Miguel Zendejas (1724-1816)

Por Manuel Payno

Miguel Zendejas

Payno, Manuel, “Pintores célebres. Miguel Zendejas”, en El Álbum Mexicano, vol. 1, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1849, pp. 225-227.

Una multitud de gentes no se acaban de persuadir todavía, que tuvo un periodo en México tan feliz para la pintura, que se formó, lo que puede llamarse una escuela mexicana, enteramente distinta de las escuelas europeas, y que será mala o buena, pero que indudablemente tiene su estilo, su colorido, su manera, sus cualidades en fin, que le son propias y exclusivas, y que se asemejan por ejemplo a la escuela sevillana o madrileña, pero no se igualan absolutamente a ninguna. En México, como en Italia y España, la religión católica favoreció muchísimo a la pintura, pero limitó su vuelo y la volvió, por decirlo así, amanerada. El sentimiento religioso que hace crear al artista composiciones tiernas, poéticas y casi divinas, pierde mucho de su libertad e independencia, cuando se le trata de sujetar a ciertas y determinadas fórmulas. El cuadro hermosísimo de San Juan de Dios, de Murillo, cuyo original se halla en la galería de la Academia de San Carlos de esta capital, es una muestra de una feliz inspiración, producida por el sentimiento religioso, a la vez que no se encuentra esa ternura en la composición, esa delicadeza en las figuras, esa armonía en el conjunto, en multitud de cuadros que en su primera y segunda época pintaba Murillo para varios conventos de España y de las Américas. En la época de Cabrera, de Magón, de Pablo Talavera y de los hermanos Ibarra, los religiosos regulares de la república, animados todavía del celo apostólico de sus predecesores, muchos de ellos poseídos de una piedad ferviente y de un decidido amor a sus conventos, procuraban embellecerlos y adornarlos, hasta el grado que vemos todavía hoy muchas iglesias que sobrepujan en magnificencia y adornos a muchas de las otras ciudades católicas del mundo. Entonces los artistas corrían de convento en convento, llenando los altares, los claustros y las sacristías de muchos cuadros de todas dimensiones y muchos de ellos maravillosos, y como dice el conde Beltrami, dignos de hallarse en las galerías italianas. Basta recorrer los conventos de religiosos de Puebla, México y Querétaro para convencerse, tanto de la prodigiosa fecundidad de los artistas mexicanos, como de que ellos, sin saberlo acaso, formaron una escuela muy digna del examen y del estudio de los aficionados a las bellas artes. En este sentido ya se comprende a primera vista cuánto favoreció la religión católica a la pintura; pero vamos a ver de qué manera limitó el genio de los maestros de la época a que nos referimos y sujetó enteramente su sentimiento religioso.

La mayor parte de las pinturas de los conventos representa objetos que el pintor tenía forzosa necesidad de pintar.

En las paredes de las escaleras y en los claustros de la mayor parte de los conventos hay un cuadro colosal que representa a la virgen cubriendo con su manto a multitud de santos religiosos; pues cada uno de estos santos es el retrato de un fraile, y por eso se ve siempre al provincial, muy rollizo y bien acondicionado, mucho más cercano a la virgen, o al cielo, mientras a los pobres legos apenas los cubre una puntita del manto soberano de la reina de los cielos. Ya se concibe que en estos y otros asuntos muy locales, de los conventos, los artistas tenían que arreglarse precisamente al gusto dominante de la época, circunstancia que acontecía también respecto de muchas pinturas de santos, y con especialidad de las vírgenes. Aislados los pintores en este nuevo mundo, sin libros, sin ejemplos, y hasta sin modelos, es casi prodigioso el esfuerzo de su talento, cuando consiguieron con tanta falta de elementos, y llenos de restricciones, formar una escuela de bastante mérito, cuando se estudie con imparcialidad y con juicio.

Afectos nosotros a las bellas artes, y deseosos de que no quede perdida la memoria de nuestros artistas mexicanos, hemos procurado sacar del polvo alguno de sus viejos cuadros que, andando el tiempo, acaso valdrán mucho dinero, y adquirir también algunas noticias biográficas: pero las tradiciones se van perdiendo, y hay tal confusión y oscuridad en las relaciones, que es imposible averiguar la verdad, ni formar de pronto el juicio que es necesario.

No obstante, de varios de los artistas a que nos referimos, tenemos ya noticias más pormenorizadas, y comenzamos con Zendejas. El retrato que acompaña a este artículo, es dibujo original de don Julián Ordóñez, el único de sus discípulos que vive, según tenemos entendido. Lo debemos a la fina atención de nuestro amigo y colaborador don Manuel Orozco y Berra, así como los apuntes biográficos al recomendable artista don José Manzo, de quien tuvimos el gusto de hablar en uno de los números del Museo Mexicano.

Miguel Gerónimo Zendejas nació en la ciudad de la Puebla de los Angeles, el año de 1724, es decir, hace 125 años. Ningunos datos tenemos respecto a la profesión que ejercía su padre don Lorenzo; pero lo que sí está averiguado es, que teniendo grande amistad y confianza con los padres jesuitas, esta circunstancia le proporcionó ir a Roma, en compañía del padre Oviedo, quien lo presentó al Pontífice como un objeto curioso. Le agradó tanto al santo padre este joven mexicano, que se asegura le hizo algunos cariños en la cabeza.

De vuelta a Puebla, el padre Oviedo habilitó a Zendejas para que estableciera una tienda de estampas grandes, lo cual le producía los medios de mantenerse cómodamente. En este tiempo nació Miguel Gerónimo, el cual, en cuanto tuvo una edad regular, se dedicó a ayudar a su padre en el comercio de estampas que hemos referido. Muy en breve se notó la afición que el jovencito tenía al dibujo y la facilidad con que copiaba algunas estampas. Su padre lo puso entonces bajo la dirección de Pablo Talavera, que pasaba por uno de los mejores artistas de la época. Los progresos que hizo Zendejas fueron tan rápidos, que en poco tiempo estuvo ya en disposición de ganar por sí solo su subsistencia. Trabajó como oficial con José Joaquín Magón, Gregorio Lara y Priego, y otros pintores célebres de la época, hasta que reconocido su talento, pudo poner su taller y comenzar su carrera de un constante y no interrumpido trabajo.

Zendejas, aunque de una imaginación poderosa y de un ingenio grande, se resintió del defecto que se nota en muchos de los pintores de la escuela mexicana, es decir, de la falta de buenos modelos y de obras en que aprender la parte teórica y filosófica de la pintura: con todo, en el curso de su vida artística fue superior a su maestro, y sin comparación mucho más independiente y atrevido que Magón, Lara y Priego.

Zendejas llamó la atención, porque tenía una manera tan franca y segura de pintar, que casi nunca usaba del gis, y rara vez también corregía sus pinceladas. Su acierto en el claroscuro es notable en sus cuadros, y sin formar un desagradable contraste, en una misma composición ponía algunas figuras bañadas por la luz del mediodía y otras ocultas y envueltas en las sombras de la noche. Su fecundidad era infinita, y no sólo se limitaba a desempeñar los objetos que se le indicaban, o a copiar los asuntos de las pinturas españolas que venían entonces, sino que inventaba multitud de figuras y componía cuadros de objetos místicos verdaderamente bellos e ingeniosos. En todas sus cabezas hay tanta delicadeza, dulzura y expresión, que raya en defecto, pues algunas de sus figuras de réprobos y demonios, participan acaso indebidadamente de esas cualidades. En lo que Zendejas puede compararse a cualquiera de los buenos pintores de la escuela española, es en los ropajes, en los que se nota extremada naturalidad en los pliegues y mucha exactitud y verdad en las sombras. La mayor parte de los ropajes de Zendejas están flotantes y parecen prontos a moverse con el soplo del viento. En la pintura de arquitecturas era atrevido y lucía una brillante imaginación y exquisito gusto, aunque debemos decir que no seguía ninguno de los cinco órdenes, por dejarse llevar de su fantasía y capricho.

El colorido que en lo general daba Zendejas a sus figuras, es suave, delicado y sin amaneramiento. Es muy semejante al que usaba la escuela sevillana.

En lo que Zendejas estaba atrasado era en la perspectiva y en el desnudo. En sus cuadros se notan en este punto algunas imperfecciones: sin embargo, en lo general, puede asegurarse que la naturaleza lo dotó con las cualidades que constituyen un artista.

Desde que salió Zendejas de la precaria posición de oficial de los talleres de Magón y Lara, comenzó según hemos dicho, a tener tanto qué hacer, que a pesar de que pintaba con una prodigiosa velocidad, no tenía ni un momento desocupado de tiempo. Los conventos de monjas y de religiosos de Puebla están llenos de cuadros de Zendejas, y entendemos que también pintaba para otros conventos foráneos.

Zendejas, apreciable por sus cualidades artísticas, lo era mucho más por las privadas que adornaban su carácter. Era extremadamente amable y complaciente. Su desinterés lo llevaba hasta un extremo increíble. Generalmente todos los artistas de la época trabajaban muy barato; pero Zendejas llevaba esto al extremo, y no había pobre que ocurriera para que le pintara un santo, que no saliera satisfecho. Se refiere que por veinte reales pintó a una mujer anciana un cuadro de la Virgen de los Dolores, cuadro que posteriormente se hallaba colocado en la galería del señor obispo Pérez, entre las mejores obras del arte. Zendejas, además, era un hombre de una moral austera, sin que degenerase en desagradable hipocresía.

Su talento y sus escuelantes cualidades le granjearon el aprecio de sus contemporáneos. Cuando el señor obispo don Pantaleón Álvarez de Abreu repuso el coro de Santa Rosa, iba diariamente a la casa del artista, en su carroza, y lo acompañaba una gran parte del día en sus trabajos. Los señores obispos Pérez y Vázquez, ilustrados conocedores y afectos a las artes, distinguieron también mucho a Zendejas, confesando su talento y comparando sus cuadros a muchos de las buenas escuelas. En la galería del señor Vázquez se hallaba un san José, de un mérito sobresaliente.

Zendejas fue casado y tuvo cuatro hijos. Tres de ellos fueron pintores de poca nota, a excepción de Lorenzo, que sobresalió en la ejecución de algunas composiciones pequeñas. El cuarto hijo fue eclesiástico, y murió de capellán del cerro de San Juan.

Dios concedió una larga y tranquila vida al artista, durante la cual no se sabe que lo afligieran ni graves enfermedades, ni aflicciones de otro género, y murió el día 19 de marzo de 1816, a los noventa y dos años de edad. Dejó varios discípulos; pero el que heredó su talento, su valentía y su seguridad para pintar, fue don Julián Ordóñez, bastante avanzado hoy en edad, y del cual tendremos el gusto de ocuparnos en nuestro periódico.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz