Ernesto de la Torre Villar (1917 – 2009)

Por Ana Carolina Ibarra

Ernesto de la Torre Villar

Torre Villar, Ernesto de la, Ernesto de la Torre Villar 1917-2009. Textos imprescindibles, introd., y sel., Ana Carolina Ibarra, colab. Pedro Marañón Hernández, ed., Rosalba Cruz Soto, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor, 2017.

Abogado, historiador, hombre de letras, erudito y gran conocedor del mundo antiguo, músico y melómano, amó el arte en todas sus formas. Nació en Tlatlauquitepec, estado de Puebla, y radicó desde muy temprano en la ciudad de México, lo que no impidió que se sintiera siempre poblano y profesara un inmenso cariño por la tierra que lo vio nacer. El hecho de permanecer durante temporadas de su infancia en los pequeños pueblos de la entidad —en donde la familia paterna tenía propiedades— y de permanecer con suma frecuencia en la Angelópolis definió su apego a esa geografía y a ese modo de ser. Puebla había sido la segunda ciudad en importancia de Nueva España, de lo que estaba orgulloso, y la entidad retribuyó con creces el empeño de don Ernesto de conocer y difundir su historia, celebrando una y otra vez los méritos de uno de sus hijos más preclaros.1

Tuvo don Ernesto una especial sensibilidad para percibir y disfrutar las bondades de la provincia y la geografía mexicanas. Junto con su esposa Esperanza Yarza —que era geógrafa—, sus hijos y sus amigos, acostumbraba viajar a través del país, disfrutando de sus paisajes, de las pequeñas poblaciones, de sus habitantes sencillos y de su naturaleza inconmensurable. Visitantes ilustres y grandes amigos lo acompañaron en aquellas giras, montados a caballo o en motocicleta, y dejaron constancia en relatos y fotografías. Quien reconociera en él a su mejor amigo en México, el historiador de los latifundios de Nueva España, François Chevalier, definió a Ernesto de la Torre como historiador y etnólogo por su capacidad de conocer los pueblos y sus culturas. Hay en su testimonio un rasgo definitorio del retrato de don Ernesto que pocas veces se ha tomado en cuenta. De la Torre —nos dice el historiador galo— quiso adentrarse en la comprensión del pasado y del presente de México “no sólo remitiéndose a documentos históricos sino palpando la problemática de la capital, las ciudades y el campo, y realizando después investigaciones en archivos, libros y museos”.2 Así que, aunque ni Chevalier ni De la Torre se dedicaron a la antropología, sintieron ambos una gran pasión por el conocimiento directo de los grupos humanos. Juntos se aventuraron a recorrer parajes muy alejados y tierras poco exploradas, a convivir con los pobladores de las más diversas regiones de México, a reconocer sus costumbres y luego a conocer sus cambios en el tiempo. Cuenta su gran amigo francés que, con frecuencia, don Ernesto y él acudían a las fiestas religiosas de los pueblos “participando a menudo en ellas y mezclándonos con los romeros o los fieles indígenas”.3 El extraordinario viaje a Ostula, en la costa michoacana, permaneció imborrable en la memoria de su amigo François, al punto que en su última travesía a México, en 2008, Chevalier y su esposa Josephe, ya muy mayores, alquilaron un auto y osaron conducir hasta allá, en un afán por recorrer una vez más aquellos paisajes que habían marcado sus recuerdos. No conozco otro testimonio que ofrezca tanta riqueza como el de Chevalier para reconocer ese aspecto esencial de las inquietudes del maestro.

Quienes tuvimos la fortuna de recibir sus enseñanzas sabemos muy bien que esos recorridos, en parte placenteros, en parte realizados como pequeños trabajos de campo, fueron experiencias nutricias indispensables para el conocimiento que adquirió sobre las realidades de las que se ocupaban sus textos. Grandes mexicanistas como Chevalier, Guy Stresser Péan, el checo Bohumil Bad’ura, le deben en muchos casos la posibilidad de acercarse, a veces por primera vez, a “lo más profundo de la tierra y sus habitantes campestres, desde indios de etnias diversas hasta rancheros y ganaderos mestizos […]” Recorrer en su compañía la sierra de Puebla, las costas michoacanas y nayaritas, Colima y otros tantos lugares era estar en manos del mejor de los guías.

Cosmopolita al mismo tiempo, dominó un vasto horizonte intelectual en el que la cultura europea tuvo una fuerte presencia. Con el paso del tiempo, don Ernesto lograría visitar los archivos y las principales bibliotecas de Francia, Italia, España, Bélgica, Portugal y Estados Unidos. Siendo joven hizo una estancia en París; entre 1948 y 1952 asistió a la Escuela de Altos Estudios y a la Sorbona. Durante ese periodo se dedicó a trabajar acuciosamente en los repositorios que pudiesen ofrecerle las claves para conocer las fuentes europeas del pasado mexicano, particularmente del México decimonónico y de la política intervencionista.

Durante toda su vida académica mantuvo relaciones estrechas e interlocución constante con autores, colegas y amigos tanto europeos como latinoamericanos. A lo largo y ancho de México, las instituciones de cultura y las universidades se disputaron, hasta los últimos días del maestro, su presencia para que impartiera cursos y conferencias. Sus amigos, discípulos y admiradores coinciden en el aprecio de los rasgos que le eran característicos: gran bonhomía, sencillez y afabilidad, con extraordinaria erudición y particular gusto por las cosas buenas de la vida, pues disfrutó de igual manera del placer que brinda un paisaje campesino que de las delicias de una mesa refinada.

Hombre honesto y generoso, siempre dispuesto a escuchar, como los hay pocos, don Ernesto fue un gran maestro. Son incontables los cursos que impartió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, así como en otras instituciones de educación superior del país y del extranjero. Como profesor supo compartir y prodigar sus conocimientos no sólo en el aula, sino en los pasillos y en las oficinas de las que se hizo cargo. ¿Cómo no recoger aquí la experiencia que tuvo John M. Hart, el reconocido estudioso del movimiento anarquista mexicano, cuando se entrevistó con el maestro De la Torre? El diálogo con el entonces director de la Biblioteca Nacional marcó de manera decisiva los derroteros de su investigación. En aquella ocasión, De la Torre —que nunca fue un estudioso del movimiento obrero— lo escuchó con gran detenimiento y le dio indicaciones muy precisas de lo que podría o no encontrar en la caja fuerte de la biblioteca, en la Hemeroteca Nacional y en ramos específicos del Archivo General de la Nación. Gracias a sus orientaciones, Hart pudo regresar a la Universidad de California en Los Ángeles orgulloso de sus hallazgos mexicanos y, con el paso del tiempo, supo aquilatar la importancia del ejemplo de sabiduría erudita que en aquella tarde de la primavera de 1968 le había brindado: el maestro había reconocido las posibilidades de su investigación, lo había alentado, había tolerado pacientemente sus dificultades lingüísticas y lo había guiado a los lugares precisos en donde pudo concretar sus descubrimientos.4 ¡Todo eso en el breve lapso de una hora!

Ernesto de la Torre era un hombre abierto, atento a lo que se comentaba y se discutía en el ambiente académico y, por supuesto, siempre estuvo dispuesto a alentar las tareas de investigación que realizábamos sus alumnos. Disfrutaba de cada pequeño hallazgo, de cada enfoque y de cada perspectiva innovadora.5 Le interesaba mantenerse al tanto de los nuevos vientos que soplaban en la historiografía, conocer cuáles eran los temas de investigación a los que obligaba la época y los problemas que planteaba el presente, de manera que hasta sus últimos días estuvo pendiente de las líneas que se abrían, ya se tratara de los estudios culturalistas, de los de las sociabilidades, de los de la nueva historia política e intelectual de fines del siglo xx. En algunos casos mostró reservas hacia aspectos que no lo convencían del todo; en otros, por el contrario, pudo apreciar la manera en que en noveles trabajos germinaban las semillas plantadas por su obra, renovadora en más de un sentido.

La libertad con la que don Ernesto dejó trabajar a sus alumnos quizá se deba a la disposición que mostró a través de los años para escuchar voces distintas, recibir muy diversas influencias y reconocer múltiples experiencias. Álvaro Matute ha hecho notar que, desde sus inicios, la vida de don Ernesto estuvo marcada por una capacidad excepcional para articular las mejores tradiciones y percibir finamente los aires de los tiempos. La historiografía florecía por la confluencia entre dos generaciones de historiadores: los “tradicionalistas empíricos” —historiadores descriptivos o, en el mejor de los casos, narrativos, de acuerdo con Matute—, como Jesús Galindo y Villa y Luis González Obregón, y los historiadores formados en “la institución producto del experimento de la España peregrina acogida por Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas”.6 El vigor intelectual de los transterrados españoles, el entusiasmo por la reciente fundación de la misión francesa y del Instituto Francés de América Latina, que difundió en México las obras de Marc Bloch y Ferdinand Braudel, entre otras, fueron piezas clave en el ambiente de la época. De la Torre, dice Matute, “nunca dio la espalda, sin embargo, a los viejos historiadores tradicionalistas”; supo conciliar la tensión que podría generar la enseñanza que emanaba de personalidades contrapuestas, como era el caso de Ramón Iglesia y Silvio Zavala, de quienes recibió formación y a quienes indistintamente rindió tributo.7 Grandes beneficios obtuvo también del saber del gran bibliógrafo Agustín Millares Carlo, a quien mucho admiraba. Fue, pues, “historiador moderno en su contexto vital”, como lo reconoce Álvaro Matute.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz