fuentes escribía la apoteosis de la historia como una fábula política recontada desde una lengua latinoamericana canibalizadora y barroquizante. Y descubría que si la literatura era su patria, la cultura era ya su ciudadanía. Pero vivía también la novela que iba a escribir veinticinco años después, Diana, como una biografía anticipada, que se escribiría frente a las prohibiciones norteamericanas, refutadas por el placer. Quizá no sea casual que para recuperar el arrebato de esa relación, haya tenido que desnudarse en la confesión. Siempre he sospechado que Fuentes escribe, cada vez, su primer libro. 

Pero, ahora, en los primeros balances, creo que la figura del intelectual público, que vivió como una vocación deservicio, limitó el acceso a su obra, que en los últimos años fue leída, simplificadoramente, como un subproducto de la crisis mexicana, que es la crisis del proyecto moderno en cada una de sus promesas. Es cierto que el intelectual público satura el espacio de la atención con sus opiniones, al punto de que se suele dar por leídos sus libros, lo que es una paradoja de las comunicaciones actuales. Hay varias zonas de la obra de Fuentes que cada lector puede explorar para encontrar, a su suerte, con cuál de ellas sintoniza mejor. Fuentes, se diría, inventó en cada libro a su lector, al operador de ese libro, que se enciende con el manual de lecturas que la novela misma incluye. Por eso, pienso que ahora lo más importante es dejar libre al lector entre los libros de Fuentes, para que sean leídos como lo que son, grandes proyectos de ficción, laboratorios de transformar el tiempo histórico en tiempo narrativo, en cuento, en lenguaje ficticio capaz de revelar las verdades que nos definen como laboratorio delo moderno, de la mezcla y la creatividad. No escribió dos novelas iguales porque siempre buscó a un nuevo lector, forjado por cada lectura, desplegada sobre el porvenir, sobre la página siguiente y la siguiente, como un calendario de leer donde somos el tiempo que hemos leído. 

Por lo demás, he llegado a creer que Carlos Fuentes practicaba una irrestricta novelización; la cual nos incluye y, en la lectura, nos toca descifrar. Nos ha dado un papel en las operaciones de leer, y varias veces me ha parecido encontrarme en la prensa capítulos de una novela que Fuentes no ha escrito aún. Es el caso de ciertos políticos mexicanos, que parecen estar buscando su lugar en alguna página apocalíptica y jocosa de Cristóbal Nonato. Por lo demás, casi todo lo que escribe habría que leerlo como la saga de un relato que convierte a la historia en ficción, a la política en esperpento, a la biografía en enigma, y a la novela misma en el discurso que hace y rehace nuestro tiempo como si pudiese ser otro, siempre en proceso de configurarse, y a punto de ser más libre. Leer a Fuentes es exceder límites, cruzar fronteras, ensayar la hibridez, y reconocer, entre esos umbrales, un nuevo espacio de reconstrucciones. Comunica una energía inquieta, una complicidad tan imaginativa como crítica. 

Por eso, todo encuentro con Fuentes y su obra ocurre en una temporalidad paradójica, hecha de varias instancias y destiempos. Su “Edad del Tiempo”, el reordenamiento de sus novelas en la Editorial Alfaguara, incluye a la historia (curso temporal) y al mito (decurso de las edades); pero como se rehúsa al orden cronológico en que fueron escritos esos libros, noveliza también nuestra lectura. Así, propone que esos libros empiezan con Aura (donde un joven lector, historiador de oficio, traduce las memorias que lo reemplazan en una historia sin edad) y culminan con “Las dos Américas” de El naranjo (esto es, con un Cristóbal Colón reescrito, cuyos diarios de abordo serían la primera novela del boom latinoamericano). De modo que si esta obra no se ordena por la cronología de la escritura y mucho menos por la histórica es porque organizan otra temporalidad, hecha de anticipaciones y anacronismos, consumando y consumiendo los escenarios de su energía empática y su traza barroca. 

Pero ya ese mi encuentro temprano con Fuentes era un largo reencuentro, porque yo había frecuentado su obra, buscando descifrar en ella no sólo la actualidad literaria que es, después de todo, la forma de nuestra identidad crítica; sino también ese porvenir de la lectura que late en todo lo que Fuentes escribe, proyectado por la fuerza de la innovación, abierto al ocurrir de lo nuevo. Recuerdo el deslumbramiento con que leí la entrevista que le hizo Emir Rodriguez Monegal en el primer número de Mundo Nuevo, otra de las avanzadas de la encrucijada literaria que vivíamos entonces como la demostración de los nuevos tiempos. Por entonces había salido el manifiesto literario de la novela del boom, La nueva novela hispanoamericana (1968), un breve y brillante alegato que anunciaba la mayoría de edad, pero también la juventud vehemente, de ese periodo de optimismo creador. El libro nacía bajo un doble signo: el ejemplo innovador de Julio Cortázar y la culminación feliz de la obra maestra de Gabriel García Márquez. Entre Rayuela (l963) y Cien años de soledad (l967), Fuentes encontraba las pruebas de la diferencia americana y las razones de su nueva universalidad. Y ese movimiento de incorporaciones felices permitía sumar a Juan Goytisolo, escritor de ambas orillas. Mi primer libro, La contemplación y la fiesta (Lima, 1968), le tomaba una frase a Octavio Paz para darle la vuelta y sumar la mirada de la poesía a la celebración colectiva del relato. 

Cortázar y García Márquez le hicieron concebir la noción, característicamente fuenteana hay que decir, de que todos los novelistas del boom estaban escribiendo la misma novela, con capítulos nacionales, y que cada gran novela del otro era no sólo un triunfo personal sino un alivio: lo eximía a él de escribirla, y le permitía ahondar en su propia página. En una carta, Julio Cortázar le comenta a Fuentes uno de sus ensayos sobre la nueva novela, y le discute la inclusión de Alejo Carpentier en la constelación de los nuevos. “Tendrás que reconocer —le escribe— que el hombre que escribió Rayuela no puede aceptar El siglo de las luces que es absolutamente su polo opuesto en materia de actitud estética…Tú, que citas ese pasaje de mi libro donde me declaro ‘en guerra con las palabras’, tienes que comprender que miro sin alegría a alguien que está en plena cópula con ellas” (1964). En 1966, Fuentes lee las primeras ochenta páginas del libro que está escribiendo García Márquez, y de inmediato escribe una crónica anunciando el nacimiento de una obra maestra. Al año siguiente, cuando sale la novela, le escribe a Cortázar: “Te escribo por la necesidad imperiosa que siento de compartir un entusiasmo. No sé dónde anda en estos momentos ggm y puesto que no puedo escribirle al autor, te escribo a ti, a quien todos debemos tanto (ese tanto indefinible que es un aire nuevo, un campo más ancho, una constelación que se integra). Acabo de leer Cien años de soledad y siento que he pasado por una de las experiencias literarias más entrañables que recuerdo…”. Y añade: “Y qué sentimiento de alivio, Julio; ¿no te sucede que cada buena novela latinoamericana te libera un poco, te permite limitar con exaltación tu propio terreno, profundizar en lo tuyo con una conciencia fraternal de que otros están completando tu visión, dialogando, por así decirlo, con ella?”. 

Se suman, así, los tres innovadores del relato en el intercambio profundo propiciado por los riesgos casi deportivos de Fuentes. Por eso he dicho que cualquier retrato de Carlos Fuentes sólo puede ser un retrato de grupo. En esa foto familiar, la presencia de Cortázar se nos ha hecho más actual y más íntima. García Márquez prosigue despertando a los muertos a nombre del amor fabuloso, o sea, escribiendo contra el tiempo. Y Fuentes debe haber hecho un pacto con algún dios azteca porque su Edad del Tiempo, la saga de su obra incompletable, es cada vez más reciente y más próxima. 

Carlos Fuentes vive tanto como nunca ahora y siempre en sus libros. He dicho por ahí que su lectura nos hace más jóvenes. Y es porque nos devuelve al comienzo de la novela, al recomienzo de la historia, al principio mismo del lenguaje. Leerlo nos sitúa en la fluidez del futuro, de un tiempo nuestro donde todo puede ser rehecho. La fuerza de la libertad haciéndose en el lenguaje nos torna habitantes de esa comunidad en devenir.

Transcripción y edición por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz