Juan Rodríguez Puebla (1798-1848)

Por Ramón I. Alcaráz

Don Juan Rodríguez Puebla

México, Diciembre 25 de 1849. — J. I., El Album Mexicano 1849

 Desde que comenzó nuestro periódico, tuvimos el propósito de publicar en uno de sus números un artículo biográfico, consagrado a la memoria del señor don Juan Rodríguez Puebla. Aunque por el conocimiento y amistad que con él nos ligaron durante su vida, teníamos muchos datos y noticias relativas a su persona, diferimos la publicación de su biografía, para aumentar aquellos; y hoy, por no ser posible más demora, nos conformamos con los pocos que hemos podido recoger.

Don Juan Rodríguez Puebla nació el 24 de Noviembre de 1798, de padres pobres, pero de buenas costumbres, que le infundieron desde sus más tiernos años sólidos principios de virtud y de moralidad. La falta de recursos de su familia hubiera podido servir de óbice para que una buena educación fecundara sus excelentes disposiciones naturales; pero su padrino, el presbítero don Cristóbal Rodríguez, le proporcionó los auxilios necesarios para comenzar sus estudios.

El hombre de capacidad elevada, la demuestra regularmente desde niño: sus primeros pasos indican ya el porvenir que le está reservado. Así sucedió con Rodríguez. En edad sobremanera temprana, adquirió una instrucción perfecta en las primeras letras. Comenzó luego el estudio de la gramática latina, bajo la dirección del padre don Manuel Mejía. Para cursar las clases de filosofía, pasó al colegio de San Gregorio, del que tuvo que retirarse, porque se hallaba en el más completo estado de abandono. ¿Quién había de decir entonces, que aquel niño pobre y menesteroso, que casi no tenía con que subvenir a los gastos de su educación, había de ser después uno de los hombres mas eminentes por su ciencia y por su ilustración, uno de esos hombres a quienes la instrucción pública había de deber tantos beneficios, que solo pudiera pagarlos el agradecimiento de la posteridad? ¿Quién había de decir que aquel colegio de San Gregorio, en que estaba la enseñanza bajo el pie mas deplorable, había de llegar a ser un día el establecimiento de más fama, entre los de su clase, de la república mexicana?

Rodríguez Puebla entró de alumno externo a San Ildefonso, para aprender filosofía, luego que salió de San Gregorio. Pronto se distinguió por sus talentos y por su aplicación, en términos que sus catedráticos influyeron, sin pretensión alguna de su parte, para que se le concediera una de las becas que en esa época se llamaban reales. En enero de 1814 concluyó el curso de artes, e inmediatamente comenzó el de la teología, que acabó en 1817. En ese año emprendió el de la jurisprudencia, que terminó también a su debido tiempo. Excusado es decir que en todas esas cátedras, dio nuevas pruebas del talento poco común de que lo había dotado la naturaleza.

Para la práctica de la profesión que había escogido, eligió el bufete del señor licenciado don José María Jáuregui, uno de los letrados que disfrutaban de más concepto en la capital. A su lado adquirió los conocimientos necesarios para presentarse a examen de abogado, como lo verificó el año de 1824, recibiendo con aplauso ese honroso título.

En 1820 escribió un opúsculo con el título de El Indio Constitucional, en que resaltaban a la vez, así las juiciosas observaciones de un entendimiento ilustrado, como las muestras de un patriotismo a toda prueba. Preciso era que con tales antecedentes no tardase en ser llamado a la vida pública, en que debía distinguirse de tantas maneras. Fue nombrado diputado para el segundo congreso constituyente; y aunque renunció por no tener los años prevenidos por la ley, pues no contaba entonces más que veinticuatro no cumplidos, era ya tan elevado el concepto que disfrutaba, que el colegio electoral dispuso que se le dispensara la edad, para que desempeñase el cargo.

Desde entonces llovieron sobre Rodríguez constantemente los testimonios más inequívocos del aprecio de sus conciudadanos. Llamado con frecuencia a los primeros puestos públicos, su influencia creció día por día. Cuantas administraciones se han sucedido en el país, reconocían su importancia; y ora profesasen sus ideas y lo tuviesen por amigo; ora se rigiesen por las contrarias, o lo llamaban en su auxilio o lo temian; pero lo consideraban siempre como uno de esos hombres, cuya opinión, cuya conducta influyen directamente en los negocios públicos.

En 1826 fue a Durango de ministro de la segunda sala del supremo tribunal de justicia de aquel Estado. Un año duró no más en el ejercicio de sus funciones: al siguiente volvió á México con facultades extraordinarias, para desempeñar una comisión del gobierno durangueño, cuyo resultado fue de lo mas satisfactorio que se podía apetecer. En esa época salió nombrado senador por el Estado de México, aunque no llegó a entrar a la cámara.

Volvió a ser diputado en los años de 33, 42 y 48: senador en 44. En el de 38 entró á la Secretaría de Justicia, formando parte del famoso ministerio de los tres días, cuyo papel, aunque corto, fue de bastante importancia.

Patriota verdadero, su nombre no está unido a los de los que han promovido esas continuas y horribles diecordias que han llevado al país a su aniquilamiento. Poco amigo de llamar la atención, complacíase en vivir en el retiro, del que lo sacaba el empeño de los que lo elevaban a los puestos públicos para que brillase en ellos. Moderado en sus deseos, modesto en sus hábitos, enemigo del fausto y del lujo, se contentaba con poco para vivir, consagrando la mayor parte de lo que adquiría a obras que le harán eterno honor. Si hubiese querido enriquecerse, mil ocasiones le sobraron de conseguirlo, sin mengua del pundonor ni de la delicadeza; pero su alma era demasiado elevada para entregarse al amor del oro, y murió pobre como había vivido, aunque sin carecer de las verdaderas comodidades que hacen agradable la vida.

Apartemos ahora los ojos de su carrera política, para fijarlos en otra faz de su vida, más brillante aun y más gloriosa: véamoslo dedicado a la enseñanza de la juventud, con un esmero, con un afán, con un acierto, que bien le merecen el nombre del Rolin mexicano. Si los hombres como Rodríguez Puebla no fueran tan escasos, que apenas nace uno de tarde en tarde, bastaría que los que se le pareciesen estuvieran al frente de los establecimientos de enseñanza, para que fuesen mil veces más notables de lo que hoy lo son, los progresos verdaderamente asombrosos que hemos hecho en ese ramo, desde la consecución de la independencia.

En el año de 1826 promovió Rodríguez que se hiciera una visita al colegio de San Gregorio y a sus fondos, y fueron nombrados para practicarla él mismo, el doctor don Luciano Castorena, don Pedro Ixtolinque Patiño, y el general don Francisco Moctezuma, sirviéndoles de secretario don José María Tornel. Todo lo examinaron, inclusas las fincas rústicas y urbanas del colegio, datando de esta visita cuanto bien se hizo después, y la inmediata mejoría de condición de los pobres indios alumnos que, según la enérgica expresion de uno de los visitadores, eran tratados como perros.

Nuestro don Juan fue nombrado rector de San Gregorio en el año de 1829, y en verdad que no hubiera podido hacerse elección más acertada. Encontró el colegio en el mismo estado, con corta diferencía, que cuando 18 años antes había entrado en él a hacer sus estudios; pero comprendió desde luego que bastaba que un hombre de mérito estuviese a su frente para que variase su aspecto de todo punto, y se propuso desde luego acometer esa empresa en que hubiera sucumbido un ánimo menos esforzado y menos tenaz. Obras como la que él emprendió, no se terminan en un momento: son hijas del tiempo, caminan con lentitud, tienen que ir venciendo uno por uno los obstáculos innumerables que a cada paso se les presentan. Diez y nueve años estuvo Rodríguez encargado de la dirección de San Gregorio; todo ese largo periodo necesitó para ir planteando las diversas reformas y mejoras de que el colegio le es deudor; y cuando aconteció su muerte, le faltaba mucho aun para realizar los vastos planes que había concebido, y cuyo desarrollo habría acabado de colocarlo en el lugar que le correspondía. ¿Por qué es tan corta la vida de esos hombres, cuyos dias se cuentan por los servicios que prestan á la humanidad? Se necesita toda la fuerza del sentimiento religioso para acatar sumisos esos decretos de la Providencia, que no es dado comprender a la fragilidad humana.

La idea del rector de San Gregorio fue desde un principio, como muchas veces se lo oimos decir al mismo, introducir paulatinamente las mejoras en que pensaba. Estaba convencido de que, cuando todo se quiere hacer a la vez, nada se hace en efecto: se alucina a los incautos, y se gana a veces una fama usurpada; pero no se prestan positivos servicios, que son los que únicamente merecen el agradecimiento público. La observancia de ese plan dio los más prósperos resultados, pues a pesar de que, como ya insinuamos, le faltó mucho para su conclusión, basta para conocer su grandeza, recordar lo que San Gregorio fue en sus días de esplendor y de gloria.

Recorramos con la brevedad que exige un artículo de la naturaleza del que escribimos, los principales títulos que hacen a Rodríguez Puebla acreedor que sea venerada su memoria.

La gratitud es una de las principales virtudes. El que no agradece los beneficios que recibe es un ser desnaturalizado, del que nada bueno se puede esperar. Rodríguez, que lo conocía así, se esforzaba por fortificar en el ánimo de sus educandos, ese dulce sentimiento de la gratitud, que infunde la misma naturaleza, pero que es como todas, susceptible de perfección. Para elevarlo y engrandecerlo, Rodríguez adoptó varios arbitrios. Levantó en el patio de la entrada del colegio, una pirámide a la memoria de don Juan Chavarría, fundador del establecimiento, y la cercó con vistosos arriates y gran número de macetas, en que cultivaba él mismo con especial cuidado, las plantas y flores más raras y exquisitas. En uno de los patios del colegio chico, erigió también una columna a la memoria del venerable fray Bartolomé de las Casas, colocando en la parte superior de aquella el busto del virtuoso sacerdote, que consagró su vida entera a la defensa de los indios. Inscribió además Rodríguez en el patio de la pirámide los nombres de los hombres más ilustres por su ciencia y por su virtud. Por último, en las funciones anuales de los actos de las diversas clases, impuso a los catedráticos la obligación de dedicar sus discursos a la memoria de los varones ilustres de todas épocas. Tenía razón en verdad, porque hemos dicho que quería infundir a los alumnos sentimientos de gratitud; y los que han contribuido con sus obras y con sus escritos a la mejora del género humano, son dignos de un perpetuo agradecimiento. El sabio y el virtuoso son cosmopolitas; y así como todos participan de sus beneficios, todos deben dar pruebas de que no es el olvido la recompensa de tantos afanes.

La enseñanza secundaria ha tenido que hacer en México grandes esfuerzos para romper las trabas que la sujetaban, y ponerse a la altura correspondiente a la época en que vivimos, y a las circunstancias del país. Rodríguez fué uno de los principales autores de esa reforma. Mientras en otros establecimientos se estudiaban todavía, por autores que escribieron ahora dos siglos, ciencias como las matemáticas y la física, cuyos progresos diarios son tales, que ya hoy es viejo lo que se escribía ayer, en San Gregorio se estudiaba por autores modernos y de bien sentada reputación. Mientras en otros establecimientos se estudiaba con solo los libros, física experimental, en San Gregorio se empezaba a formar un gabinete en que había ya los instrumentos más precisos y las máquinas más usuales. A ese paso se adelantaba en todas las demás cátedras, en las cuales aprendían los alumnos la geografía, el derecho de gentes, el patrio, los idiomas francés e inglés y otros ramos de los que sirven para constituir una educación perfecta. Cuando estando en el ministerio Juan Manuel Baranda se publicó el nuevo plan de estudios, en que se prescribe la enseñanza de muchas materias que no se aprendían antes en los colegios, San Gregorio casi no tuvo que hacer variación alguna, porque se encontraba ya bajo el pié que designaba la ley.

Para el fomento de la literatura, estableció su rector una academia, a que concurrieran los alumnos de las clases más elevadas, y en la que hacían sus primeros ensayos de retórica, elocuencia y poesía, presentando sus composiciones, para que allí fuesen examinadas. El talento y el limado gusto de don Juan Rodríguez, servían no poco, para corregir los defectos más notables de aquellas disertaciones; y algún día, cuando un joven de San Gregorio de los de esa época, cautive la atención de una asamblea en la tribuna; cuando entusiasme a su auditorio con los inspirados sones de su lira, el orador y el poeta no olvidarán a quien son deudores en mucha parte de la consecución de tan apetecidos lauros.

El ilustre rector estableció además en su colegio, otra academia de catedráticos, dedicada a la dilucidación de varias materias, pero consagrada especialmente al estudio de las antigüedades del país. Opimos frutos dio a veces esa junta, cuyos miembros se esforzaban, así en conseguir objetos curiosos que hubieran podido figurar en cualquier museo, como en estudiar y trabajar con empeño en sus composiciones. Si vieran la luz pública muchas de las que se leyeron, no dudamos que se prestarla un importante servicio, de grande utilidad para nuestros escasos anticuarios. Sería una injusticia no hacer una mención especial de los discursos del digno catedrático licenciado don Faustino Galicia, a quien su profunda versación en el idioma mexicano, presentaba facilidades de que carecían los demás, para derramar alguna luz sobre varios puntos envueltos en la oscuridad de los tiempos.

Otra creación de don Juan Rodríguez, fue la de las dos academias de música, instrumental y vocal. Bajo la dirección de hábiles profesores, ha habido alumnos que han llegado a sobresalir en el difícil arte de tocar algún instrumento. El pensamiento que los dedicaba a semejante estudio, era profundo como todos los de su autor. Por una parte, proporcionaba un nuevo arbitrio con que subvenir en épocas calamitosas a las necesidades de la vida, muy distante en esto de imitar la conducta de una gran mayoría de nuestros padres de familia, que se desdeñan de que sus hijos aprendan un oficio, creyendo deshonrarlos, por considerarlos mecánicos, viles y bajos; como si pudiera haber deshonor mas que en lo que es en sí esencialmente inmoral. La segunda consideración que animaba a Rodríguez, era la de que los músicos que formaba, tendrían siempre una recreación que los apartarla del vicio muchas veces, evitando los peligros de la ociosidad. Conocía la influencia dulce y consoladora que ejerce la música en el corazón del hombre, ora llenándolo de entusiasmo y regocijo, ora conmoviendo las fibras de la sensibilidad. Los prodigios que la fábula nos cuenta como debidos a la lira de Orfeo y de Apolo, tienen un sentido real y práctico, como todo lo concerniente a la ingeniosa mitología de los antiguos. Someramente hemos indicado los pasos que dio el director del colegio de San Gregorio para los progresos de la enseñanza; pero nos falta decir que su esmero no se limitaba a la introducción de nuevas materias de conocida utilidad, ni a la buena elección de autores, sino que se extendía a conseguir de los jóvenes la dedicación al estudio, por cuantos arbitrios le sugería la experiencia. Para los estudiantes que sobresalían en sus cátedras, tenía siempre elogios, premios, recompensas de toda clase, así como para los desaplicados humillaciones y castigos. También acostumbraba visitar con frecuencia las cátedras, para juzgar por sí mismo del estado de adelanto de los cursantes, cuya capacidad e instrucción ponía a prueba con preguntas de tal naturaleza, que requerían viveza para ser debidamente contestadas. Y o bien el temor de una dura reprimenda delante de los compañeros, o bien la esperanza de un encomio, hicieron con frecuencia que, cuando se calculaba que el rector se presentaría, el estudioso procurase ir mejor prevenido, y el flojo saliese de su lamentable abandono.

Rígido hasta el extremo en cuanto atañía a la moralidad de los educandos, nunca era más severo que cuando se trataba de castigar faltas contra las buenas costumbres. Imposible es que en un establecimiento donde vive un número inmenso de personas, dejen de cometerse a cada paso faltas de todo género; no hay todavía un solo ejemplo, ni llegará a haberlo nunca, de que sea inmaculada toda una corporación. Mas ya que el mal no puede evitarse, preciso es a lo menos no descuidar el remedio, y Rodríguez Puebla sabía aplicarlo con la oportunidad y tino que se requieren para que sea eficaz. Recatábanse, pues, mucho de ser cogidos infraganti, los que se entregaban a vicios punibles, porque sabían que ningún motivo los eximiría del castigo.

Para el ejercicio de su autoridad en esta parte, favorecía sobremanera al rector, la destreza verdaderamente extraordinaria con que averiguaba, cuando quería, casi cuanto hacían ciertos colegiales dentro y fuera del establecimiento. Al llamarlos a fin de que sus consejos les sirviesen para corregirse, les revelaba las faltas que hablan cometido; y lo hacía con tal precisión, con datos tan seguros, con pruebas tan inequívocas, que se necesitaba gran descaro para insistir en la negativa, a que regularmente apelaban al principio los culpables para su defensa. Al salir de la presencia de aquel juez tan bien informado, se admiraban los más y cavilaban en vano por saber cómo había descubierto lo que ellos suponían ignorado de todos.

La ciencia y la instrucción se opacan, cuando faltan en quienes las poseen, las cualidades necesarias para presentarse con decencia y finura en la sociedad en que están destinados a vivir. Por tal principio se infundían a los colegiales de San Gregorio, desde su entrada, ideas y hábitos de urbanidad. Cualquiera persona de fuera, que entrara al colegio, quedaba complacida de las atenciones que se le dispensaban, lejos de faltarle con las soeces groserías a que son tan propensos los jóvenes reunidos, cuando no tienen buena dirección. Principalmente en las funciones públicas, daba gusto observar el silencio, la dignidad, la compostura de todos los colegiales: jamás salía de entre ellos, a pesar de ser tantos, ni una risotada, ni un grito. Por lo común se abstenían hasta de hablar. Cuando alguna vez lo verificaban, era en voz baja y a hurtadillas, de suerte que aquello no era ni notado; y si por casualidad el rector lo observaba, bastaba una mirada, una seña suya para que todo volviese al orden.

No era Rodríguez poco cuidadoso con el aseo, que recomendaba con sus palabras, y más aun con su ejemplo: jamás le pudo tachar nadie la menor falta en este punto. Convencido estaba de las grandes ventajas, de la necesidad imprescindible de esa cualidad, que no falta quien cometa la torpeza de colocar entre las secundarias. Las ideas se rectifican sin cesar en ese punto, considerándose a un hombre desaseado como sin una de las buenas prendas de educación. La limpieza, enemiga de los afeites y afeminaciones, hará que el que la tenga sea siempre bien recibido en sociedad, a diferencia del que incurre en el defecto que le es opuesto. Para que el aseo sea visto con toda preferencia, ha habido el inconveniente de que ha prevalecido la idea falsa de que todos los hombres grandes son dejados, y muchos, cuya pequeñez causa lástima, se han creído iguales a aquellos con solo abjurar de la limpieza. Así los cortesanos de Alejandro Magno lo imitaban, inclinando a un lado la cabeza; y en eso era en lo único que se le parecían.

En el Colegio de San Gregorio, en vez de agitación y alborotos, en vez de gritos y rebeliones de colegiales, reinaban el orden y la tranquilidad. No se veían las paredes manchadas con inscripciones y pinturas obscenas ni desvergonzadas; no se interrumpían las distribuciones con maldades ni faltas de respeto a los superiores. Los alumnos internos y externos rara vez salaban cátedra o faltaban a alguna de sus obligaciones en el ramo de estudio. Los mismos catedráticos se habían abstenido de no cumplir con las suyas, aun cuando no hubiesen estado dotados, como lo estaban, de pundonor y delicadeza. Cuando el jefe de un establecimiento da buen ejemplo y sabe hacerse respetar, todos los demás, del primero al último, son también de lo más exactos, así como cuando la cabeza flaquea, todo se vuelve confusión y desorden.

Hay en México un vicio sobremanera generalizado, el de la falta de puntualidad. Se ha hecho costumbre ocurrir a una cita una o dos horas después de aquella en que se da, y no hacer nunca en su debido tiempo lo que se ofrece. Para los que saben que ese tiempo es una cosa preciosa, que malgastamos, porque no calculamos lo que vale, tal práctica tiene todos los caracteres de viciosa; y no es perdido por consiguiente el trabajo que se emplea en no dejar que la contraiga la juventud. De esa suerte obraba Rodríguez Puebla, haciendo consistir la enseñanza de la puntualidad, en los hechos que valen siempre más que las lecciones teóricas. En San Gregorio se hacia todo a la hora que se había fijado; en las funciones públicas no se esperaba a nadie, y con frecuencia sucedió que comenzaran con solo los alumnos, por no haber llegado de fuera persona alguna, ni aun de aquellas cuya presencia podía considerarse como necesaria para el acto.

Don Juan Rodríguez Puebla era no solamente respetado, sino también temido por los colegiales, sin excepción alguna. Su inflexibilidad y su entereza producían ese temor. Aun los alumnos más díscolos, que galleaban en presencia de otros superiores, en la suya no se atrevían a echarla de guapos. Sus órdenes eran pronta y exactamente obedecidas; sus reprimendas se escuchaban casi siempre en silencio y con los ojos bajos; el solo anuncio de su llegada bastaba para contener cualquier desorden.

Los enemigos del rector le han hecho, por la conducta severa, y a veces dura que observaba con sus subordinados, el cargo de que era déspota y tirano. Las contestaciones abundan para satisfacer esa odiosa inculpación: indicaremos algunas.

Jamás fue Rodríguez severo con los exactos y pundonorosos. Al que cumplía con sus obligaciones en la cátedra y fuera de ella, no le prodigaba sino elogios y recompensas. No aplicaba castigo a los que no cometían faltas; y sí a los díscolos, a los viciosos, a los desaplicados, los sujetaba al régimen duro, pero necesario de la corrección, esto, en vez de vituperio, merece evidentemente alabanza.

Por otra parte, nosotros ni siquiera comprendemos cómo puede observarse el orden en un establecimiento, en una corporación cualquiera, y principalmente si se compone de niños, incapaces en su mayor parte de reflexión, si el jefe no inspira el saludable temor que hace acatar y obedecer sus mandatos. Hablamos aquí no de un temor servil, siempre despreciable, sino de ese otro temor, que sabe humanarse con el respeto y con la estimación. Tratándose, pues, de una persona que está al frente de una casa de estudios, no se da medio entre que sirva de juguete y diversión a sus inferiores, o los contenga y encamine por buen sendero, dándose a respetar y a temer.

En el momento que se sufre un castigo, o se soporta una humillación, natural es que la cólera excitada, que el amor propio escarnecido, apaguen la voz de la razón y hagan ver un tirano en el que es en realidad un amigo. Pero así que pasan los años, que la reflexión viene, que se palpan las consecuencias de las cosas; lo que antes era motivo de odio, se convierte en título de agradecimiento. Se conoce que los castigos impuestos redundan en provecho propio, y que una corrección a tiempo sirve para no caer en el precipicio, al que poco le faltaba para llegar. Entre los colegiales gregorianos, que han llorado la irreparable pérdida de su digno rector, acaso los que más castigos recibieron de su mano, son los que más lo han sentido.

Hasta aquí nos hemos valido del raciocinio para desvanecer una inculpación dirigida a la memoria de un grande hombre: llamaremos ahora en nuestro auxilio, para completar la prueba, a los sucesos que le robustecen, eligiendo solo dos, entre los innumerables que nos seria fácil citar.

El rector de San Gregorio fue suspenso de sus funciones el 16 de mayo de 1839, por la administración que regía entonces los destinos del país. El colegio entero consideró como una desgracia su separación, de la que fueron consecuencia inmediata varios desórdenes, que no habían ocurrido durante su permanencia. Lamentábanse cada vez mas la ausencia de Rodríguez Puebla, cuando afortunadamente volvió a ocupar su puesto el 12 de agosto del mismo año. Aquel fue un día de regocijo para San Gregorio, porque sus alumnos volvían a vivir bajo la vigilancia de un director, de un amigo, de un padre. Y no queriendo que fuese pasajera aquella solemnidad, sin sugestiones extrañas, sin más influencia que la del reconocimiento, se instituyó un aniversario, en memoria de un suceso tan fausto para el establecimiento. Cada año se celebraba en San Gregorio el 12 de agosto, con obsequios, comidas, recreaciones y regocijos de toda especie. Catedráticos y alumnos competían a porfía en agasajar al rector, en cuyo honor había brindis, discursos y poesías análogas a la celebridad.

Ahora bien: ¿podían hacerse estas demostraciones de afecto tan inequívocas, en honor de una persona aborrecible y despreciable? Si Rodríguez hubiera sido considerado como un tirano y como un déspota, no habría inspirado otros sentimientos que los del odio y la venganza, no los de la gratitud y el amor. Cuando un déspota sale de un establecimiento ¿es un día de duelo aquel en que quedan libres de su detestable yugo los que lo sufrían? Cuando vuelve a su seno ¿es un día de placer y de contento el en que de nuevo se entroniza su tiranía? No, no era sino un amigo leal, un protector generoso, el que hacía derramar a sus educandos llanto de desconsuelo a su salida, llanto de regocijo a su vuelta.

Al saberse en el colegio la enfermedad que llevó al rector a la tumba, se observó desde luego el interés que se tenía por el pronto restablecimiento del enfermo. Durante los días de la gravedad, mil testimonios de afecto hubo de parte de los colegiales. Y luego, así que la muerte hubo cortado los días de una vida preciosa, los gregorianos lloraban, como se llora un padre, por el digno jefe que habían perdido. Hoy todavía deploran su fallecimiento, y lo deplorarán mientras recuerden las funestas consecuencias que ha tenido. No debemos pasar en silencio que, durante los nueve días del duelo, reinó en el colegio la más profunda tristeza; y lo que es más notable todavía, ningún colegial cometió la más ligera falta, ninguno se hizo acreedor al menor castigo. ¡Provechoso fruto de la enseñanza que habían recibido de su rector! Aquel orden, aquella compostura, aquel cumplimiento de todas sus obligaciones, comprobaban que no había sido perdido el tiempo empleado en inspirarles buenos sentimientos.

A más de los beneficios que brevemente hemos indicado, el colegio de San Gregorio le es deudor a Rodríguez de otros muchos, que sería difícil recordar y enumerar en su conjunto. Aquí no recordaremos más que el de la excelente biblioteca que reunió, gracias a su constancia, y que a poco de formada, contenía ya obras del mayor mérito. Entre los planes que dejó sin concluir, pero cuya idea sola fue un servicio, debe contarse el de la conversión de la iglesia nueva de Loreto, en un magnífico general, obra que se ha llevado a efecto con acierto, en tiempo de su sucesor.

Hay, sin embargo, dos servicios de tanta importancia, entre los prestados por el rector al colegio, que merecen una especial recomendación. En 1835 pidió al gobierno del general Barragán que se cediera al establecimiento un cuartel de caballería, que es ahora colegio chico, y al general Tornel, celoso protector de la instrucción pública, pertenece la gloria de haber accedido a la petición, como ministro de la guerra, a pesar de disentir entonces de Rodríguez en opiniones políticas.

El segundo servicio de grande interés, prestado por el último, fue el siguiente. En el año de 44 se trató de quitar a San Gregorio los bienes pertenecientes al Monte-pio viejo. El peligro era inminente, pues de haberse realizado aquel proyecto, es indudable que el establecimiento habría acabado por falta de fondos. Para parar el golpe, valióse Rodríguez Puebla de su influencia con las personas que componían entonces el gobierno, de quienes logró que hiciesen donación de los referidos bienes al colegio. Tributamos a aquellos dignos funcionarios el justo homenaje de alabanza que merecen por tan plausible acto; pero no rebajemos por eso el honor que debe darse al que promovió ese rasgo de beneficencia tan útil a la instrucción pública.

Digamos una palabra de las virtudes domésticas del hombre a cuyo recuerdo dedicamos estas líneas. Para su familia toda, más que un hijo, más que un hermano, fue un verdadero padre. Consagrado a ella desde sus tiernos años, le prestó cuantos servicios exigen esos sagrados vínculos, que no siempre son tan respetados como debieran. El amor de Rodríguez a su madre era una de las cualidades que más lo distinguían; y acaso tuvo una parte muy directa en su muerte la de aquella señora, acaecida poco tiempo antes.

La generosidad de don Juan era a toda prueba: grande también su beneficencia. Complacíase en hacer bien a cuantos podía, y principalmente a los que consideraba dignos de ser patrocinados por una mano amiga. Y como las virtudes son modestas, como no buscan su recompensa en una estéril ostentación, cuidaba Rodríguez escrupulosamente de encubrir sus beneficios, como lo hacen otros con sus maldades. De muchos casos hemos sabido, sin hablar de los que nos tocan personalmente, en que hasta al cabo de bastante tiempo, y por otros conductos, se sabían los favores mas o menos importantes que había prestado.

Los jóvenes estudiantes que sobresalían entre sus compañeros, eran objeto de la particular predilección del rector. Favorecíales de cuantas maneras es posible imaginar. Llenávalos de elogios, haciéndoles gustar esa dulce satisfacción de recibir entre los iguales aplausos de un superior. Concedíales en los premios el que habían merecido por sus adelantos o por su conducta; premio que el que lo obtiene, no cambiaría por nada en el mundo. Si les faltaba dinero para sus libros, para sus actos, él se los proporcionaba. Luego que estaban ya para terminar su carrera, les daba cátedras que servir, haciendo de esta manera que desde entonces contaran con los recursos necesarios para una vida honesta e independiente. Y en una palabra, no perdía ocasión de servirles, así dentro como fuera del colegio. Qué mucho es que le vivan agradecidos, que conserven en el corazón, como en un santuario, su amor y su memoria.

Para el alma verdaderamente patriota de don Juan Rodríguez Puebla, la invasión de los norteamericanos fue una espantosa calamidad. Deseaba con ansia el triunfo de México, el abatimiento de sus enemigos. Cuando estos avanzaron de Puebla sobre esta capital, los alumnos del colegio de San Gregorio, que pertenecían a esa juventud dorada que tomó las armas y expuso su vida con valor, marcharon al Peñón en unión de sus compañeros de Guardia Nacional. Estando ya allí, el rector mandó llamar a uno de sus oficiales, catedrático de San Gregorio, de cuya boca sabemos esta anécdota, y se puso a hablarle sobre los acontecimientos del día, que absorvian la atención de todos.

¡Dolorosa y sublime conferencia! El rector se sentía entonces animado del mayor entusiasmo, porque había concebido esperanzas de que nuestras armas alcanzarían la victoria. Bien sabido es que el plan adoptado por el general Santa-Anna, plan que aun ahora nos parece acertado, fue el de que cuando los enemigos atacaran uno de los puntos fortificados, el general Valencia, con el ejército del Norte, y el general Álvarez, con la división de caballería que mandaba, cayeran sobre ellos por flanco y retaguardia. La esperanza que Rodríguez Puebla concibió, y que podremos llamar la última de su vida, lo rejuvenecía, lo alentaba, lo llenaba del más puro regocijo. ¡Cuántos como él se vieron igualmente engañados! ¡Cuántos soñaron que serían días de triunfo y bienandanza, los que no lo fueron sino de infortunio y de humillación!

México cayó en poder de los invasores, y Rodríguez hizo el sacrificio de permanecer al frente del establecimiento que dirigía. Para nada se separo del colegio, al que prestó el nuevo servicio de ponerlo a cubierto de los peligros que lo amenazaban, y que tanto perjudicaron a otros de la capital. Consiguió una salvaguardia, en la que se imponía severas penas al que atentase contra él, y así logró que no sufriera daños que le hubieran ocasionado considerables atrasos.

Durante esa época funesta de la invasión, estableció otra cátedra nueva, la de gimnasia, no obstante los graves obstáculos que tuvo que vencer, a consecuencia de las aciagas circunstancias. Al emprender estos trabajos, tenia también que luchar con el abatimiento que dominaba su espíritu, y que había echado ya raíces tan profundas, que desde entonces se imprimió en su fisonomía esa melancolía profunda que se nota en el retrato colocado al frente de este artículo.

Y ya que hemos hablado de ese retrato, diremos cómo se hizo, porque ello pertenece también a la vida de don Juan Rodríguez, como que es un nuevo comprobante del amor y agradecimiento que sabia inspirar a sus educandos.

Existía en San Gregorio un joven de modesta condición, llamado don Domingo Nájera, a quien el señor Rodriguez consideraba por su aplicación, por su honradez y por las felices disposiciones que manifestó para el dibujo, procurando con particular esmero, que hiciera algunos progresos en ese ramo de educación. Este mismo joven, llevado de su cariño, apenas se encontró algo adelantado, cuando consagró uno de los primeros ensayos de su pincel, a trazar las facciones de su protector, en una miniatura que hizo sin conocimiento de nadie, y ocultándose del mismo señor Rodríguez, quien por un sentimiento de modestia, a pesar de las repetidas instancias de su familia, se había negado a que quedara su imagen perpetuada en otra parte que no fuera en el corazón de los que con ternura llamaba y eran sus hijos. El ensayo a que nos referimos, tenia algunas incorrecciones.

El acreditado pintor Hernández, hizo también después de su muerte, un retrato de don Juan Rodríguez, como testimonio del agradecimiento que le debía, por los favores que le había dispensado. Un artista vació su busto, haciendo después el que existe en el nuevo general de San Gregorio. También el director del instituto literario del Estado de México. Ha dedicado en estos últimos días una función solemne, a la colocación en aquel establecimiento, del busto del rector de San Gregorio. Por último, el mismo joven Nájera, se dedicó a la pintura al óleo, con el exclusivo objeto de volver a hacer el retrato de su bienhechor. Esta obra fue su primer ensayo, y ya se supone por lo mismo, que no podía menos de salir imperfecta, sin que esto disminuya el mérito contraído por ese apreciable gregoriano, quien al pié del segundo retrato, puso esta inscripción, tan sencilla como verdadera y exacta.

EL INSIGNE RESTAURADOR

DEL NACIONAL COLEGIO DE S. GREGORIO,

EL HOMBRE QUE POR SÍ SOLO

SE ELEVÓ DE LA NADA,

A LOS PRIMEROS PUESTOS

DE LA SOCIEDAD,

DON JUAN RODRÍGUEZ PUEBLA.

Teniendo a la vista todos esos retratos, y bajo la dirección de una de las personas que trataron a Rodríguez más de cerca, un hábil artista formó el que acompaña este artículo, y que es, en concepto de cuantos le han visto, el más parecido de todos. Ese retrato es la viva imagen de Rodríguez, tal cual era en los últimos dias de su vida, cuando el pesar que le infundían las desgracias públicas, entristeció su semblante, y lo hizo aparecer de mas edad de la que en realidad tenía.

Después de una enfermedad dolorosa, el rector de San Gregorio falleció en esta capital el 31 de Octubre de 1848, fecha que no olvidarán sus deudos, sus amigos y protegidos. Su alma voló a recibir de manos del eterno, la palma destinada a los bienhechores de la humanidad.

México y la república entera, consideraron su fallecimiento como una calamidad pública. Las exequias que se celebraron en su obsequio, pusieron de manifiesto el aprecio con que era visto de todas las clases de la sociedad. En otras de su especie, habrá habido, si se quiere, más pompa, más solemnidad: en ninguna ha habido más sentimiento, ni una tristeza más profunda. El dolor más acerbo estaba retratado en los semblantes de cuantos hablaron a nombre de los establecimientos y corporaciones de la capital; su acento conmovido penetraba el corazón.

El soberano Congreso quiso asociarse al sentimiento público. Expidió un decreto, solicitado por el Gobierno, concediendo al hijo del difunto rector una débil, pero sincera muestra del agradecimiento que la nación debía, al más ilustre de los protectores de la instrucción pública entre nosotros.

La vida del señor licenciado don Juan Rodríguez Puebla, es una de las que más deben estudiarse: una vez comprendida bien, prestará grandes servicios, ofreciendo un brillante ejemplo que seguir.

Sublimes lecciones de virtud, de moralidad y de orden, pueden sacarse de la conducta de ese hombre, cuando con más ampliación, con mayor acopio de datos y por mejor pluma, se escriba su biografía. Nosotros estamos muy hijos de creer que la hemos formado en estos ligeros apuntes, que consagramos á su memoria, como una humilde ofrenda de nuestro agradecimiento.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz