Inés Arredondo (1928-1989)

Por Ana Segovia Camelo

Inés Arredondo

Segovia, Ana, “Inés Arredondo”, Timonel. Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura, año 1, no. 3, noviembre de 2011.

Venir al mundo es en sí un acontecimiento prodigioso, y ya adultos es cuando nos hacemos conscientes de nuestro paso por esta tierra. Pero, además, a las personas nos suceden muchas cosas más que nos dibujan como seres humanos. En esta ocasión me referiré al hecho de ser la hija de una gran escritora, Inés Arredondo, paisana de todos los sinaloenses, y que merece más que nadie ser leída por sus congéneres.

Cómo surge una escritora es un misterio, el caso de mi madre considero que es la conjunción de varios factores que parecerían inusitados ya que mi abuelo, Mario Camelo, vino de Tabasco a cumplir con su labor de médico militar, pero conoció a mi abuela Inés y se casó con ella en Culiacán. Formaron una familia numerosa y divertida. Mi abuela era una mujer inteligente, hermosa, atrevida, talentosa y humana, que lo ayudó incluso como enfermera en la Cruz Roja y en el Hospital Civil. Ellos fueron pioneros en este campo y tenían muchos ideales en los que trabajaron tenazmente convencidos de llevarlos a cabo.

            Además, a mis abuelos, provincianos instruidos, les gustaba leer, bailar, ir al teatro, escuchar música, vestirse a la moda y estar al tanto de los acontecimientos mundiales. Fueron fundadores del Club Rotario, de la Cruz Roja y una pareja con una muy activa vida laboral y social.

            Mi abuela había sido alumna interna del Colegio Montferrant por propia voluntad, pues aunque vivía a unas cuadras de éste, le parecía más interesante pasar todo el día con las monjas y sus compañeras. Así que te recitaba lo que quisieras de poesía, sabía bordar, cantar y bailar. Tenía mucha curiosidad por todas las cosas y transmitía esa alegre satisfacción de poder conocerlo todo. Sabía muy bien qué hacer con su inteligencia.

            Mi abuelo era médico culto y sabio, observador y de pocas palabras. Le encantaban los niños, yo creo que si no hubiera sido ginecólogo hubiera escogido ser pediatra. Él fue quien le recitó por primera vez el poema del Cid a mi madre de pequeña.

            Había en una casa de mis abuelos mucho revuelo en torno a quién sabía contestar las preguntas retadoras de mi abuelo. Él ponía en duda los conocimientos y razonamientos de sus hijos a la hora de la sobremesa y les pedía explicar, por ejemplo, principios de la ciencia o contar acontecimientos históricos, explicar dichos o refranes o atinar una adivinanza, entre otras muchas perspicacias. Así se entretenían.

            Sí, mis abuelos hicieron una mancuerna afortunada en el sentido de mostrarle a sus vástagos la riqueza de poder compartir un panorama de quehaceres y conocimientos apasionantes. Incluso mis tías, junto con mi madre, montaban obras de teatro en la casa e invitaban a sus conocidos y amigos a sus presentaciones. Se mandaban a hacer los vestuarios y se las ingeniaban para crear la escenografía. En esto intervino mucho el espíritu de mi abuela, quien tenía un talento innato, el cual ella compartía a su vez con las puestas en escenas del grupo de los adultos.

            Así era el ambiente donde nació mi madre, la primogénita, receptora de los intereses y habilidades de sus padres. La conocedora de la gestación familiar desde sus orígenes, la que conocía la historia de principio a fin, la que parecía saberlo todo. Y lo digo así porque era una sabionda, una niña apasionada de la lectura, una inteligencia que captaba y dirimía sobre muchas cuestiones de dentro y fuera de su casa. Su seriedad y compromiso como hermana mayor le otorgó un estatus especial entre los hijos. Tenía un sentido de responsabilidad natural surgido del amor por su familia.

            Pero como ustedes sabrán, este amor tiende a expandirse y todas las amistades y parientes cercanos o lejanos se fueron agregando a este universo filial. Yo tengo la sensación de que los Camelo Arredondo eran un termómetro de lo que pasaba en Culiacán. Estaban al tanto de todo, fuera un pequeño detalle o un gran suceso. Es como si esta conciencia de hermana mayor se hubiera extendido desde el núcleo familiar a toda la comunidad culichi. Y digo esto porque creo que mi mamá se mantuvo fiel a la literatura con esta misma actitud, un valor por toda la cultura y el arte como la forma más efectiva de compartir nuestra humanidad, a la que podríamos llamar, nuestra afiliación.      

            Es interesante la época que le tocó vivir a mi madre. Por un lado, ella recitaba en público, la invitaban a las reuniones donde había artistas o académicos de fuera; por tanto, como sor Juana Inés de la Cruz, ella lucía en la corte cultural de su pequeña provincia. Pero, por otro lado, también fungía como embajadora del Club Rotario y estaba en el centro de las intrigas e intereses sociales. Creo que este cocktail femenino no resulta tan fácil de beber.

            Sí, mi madre, bella por dentro y por fuera; inteligente y valiente en los pensamientos y en las acciones… así era. Fue con esta fortaleza que se lanzó a estudiar filosofía en la capital del país. Fue impulsada por estos padres y estos hermanos como llegó a tierras extrañas a conquistar desde su heredad, desde sus aprendizajes en su natal Culiacán, los anhelos más íntimos que albergaba en su corazón e intelecto.

            Aunque mi madre tenía la inquietud de encontrar la solución a sus cuestionamientos teológicos en la filosofía, se dejó guiar finalmente por la literatura. Con la teoría analizaba sus dudas, pero ella quería encontrar un sentido más vital. Su cambio al estudio de las letras españolas le abrió muchos caminos. Estaba como pez en el agua.

            Desde adolescente mi madre escribía en un diario que le regalaron cuando cumplió quince años, pero no creo que se haya preconcebido como escritora; su etapa de estudiante preparatoriana y de los primeros años en la universidad estuvo muy centrada en el teatro, el cual dirigió y actuó. Todavía le llegaban bocanadas dramáticas de su juventud provinciana.

            Fue ya más adulta, casada y madre de Inés, su primogénita, que mi madre escribió su primer relato como escritora. La convivencia con otros jóvenes escritores de la Facultad de Filosofía y Letras y su casamiento con mi padre, Tomás Segovia, intensificaron su pasión por la literatura. Perteneció a la Generación de Medio Siglo, ávida de conocimiento universal y de aportar creaciones de calidad. La exigencia que supuso para ella este grupo la hizo concebir a la literatura desde la inteligencia y el compromiso existencial. La obra escrita implicaba una postura ante la vida que te obligaba a tomar decisiones responsables y creo que mi madre la ejerció a cabalidad.

            La escritura de mi madre tuvo una etapa muy importante de inspiración sinaloense, sus cuentos sobre Eldorado, acerca de historias que le contaron o presenció en Culiacán, expresan el gran deleite por la narración. Los tiempos en que contar lo era todo pues no había televisión. Ella recuerda a su padre contándole cuentos y yo a ella leyéndonos La Ilíada a mis hermanos y a mí.

            Pero otra vez nos encontramos ante otra combinación de aspectos distintos, pues a estos relatos se agregan después los relatos citadinos o cosmopolitas, influidos de otras lecturas acordes con su momento histórico. Sabía mirar lo cercano y lo lejano, lo propio y lo ajeno, podía ser universal. Así que ahora su papel de madre y escritora la colocaba ante más disyuntivas en su vida. A ella le tocó el movimiento del 68, Marx y Freud, Sartre y Camus; además de la revolución del hippismo, los Beatles, etc. Sin embargo, estaba abierta a los cambios, a tomar responsabilidad sobre los nuevos roles sociales, a educarnos a partir de la libertad y las nuevas transformaciones.

            Pienso que ella fue muy consciente de hacernos crecer responsables de nosotros mismos, sin exigirnos seguir un camino determinado; nos dio libertad para elegir y respetó nuestras rebeldías. Sabía mucho de eso, pues ella misma tomó grandes y serias decisiones, desde divorciarse hasta continuar publicando cuentos que muchas veces no serían entendidos y apreciados como ella hubiera querido.

            No crean que yo halago a Inés Arredondo por ser mi madre; ahora, con la edad, he podido comprender las grandes vicisitudes a las que se enfrentó. Salir de la familia, de la provincia, del matrimonio y del rol común de mujer para ser una escritora entre muchos escritores masculinos. Ser divorciada y tratar de sostener económicamente a su familia. Y, lo más difícil, atreverse en su literatura a plantear temas tabús desde una perspectiva femenina muy original y audaz. Deja ver el aspecto doloroso o difícil de las situaciones directamente, sin miramientos, y con gran honestidad, inteligencia y sensibilidad. En su búsqueda de la verdad, quizás no tuvo la suerte de ser más conocida, pues yo creo que se adelantó a su época. La complejidad, lucidez y solución que encontramos en sus cuentos es producto de gran reflexión y conocimiento tanto de contenido como de forma, pero también de sabiduría humana. Es verdaderamente una gran escritora.

            Y yo, como hija, no dejo de sorprenderme cuando releo sus cuentos. ¿A qué horas los concibió? Aunque yo transcribía a máquina algunos de ellos, y casi me sabía de memoria su cuento de “Mariana”, no tenía idea de lo que estaba en mis manos. Es hasta ahora, ya adulta, que puedo apreciar su estilo impecable y lo adelantado de sus propuestas. Ahora sí, me consta que soy hija de una gran escritora, de una gran mujer con una gran vocación literaria, de una gran Inés, un gran espíritu que enaltece las letras mexicanas. Es hasta ahora que tengo la suerte de elogiarla ante ti lector para que la leas y aconsejarte al oído que no te desanimes si sientes que no entiendes todo. Ya ves que a mí me pasó por no saber que eso sucede con los genios literarios, es decir, con mi madre.

Transcripción, hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz