LUIS G. INCLÁN (1816-1875)

Por José de Jesús Núñez y Domínguez (1887-1959)


LUIS G. INCLÁN (1816-1875)

Por José de Jesús Núñez y Domínguez (1887-1959)

El novelista Inclán

José de Jesús Núñez y Domínguez, “El novelista Inclán”, Los poetas jóvenes de México y otros estudios literarios nacionalistas, México-París, Librería de la Viuda de Charles Bouret, 1918, pp. 69-80.

A Luis Castillo Ledón 

Quien haya hojeado el célebre Diccionario de Provincialismos Mexicanos del ilustre don Joaquín García Icazbalceta , no podrá por menos que parar mientes en el notable acopio de citas que hizo de la obra Astucia de Luis G. Inclán.

Y habrá que convenir en que un erudito de la talla del autor de la Bibliografía Mexicana del Siglo XVI sólo podía fijarse en una fuente digna de tal nombre, ya que a la mano poseía otras muchas en que abrevar “mexicanismos”.

Para la generación actual el nombre de Inclán es casi completamente desconocido. Gracias al impulso juvenil que recibieron últimamente los métodos de enseñanza de la literatura nacional en las escuelas superiores, y más que todo al entusiasmo de los catedráticos de la “última barca”, los mozos que ahora discurren por las aulas universitarias saben ya quién es Inclán.

Y sin embargo, hace cincuenta años, el nombre de Luis G. Inclán era popularísimo en México. Su novela Astucia, el jefe de los hermanos de La Hoja o los charros contrabandistas de La Rama había logrado eclipsar la fama de todas las obras mexicanas que antes gozaban de renombre y pasaban de mano en mano, no sólo en los hogares de los próceres, sino también en aquéllos de los pobres en que la gente gustaba de la lectura. Confirman esto las siguientes líneas de don Francisco Pimentel (Escritos póstumos. Novelistas y oradores mexicanos. Obras completas. Tomo V. Tipografía Económica. 1904 ): “La novela que nos ocupa se ha hecho tan popular en México y agrada tanto, como que en el día es más leída que el Periquillo, viniendo a destronarlo hasta cierto punto”.

Era hijo de Tlalpan

A pesar de esto, en la actualidad sólo los nacionalistas empedernidos y los que gustan del estudio de las costumbres mexicanas, conocen más o menos bien la obra realizada por Inclán. Y como pueden contarse con los dedos, me parece pertinente dar a la estampa algunos datos acerca de la vida de Inclán, que hasta hoy permanecían en la sombra.

Todo lo que hasta la fecha se ha escrito acerca de Inclán se reduce a la minúscula nota de mi conspicuo amigo don Luis González Obregón que figura en su Breve noticia de los novelistas mexicanos en el siglo XIX publicada en el año de 1889, la referencia de don Francisco Pimentel en su obra ya citada, una carta biográfica del canónigo don Vicente de P. Andrade, que apareció en el periódico La Temporada de Tlalpan el 7 de agosto de 1904 y el pasaje de la conferencia “La novela mexicana”, que don Federico Gamboa pronunció el 3 de enero de 1914, en la Librería General de esta metrópoli.

Quiso mi buena fortuna que pudiera yo conocer de labios del doctor don Juan Daniel Inclán, que murió en 1915, datos biográficos que vienen a fijar de una vez para siempre la vida del novelista don Luis G. Inclán. Pequeña, insignificante, es esta contribución mía a las letras patrias, pero allí queda para que ingenios más avezados a estos trabajos, sírvanse de ella como mejor les acomode.

El canónigo Andrade dice en su Carta abierta dirigida a don Luis González Obregón, con fecha 5 de agosto de 1904, que don Luis Gonzaga Inclán nació en Tlalpan o San Agustín de las Cuevas. Debo rectificar esto. El señor Inclán nació, no en aquella población sino en el rancho de Carrasco, perteneciente a la hacienda de Coapa, entonces de la jurisdicción del municipio de Tlalpan, el día 21 de junio de 1816.

Y como en estos achaques biográficos no queda otra salida que emplear los socorridos giros de lenguaje de hace un siglo, proseguiré así, pese a mi afán de miniar las cláusulas: fueron sus padres don José María Inclán y doña Rita Goicoechea. Esta dama era oriunda del sur de la República y mulata. Nada tuvo de extraño que el señor Inclán contrajera matrimonio con ella puesto que era criollo y a estos permitíaseles enlazarse con mujeres de color.

Más afortunado que el padre Andrade, puedo consignar que don Luis Gonzaga Inclán empezó a cursar las primeras letras a los ocho años de edad con el profesor don Miguel Sánchez Alcedón, que por aquellas épocas tenía a su cargo lo que se llamaba Escuela Real. A dicho establecimiento concurrieron niños que después fueron hombres célebres en la historia de la República Mexicana, tales como el poeta don José Joaquín Pesado, y el historiador y político don Lucas Alamán. Inclán trabó desde entonces conocimiento con ellos y quedaron unidos por la amistad a través del tiempo.

El padre don Luis Gonzaga administraba la hacienda de Narvarte, sita delante de la barriada del Niño Perdido, a donde no llegaban siquiera las últimas casas de la ciudad. La colonia de Nueva España andaba por aquellos días inquieta con motivo de la revolución iniciada por Hidalgo y la vida en las haciendas no se distinguía precisamente por sus dulzuras y su regalo. Los peones habían levantado los ojos del duro terruño que humedecían con sus lágrimas de esclavos y en sus oídos sonaban palabras mágicas de libertad.

No obstante este estado de general desasosiego, el futuro autor de Astucia continuó en la escuela primaria. El año de 1828, es decir, a los doce de edad, ingresó al Seminario Conciliar para estudiar latinidad. Tirando de la manta de no muy buen grado, holgando a pesar de la vigilancia de los catedráticos, masticando los latines con el mismo asco con que se trituran raíces purgantes, don Luis Gonzaga Inclán estudió hasta tercero de filosofía. Esto prueba que el novelista citado no fue un hombre vulgar como se podría desprender del desaliño de sus escritos y de algunas faltas enormes con que en ellos se tropieza a cada paso. Además, en su familia, su hermano don Francisco ceñía el birrete de la magistratura, y no es difícil que algún texto de jurisprudencia haya llegado a las manos de don Luis Gonzaga.

Que Dios no llamaba a éste por el camino de la carrera literaria lo prueba el hecho de que un bello día colgó el traje talar de seminarista, dio al traste con la “beca” y con los textos aristotélicos, burló la vigilancia del portero de aquel templo del saber y plantó su personilla en la casa de los progenitores.

Don José María, hombre de su tiempo, intransigente, firme en sus decisiones, heredero de la tradición hispana en materia de autoridad paterna, puso como no digan dueñas al rebelde aprendiz de filósofo. Este le expresó entonces que más de su gusto era el empuñar el azadón del labriego o las riendas del caballo que oír las disertaciones de bachilleres y de teólogos, y que por lo tanto quería marchar a una hacienda. Don José María no se tomó siquiera el trabajo de reflexionar, sino que inmediatamente mandó llamar al administrador de la hacienda de Borja, le presentó a su retoño y le manifestó que a otro día al rayar el alba podía contar con un peón más en sus “cuadrillas”.

De seguro don Luis Gonzaga no esperaba tan mal principio en su carrera de agricultor. Hijo de padres acomodados, creyó tal vez que su envío a la hacienda resolveríase en deleitosos paseos a caballo, como correspondía al vástago de un administrador, en bucólicas andanzas bajo las arboledas mascullando versos de Virgilio y de Horacio aprendidos en las aulas, o en chicoleos con las mozas lugareñas, en aquellas épocas dignas de la Arcadia por su inocencia.

Don José María ordenó que incontinenti se proveyera al jovenzuelo de un traje de peón, consistente en una camisa y calzones de burda manta, en sombrero de petate y en “huaraches”.

Y como doña Rita, su buena compañera, llegara querellosa a templar su rigor, el amo de la casa siguió en sus trece, todavía más violento porque aquella quejumbre le recordaba que se malograba aquel sucesor de su nombre.

Cuando a la fresca de la madrugada se presentó a la casa solariega el capitán de la cuadrilla de trabajadores, don José María puso bajo su férula al muchacho, le recomendó que le enseñara todo lo relativo a las labores de la hacienda y que lo acomodara como “peón colero” de cuadrilla, o mozo de tajo, que así se denominaba entonces al jornalero que ocupaba el último lugar de las faenas campestres. Quieras que no, don Luis Gonzaga echó a andar a la zaga del capitán y durante quince días vivió la dura y miserable vida de los peones, recibiendo igual trato que los demás, comiendo con la misma frugalidad de todos y malpasándose como cualquier infeliz proletario rural. Pero como era vivo y despierto de ingenio, poco después ascendió a peón, en seguida a segundo, hasta que por fin alcanzó la jerarquía de capitán. Andando el tiempo se le nombró administrador de la misma finca, y luego, debido a sus afanes, se hizo propietario del rancho de Carrasco.

Dice el canónigo Andrade que su padre le envió al estado de Michoacán, al lado del rico latifundista Vicente Retama. La noticia es exacta, aunque no sé si fue allí donde se formó y de donde, como lo asegura el propio canónigo, obtuvo dinero para llegar a terrateniente. El mismo canónigo afirma que cuando arribó don Luis al rancho de Carrasco, la propiedad se hallaba muy desmantelada. Lo cierto es que don Luis Gonzaga fue administrador de las haciendas “Narvarte”, “La Teja”, “Santa María” —esta última de unos señores Flores—, “Chapingo”, de don Vicente Retama y “Tepetongo”, que estaba en las cercanías de Toluca, y que cuando conoció al dedillo todos los ramos de la agricultura de zonas frías pasó a “tierra caliente”, a empaparse en el cultivo de la caña y otras plantas tropicales. Así que, don Luis Gonzaga Inclán era lo que se podía llamar un perfecto perito agrícola. El canónigo Andrade dice: “los conocimientos prácticos en la agricultura le proporcionaron que fuese designado varias veces a medir tierras y administrar la plaza de toros de esta capital y en Puebla, en la época del célebre torero Bernardo Gaviño”.

En el rancho de Carrasco se hallaba don Luis Gonzaga, cuando el primero de septiembre de 1837 casó con doña María Dolores Rivas, originaria de Tetepango. Dos hijos, Luis y Damián, fueron fruto de aquel matrimonio. Su compañera vivió poco, puesto que el 20 de junio de 1842 contrajo don Luis segundas nupcias con doña Petra Zúñiga y Negrete, natural de esta ciudad de México. Este enlace se efectuó en la parroquia de Santa Cruz y Soledad.

            Del segundo matrimonio hubo tres vástagos: el licenciado don José Luis Inclán, que vivió algún tiempo en Calpulalpam y que ya falleció, después de ejercer en aquella villa el magisterio; doña Julia Inclán, que casó con el notario don José Reinoso, ya muerto también, y el doctor don Juan Daniel Inclán, paternal y cariñoso amigo mío, que, como su padre, expiró ha poco víctima de enfisema pulmonar y que últimamente vivía en la casa número 12 de la hoy 1ª calle de la Soledad. Es probable, puesto que no he tenido tiempo de comprobarlo, que esa casa haya ostentado antes el número 6 del Parque de la Moneda, donde, al decir del canónigo Andrade, falleció la señora doña Petra Zúñiga, segunda esposa de don Luis Gonzaga Inclán.

            Su hija doña Julia, esposa del notario Reinoso como ya hemos dicho y que falleció el 2 de mayo de 1890, fue una de las primeras alumnas del Conservatorio de Música cuando esta institución fundóse a iniciativa de aquel grupo de entusiastas llamados Tomás León, Aniceto Ortega, Antonio García Cubas, el presbítero don Agustín Caballero, doña Luz Oropeza, Ramón Terreso, etc.

            El doctor don Juan Daniel Inclán, que hizo sus estudios en esta facultad de México, desempeñó muchos años con acierto el cargo de médico municipal en distintos estados de la República, principalmente en el de Veracruz, en unos de cuyos pueblos costeños, el que esto escribe, siendo rapaz travieso, más de una vez cabalgó en las piernas del galeno hijo del novelista de que me ocupo. El doctor Inclán, a últimas fechas, como su padre en una época, usaba afeitado el bigote y recortada la barba recia en esa forma antigua que sólo vemos ya en los retratos de mediados del siglo pasado.

            Volviendo a don Luis consignaré que en 1847, cuando las huestes norteamericanas llegaron a la República, el futuro autor de Astucia se trasladó con su familia a la capital. No sé si desde entonces se radicó en México, o si su estancia fue aquí temporal, y únicamente mientras pasaba el desastroso estado de cosas en que se hallaba el país a consecuencia de la invasión extranjera. Y expreso esto porque el doctor don Juan D. Inclán me refirió que fue hacia el año de 1854 cuando la familia vino a esta ciudad de México, a efecto de que recibieran completa educación los varones y la niña de aquel hogar. En cambio, me confirmó que desde 1847 había adquirido su padre, en propiedad, la litografía que estaba en la Estampa de San José el Real y que desde esa época hasta 1854 la dejó encargada a sus hermanos. El señor canónigo Andrade manifiesta que don Luis, al vender el rancho de Carrasco, y con la parte que heredó de su padre, “compró una pequeña imprenta que tuvo en las calles de León 5 y Cerca de Santo Domingo 12, y una litografía, en la cual se hacían imágenes religiosas, en la calle de San José el Real número 7”.

            Muchas personas de aquella época recuerdan, en efecto, la imprenta del señor Inclán. Todas ellas están de acuerdo en que ese establecimiento fue el precursor de los que hubo después en México para el expendio de esa literatura popular, sui géneris, especialísima, cuyos productos son novenas, relatos en verso de catástrofes y sucesos sensacionales, leyendas milagrosas, “corridos”, canciones en boga, etc. Como bien se sabe, en aquel tiempo el periódico no era patrimonio de las clases bajas. Éstas se informaban de los acontecimientos del día únicamente por medio de los papeles que salían de las imprentas como la del señor Inclán. Y debido a su instinto poético el pueblo gustaba siempre mucho más de las relaciones en verso que de las en prosa. Todavía en la actualidad existe una casa, la de Vanegas Arroyo, cuya popularidad envidiaría al mejor centro librero de la ciudad.

            Don Luis Gonzaga Inclán era un escritor absolutamente espontáneo. Escribía “porque sí” porque sentía afición hacia el oficio de la pluma. Comenzó haciendo composiciones poéticas para obsequiarlas a sus amistades. Entonces se acostumbraba mucho componer lo que se llamaba “loas” que eran una especie de canciones sin asunto determinado.

            Después de las labores del día en su imprenta y tras la cena familiar, don Luis tenía por costumbre marchar al teatro, a que era muy afecto; pero cuando se quedaba en casa, sentábase frente a su viejo escritorio y daba rienda suelta a la inspiración. Escribía versos y más versos desde las once de la noche hasta las primeras horas de la mañana.

En lo personal, don Luis Gonzaga Inclán parecíase bastante, según me lo han dicho, a su hijo, el doctor don Juan Daniel. Pero creo que el retrato más exacto lo proporciona el canónigo Andrade en su tantas veces citada carta. Dice así el distinguido sacerdote: “Tendría yo unos diez años cuando le conocí y traté; lo recuerdo como si lo tuviera presente; era delgado, cargado de espaldas, sus ojos vivos, uno de ellos bizco, usaba sólo pastillas, su color moreno, la risa en los labios y su conversación llena de chistes, en medio de cigarrillos que fumaba, lo cual revelaba su carácter alegre. Siempre fue firme en sus principios católicos y muy laborioso”.

Sea por el trato que debe haber tenido con gentes del oficio o porque sus contemporáneos vieron en él a un hombre de verdadero ingenio, el hecho es que don Luis colaboró en varios periódicos de la época tales como La Cuchara y El Cucharón, de don Luis G. Yza, El Látigo, El Tenorio y otros. Es de suponerse que su colaboración fue en verso, pues era fácil en el manejo de los renglones cortos.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Grecia Monroy Sánchez