Alí Chumacero (1918-2010)

Alí Chumacero. Estar en la vida

Por Vicente Quirarte (1954)

Vicente Quirarte, “Alí Chumacero (1918-2010). Estar en la vida”, en Revista de la Universidad de México, nueva época, núm. 81, noviembre de 2010, pp. 22-24. Online disponible en: Alí Chumacero (1918-2010). Estar en la vida | Revista de la Universidad de México

Patriarca de múltiples generaciones de escritores, aforista insuperable, dueño de los talentos sutiles del editor y del maestro, Alí Chumacero encarnó una de nuestras figuras literarias esenciales. A estos dones, que no son pocos, hay que añadir el de poeta ceñido y riguroso. Si su ausencia deja un hueco en nuestras letras, su obra poética es un legado para los lectores venideros. Adolfo Castañón y Vicente Quirarte nos proponen vislumbres de su presencia vital en la literatura mexicana.

Si a Manolete que le estaba yendo tan bien lo mató un toro, también a uno le va mal, a nadie le va bien, por eso hay que estar contra la felicidad. No hay que ser feliz, hay que estar en la vida, hay que estar en el mundo, peleando o viendo, reflexionando o discutiendo, corriendo o jugando: hay que estar vivos, pero la vida no es dicha.

A.C. (Entrevista de Alejandra Herrera y Vida Valero

Alí Chumacero era inmortal. No sólo por sus versos que nacieron eternos, sino por el resplandor de su ánimo, el vigor de su persona, su avasallante presencia, tan cotidiana que llegó a ser parte esencial de un vasto nosotros que se sentía invencible. Nunca dejaremos de agradecer el talento de su obra. Más, mucho más, el genio de su vida. Enorme, sólido y entero fue el poeta desde su nacimiento. Su lugar en nuestras letras lo ocupó tempranamente con la seguridad de que las palabras son criaturas vivas, obligadas a traducir esplendores y carencias de siempre. Como su maestro Eliot, al que regresaba tan continuamente como a la Biblia, supo que el secreto consiste en la conciencia de la tradición y el cultivo del talento individual. Tuvo el reconocimiento de sus pares y la admiración de las exigentes nuevas generaciones que en él reconocieron el valor de su silencio, pero también su insuperable capacidad desacralizadora, su capacidad para hacer explotar la bomba de la risa en medio del escenario más solemne. Fue unánimemente amado porque no peleó posiciones de poder ni causó daño para conquistar el sitio que desde muy joven alcanzó. 

Alí Chumacero es el patriarca de una enorme familia. La más amplia está integrada por la república de las letras, que olvidaba sus veleidades y disputas al momento de compartir la mesa con él, reír con él, aprender de él. En un homenaje que a lo largo de varios días le dedicó la Universidad de Colima, un huésped del hotel que tenía el aspecto de un respetable agente de ventas, que no de poeta, hacía lo indecible por sentarse a cenar en la mesa más próxima a la del inagotable manantial verbal del homenajeado. En labios suyos, historias de siempre, o aquellas por él forjadas, adquirían frescura inédita. Sin embargo, nadie como él sabía separar muy bien su ser lúdico del ente con obligaciones comunes a la especie. Nos llevaba a iniciarnos en una cantina llamada La recta final, a una cuadra del cementerio de Tepic, y por la tarde se sentaba, estoico y educado, a soportar discursos, conciertos y banquetes. 

Con Lourdes formó una familia que fue el eje de sus mejores afanes, y los Chumacero transformaron la casa de San Miguel Chapultepec en un espacio hospitalario de puertas siempre abiertas en el que Marco Antonio Campos, Carlos Montemayor, Guillermo Torroba, Alejandro González Durán, Joaquín Díez-Canedo hijo, Rodrigo y José Luis Martínez, Bernardo Ruiz, Óscar Mata aumentaron la nómina de hijos. Imberbes y ansiosos, nos acercábamos al poeta para tratar de entender qué era eso que se llama literatura. A cambio, nos invitó a tratar de saber lo que es la vida. Lourdes se encargó de completar nuestra educación: nos enseñó a mirar un cuadro, a comer como los dioses, a poner una mesa hermosa, a comprar en Colima sal de mar, a llenar la casa de flores que conseguía en peregrinaciones al mercado de Jamaica. Cuando Lourdes se adelantó a su Alí, María, única hija de la dinastía Chumacero, la relevó en la conducción de la orquesta para que la ceremonia no se perdiera y el 8 de julio continuara siendo un homenaje a la vida del poeta que tan pródigamente, al festejarse, festejaba a los otros. 

Hombre de familia, era animal de costumbres. En un hermoso texto titulado “¿Adónde va Alí?”, Ángeles Mastretta evoca las veces en que a través de su ventana miraba al poeta, desde hora temprana, salir a la calle —luego lo supo— rumbo al baño de vapor. Era una delicia escucharlo narrar los detalles de ese diario, irrepetible rito que le provocaba placer y salud y lo hacía sentirse diario fundador de la ciudad. En una comida, asediado por un grupo de admiradoras que lo interrogaba sobre la dieta y los hábitos que llevaba para verse tan bien, una de ellas se atrevió a preguntarle si en el baño de vapor se vestía de traje. Con su voz pausada y grave y nayarita, sembrada de sabios silencios, respondió que lo hacía de vuelta a casa y una vez armado caballero, al mirarse al espejo exclamaba: “Qué tigre, hasta a mí me doy miedo”. 

El tiempo fue una de sus principales obsesiones, tanto en sus poemas como en sus hábitos cotidianos. Puntual y educado, tomaba el tiempo de las intervenciones de los otros y era el más exigente cuando le correspondía hacer uso de él. Uno tras otro castigaba sus renglones hasta quedar, a lo sumo, con una cuartilla, invariablemente mecanografiada en una máquina de escribir tradicional de la que nunca se separó. Antes de hacer una nueva cita acudía a una tarjeta en la que tenía apuntados, con un método indescifrable a otros ojos que no fueran los suyos, los compromisos del mes. Ser metódico le permitía soltar la rienda de su bestia y rendir el mejor homenaje a sus apetitos. Una de sus grandes, inolvidables lecciones fue el gozo del placer sin lastimar al prójimo, la temperancia en medio del exceso, el sagrado whisky en vaso alto, con mucha agua y bebido en reglamentarios cuarenta y cinco minutos. “Primero muerto que hacer un desaire”, fue una de sus divisas. No era difícil llevarlo a una fiesta. Imposible, casi siempre, sacarlo de ella, porque él era la fiesta. Jorge F. Hernández, hermano suyo de pasiones taurinas, lo convidó a una de sus tertulias donde Alí utilizó un capote para dar muestra de su habilidad en el manejo de las armas del torero. Las fotografías deben de estar allí, a la espera de reencontrarnos con el poeta en ese dominio donde respira de otro modo y para siempre. A las altas horas le comentamos: 

—Don Alí, es hora de irse. El dueño de la casa ya se fue a dormir. 

—Ése es su problema. Para qué invita. 

En efecto, Alí era un anfitrión insuperable. Recibía al primero de sus invitados y despedía al último. “Qué bueno que vinieron y qué bueno que se van”, rubricaba sus despedidas con ese humor implacable que en otro hubiera sido grosería, y en él era travesura infantil, rudo abrazo fraterno. 

Alí Chumacero fue poeta, uno de los más altos que dio el siglo veinte, el país, la lengua. Valen las hipérboles porque él se encargó de consumarlas y aterrizarlas. Su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua ostenta el llano título “Acerca del poeta y su mundo” y en él afirma, valeroso y sincero, que los poetas “no son ciudadanos recomendables para disponer de algo más que de su propia conciencia”. Por eso fue tan libre. Sin hacer alarde de una bohemia estéril, todo cuanto hizo giró alrededor de su misión nuclear de poeta y de lector, pero su vida fue la del hombre común que él amaba ser. Orgullosamente se decía corrector de pruebas, y en el Fondo de Cultura Económica, su casa de siempre, transformó ese oficio en arte mayor e imprescindible. 

Al igual que las letras de su nombre, escribió tres libros clásicos, que iluminan mejor con el paso de los años. Pero no dejó de escribir con la publicación, en 1956, de Palabras en reposo. Entonces dio comienzo otra forma de comunión con la palabra, ésa que lo condujo a formar juventudes, a dar aliento a quien demostraba vocación auténtica; a desalentar a quien en nombre de la palabra pretendía prostituirse y prostituirla. Educador a pesar suyo, el magisterio de Alí Chumacero nunca se impuso como autoridad omnímoda y sí por la potencia de su obra. Jamás acudió a actividades ajenas a la literatura para asentarse, orgulloso y firme en la aventura de la poesía mexicana. En alguna ocasión escuché al poeta Eduardo Langagne referirse al juicio de Chumacero en los siempre veleidosos y relativos concursos literarios. Ante la insistencia de mi amigo en la supuesta calidad de la obra que defendía, el maestro respondió: “Quítale los adjetivos y si nada queda es que nada hay”. Semejante rigor crítico, que era el primero en imponerse, trajo consigo la aparición de una de las más sugerentes empresas críticas de nuestro tiempo. Cuántos lectores bisoños pudimos encaminar nuestros balbuceantes pasos gracias a la guía segura de Alí Chumacero, ya en los iluminadores estudios preliminares a la obra de Xavier Villaurrutria y Gilberto Owen, ya en su cuidadosa selección de nuestros poetas románticos. 

Como pocos de nuestros poetas, Alí nos enseñó que el hombre dotado de poderío verbal tiene la obligación de ejercer sus dones en la más alta y lujosa de las escalas, pero también la más honrosa de iluminar con su corazón de amante, camarada y hermano el alma de sus semejantes. Amó los libros como seres vivos y además de editarlos y reunirlos los cuidó y los procuró. Cuando la enfermedad amenazó con impedirle plena movilidad, decidió instalar su cama en su biblioteca y seguir viajando a través de sus compañeros de navegación. Sus anaqueles se llenaban cada vez más del oro de las encuadernaciones: devotamente enviaba cada mes al maestro Roberto Chávez nuevos y desnudos compañeros para que regresaran a los libreros con flamantes corazas. En la portada del libro Vencer el tiempo de Alejandra Herrera y Vida Valero, una fotografía panorámica de Omar Naranjo Mondragón muestra al poeta en medio de esa biblioteca de la que se sentía tan orgulloso como de sus hijos. 

No se afanó en ser maestro, pero sus lecciones están en cada uno de nosotros, como cada uno de nosotros conserva una historia, una anécdota, un aforismo suyo que llevamos cosido en el alma y nos sorprende como la primera vez que lo escuchamos. Sin embargo, y porque nuestro egoísmo lo quiere en tiempo presente para siempre, ya comenzamos a extrañarlo. Nos hace falta su honestidad sin ostentaciones, su inquebrantable sentido del humor que mantuvo hasta sus últimos combates, su cabellera entera, sus suaves y firmes manos de pianista, su risa de pícaro y de niño, de sátiro y patriarca. Nos ayuda saber que invisible como el aire, imprescindible como el aire, siempre estará allí, hermano mayor que nos protege sin esperar nada a cambio.

Transcripción y edición de Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos de Diego Eduardo Esparza Resendiz