Josefina Zendejas (1900)

Por Indiana Nájera

Josefina Zendejas

Nájera, Indiana. Barbas y melenas célebres (y uno que otro rasurado) (mexicanos contemporáneos). Libro Mex, México, 1960, pp. 99-107.

Esta princesa del cuento menudito mexicano, vive, en pleno siglo xx, en su palacio encantado… de papel.

Sí señores, a una cuadra de la avenida Insurgentes, en una casona señorial que le sirve de palacio, ahí vive la princesa del cuento pequeñito, mexicano.

Ahí todo es de papel: la cama, la mesa, los muebles de cocina, el baño, la cochera, bueno… hasta los jardines son de papel.

Pero hay que explicar a ustedes que al decir papel, hay que entender rimeros de libros; alteros de revistas y montones y montones de periódicos y de todo lo que se hace de papel.

Porque el papel es el rey de la sabiduría; el príncipe de la cultura, de las artes y la ciencia; de los oficios y artesanías, puesto que en el papel es donde primero se plasman las ideas, después los proyectos, más tarde los diseños para las casas, las oficinas, los talleres, en fin, donde los obreros trabajan. Todo nace en el papel y por el papel se extiende hasta los lugares más lejanos.

Pues bien, en este palacio encantado, nuestra princesa del cuento mexicano infantil vive tranquilamente enhebrando sus sueños igual que una arañita teje sus finos hilos de seda…

Ella es una maestra normalista y responde al nombre de Josefina Zendejas. Este nombre, dicho así, de repente, nada sugiere; pero, para que mis lectores se den cuenta exacta del temple y talento de esta princesa, tenemos que introducirnos en su palacio, o cuando menos aventurar un ojo por la cerradura de la llave: el palacio encantado consta de siete amplias habitaciones; es una casona vetusta que se levanta en la avenida Oaxaca; tiene dos jardines y una cochera separados por un pasillo por donde tiene que salir el coche de las andanzas de esta princesa del siglo xx.

Y ahí la vemos, bajita de cuerpo, morenita, con sus ojos negros que relucen como dos ascuas y su cabeza enmarañada hundida entre sus rimeros de libros y papeles, o bien, inclinada sobre su pequeña imprenta haciendo la impresión de sus cuentos para niños.

Su voz es clara, apacible, incapaz de enojarse ni de reñir, hay mujeres que nacen así, blancas, sin hiel… vive sola, solita, acompañada solamente por sus dos ayudantes, el portero y el jardinero, dos hombres rudos pero leales que vigilan el palacio noche y día.

Hablamos:

—Pero dime, mujer, ¿vives en esta casona tú solita?

Y ella, riendo como una niña sorprendida en una travesura responde:

—Pues sí, qué quieres que haga. Esta es mi vida; esta, mi afición, o si tú quieres llámale vicio pues a eso ha llegado…

—Ojalá todos los vicios fueran como el tuyo de constructivos y de útiles.

Y mis ojos, azorados, recorren los rimeros de libros, revistas, cuentos y papeles que la rodean por todas partes y que invaden verdaderamente todas las habitaciones; sin clasificar, sin sacudir, sin ordenar, sin estar arregladitos en libreros ni nada, e insisto:

—Pero bueno, ¿por qué, si te gusta tanto leer y escribir, no acomodas tus libros en libreros o siquiera en tablas, para que puedas andar libremente sin tener que entrar de costado…?

—No, no, eso sería imposible, porque a mí me gusta tener mis cuentos a mano, siempre a mano, por donde ando, adelante o atrás de mí, si los encarcelara en libreros no podrían seguirme.

—Y, ¿cuántos cuentos has escrito hasta la fecha?

—Dos mil veinte o algo así.

—¿Y libros?

—Doscientos.

—¿En circulación?

—No, hasta allí no han llegado mis fuerzas; pero dentro de un par de meses, cuando mucho, espero que podré abrir mi palacio del cuento aquí mismo, en aquel lado de la casa que por ahora no se ocupa.

Y diciendo así señaló la otra ala de la casa de papel que está deshabitada y que da a la calle.

—Tengo entendido que ya te jubilaste, ¿verdad?

—Sí, estoy jubilada y por eso puedo dedicarme solamente a este trabajo.

—¿Esta es tu imprenta?

—Sí, es muy modesta, como ves, pero es mi confidente y mi amiga; entre las dos damos fin a los trabajos emprendidos. La compré en 1935 y entonces me costó $325.00; he aprendido a manejarla y yo soy la obrera que dirige y obedece, mis ayudantes también trabajan cuando tengo que salir.

De nuevo entramos en las habitaciones para tomar algunas fotografías de su comedor en cuyo centro hay una amplia mesa invadida asimismo de libros y papeles.

—Bueno, ¿y dónde comes?, pues veo que aquí no hay sitio.

—Sí… mira, en este pedacito cabe un plato…

—Efectivamente, nos muestra un pedacito de mesa donde solamente cabe el plato. En la cocina es lo mismo, al fondo del muro hay unas pilas de cuentos cubiertos con un lienzo. Ella explica:

—Son los cuentos sin empastar, todavía falta eso. Y ahí hay más… —salimos al jardín y ella abre la puerta de la cochera donde se ve su carro negro, y a los dos lados, más rimeros de libros; el carro apenas puede ya salir, y no lo podría hacer de costado como lo hace su dueña.

—Pero si yo no tengo la culpa —me dice en un intento de justificación—, los cuentos me persiguen desde niña, cada cosa que veo, un pájaro, una mariposa, una cajita de cerillas, una aguja en el suelo, todo me sugiere un cuento inmediato. Un día estaba yo en misa muy atenta a mis oraciones, cuando mis ojos tropezaron con un botoncito que estaba en el suelo… inmediatamente sus ojitos me miraron suplicantes y me comenzaron a decir un montón de cosas hasta que le dije: “sí, espera tantito, ven, saliendo de aquí te hago un cuento”. Y así me pasa con todo…

—Te creo—le dije—, así me ocurre a mí a veces, al grado de que la idea que rueda en mi cabeza acaba por quitarme el sueño si es de noche, o hacer que otras cosas se me olviden, si es de día. Y cuéntame, ¿cómo nació tu afición?

—Pues verás; yo nací en Pénjamo; era muy niña todavía cuando un día me encargó que fuera a comprar un jabón, yo salí, pero en el camino vi un montón de sombrerudos que estaban mirando algo; por entre sus piernas me colé y con sorpresa vi que lo que contemplaban eran unos cuentos de Calleja, que un indio vendía por cinco centavos. ¡Qué barbaridad, cuántos cuentos! pensé yo. Y sin acordarme del jabón, compré un montoncito con el dinero que llevaba, me fui a mi casa y me puse a leer; estaba en segundo año, lo recuerdo bien y tenía 7 años. Mi mamá me regañó, pero ya ni modo, yo estaba feliz de leer mis cuentos. Terminada mi instrucción primaria, algunas personas aconsejaron a mi madre que me mandara a estudiar a México para que no desperdiciara mi afán de saber. Ella me mandó con una familia que habitaba aquí mismo en esta casa; era el doctor X y su esposa, quienes me dieron su apoyo y protección. Fue así como ingresé a la Escuela Normal, me recibí y me puse a trabajar… pero el tiempo fue pasando, mi madre murió; después murió la esposa del doctor y por último él. ¿A dónde he de ir yo ahora?

—¿Y nunca, dime, en tus años mozos te tentó el amor?

—Yo digo que no, pues no soy mujer de pasión sino una entidad de pensamiento, yo soy feliz escribiendo mis cuentos.

—En las ferias del libro tú eres la única que vende…

—Pues sí, recordarás que en la primera que se hizo, las escritoras mexicanas pusimos un pabellón, pero cuando concluyó la feria, no hubo dinero para pagar el importe y los gastos del pabellón, entonces yo, que había vendido solamente cuentos, cedí el dinero para ese pago.

—¿De modo que tú no has tenido dificultades con tus libros? ¿No sabes lo que es buscar un editor?

—No; afortunadamente, cuando me di cuenta de lo difícil que resulta a un escritor imprimir sus libros, fue cuando tuve la idea de comprar mi imprenta, era como si hubiera comprado un juguete caro, pero cada día la quiero más.

—Y ¿qué es eso que arde allí? —pregunto al ver una fogata en el jardín, que atiza una niña de 10 años.

—Es que Ernestina va a comenzar a hacer las tortillas para la comida, pero como tengo tanto desperdicio de papel, pues lo utilizamos como combustible. Alguna vez he tenido que rescatar una prosa o un poema que injustamente ya había empezado a quemarse, hasta tú andas por aquí —me dijo—, poniéndome en las manos una carpeta en cuya portada se ve mi fotografía.

Cuando ya estamos por abandonar el palacio de papel, vemos a una dama que estaba escondida por allí, discreta pero elegante y tocada la cabeza por un sombrerito negro.

—¿Quién es ella? —le pregunto a Josefina.

—Anda tú, a poco no te acuerdas de ella, es la señorita Margarita Quijano, maestra tuya y de tu hija Bertha

—Pues es verdad… —y estreché su mano enguantada mientras ella me miró sonriendo y advirtiendo los estragos que seguramente ha hecho el tiempo en mi humilde humanidad, pues hay diferencia entre ser una chica de 13 años y una mujer hecha y derecha.

Momentos después nos despedimos de esta princesa del cuento infantil mexicano quien próximamente abrirá al público escolar su Palacio del Cuento…

Transcripción, edición y notas por Verónica Yaneth Galván Ojeda