José Tomás de Cuéllar (1830-1894)

Por Mauricio Magdaleno

Prólogo

Cuéllar, José Tomás de. La Linterna mágica, prólogo de Mauricio Magdaleno. México: UNAM, 1992 (Biblioteca del Estudiante Universitario, 27), pp. V-VI, VIII, X-XIV, XVI-XIX, XXI-XXII.

Como Fernández de Lizardi, como Juan Bautista Morales y como Ángel de Campo, José Tomás de Cuéllar cifra un recio capítulo de la vida del pueblo mexicano. Como ellos tres, su voz está y estará presente, en la historia del sentimiento de México, cada vez que se pregunte por un real filón de pueblo y de patria. Como ellos tres, conoció a su gente en sus más íntimas vetas y dio su canto en legítimo recinto de sol y viento mexicanos. Su vida atraviesa de punta a punta lo más fibroso del siglo diecinueve y llega a los años finales de éste, saturada toda de ese estremecimiento que ponen las muchas convulsiones en los viejos de rica y sensible ejecutoria. Basta y sobra con seguirle el paso, a través de sesenta y cuatro años copiosos: nace bajo el gobierno de Bustamante, en días tremendos, calientes aún las pavesas del Plan de Jalapa; se hace niño en el barullo de los pronunciamientos de Santa Anna, la desolación del cólera grande, la mojiganga del Centralismo, la vergüenza de la Guerra de Texas, el oprobio de la de los Pasteles, la carta de Gutiérrez Estrada llorando la disolución del país y reclamando la vuelta a la monarquía, la secesión de Yucatán, el hambre, la revuelta cada seis meses, el caos; se bate, con sus cantaradas adolescentes del Colegio Militar, a las órdenes de Bravo, en Chapultepec; se abre la flor de su juventud entre las fanfarrias que saludan a su Alteza Serenísima y las vísperas que despiden a los restos mortales de Lucas Alamán, mientras por la Costa Chica sonaban ya los cuernos de los pintos de Juan Álvarez y echaba vaharadas de lumbre el Plan de Ayutla; embarnece de seso al calor de la Reforma y la Guerra de Tres Años; mira entrar en su vieja ciudad de México a la hueste de Bazaine y luego a Maximiliano y a Carlota; madura al socaire de los gobiernos de Juárez y Lerdo; se adhiere a la general hambre de paz de la República, exhausta tras de sesenta y cinco años de fiebre, y se arrellana en la calma chicha de la dictadura del general Díaz, en la cual suelta a hablar su vena de poeta y traspasa en buena parte, finando, al cabo, en días de intensa creación material, hacia las postrimerías de ese siglo en el que él dejó perfume, befa y canto…

Hablar de Facundo es traer a colación una página de capitosa dulzura de rompope y de acidez filosófica de Cuaresma mexicana. El pueblo cuyo vivir registra, crepita, como un horno, antes de amasar destino. Se siente la desesperanza de lo que aún no cuaja en conciencia y se revuelve informe, como una larva. La patria, en plena noche obstétrica, pare monstruos, alimañas, oportunistas, prevaricadores, demagogos, aventureros, histriones, farsantes disfrazados de apóstoles, fraude, concusión, medro, cuartelados, oprobio, horror… Era natural. Las patrias no emanan de otra sustancia y la biología –el acaecer de México, durante ese siglo que arde, pertenece por entero a la más pura y elemental connotación biológica– aún no cuaja en conciencia, en noción nacional. El que se asuste de aquellos días que suelen abundar en tufos de vertedero, poco sabe de las hondas realidades en que se gesta, como en matriz de fuego, el destino de todo pueblo. Facundo, contemporáneo del sismo, alma sensible y a la que por lo mismo afecta hasta la fiebre el espectáculo primordial de su gente, se vuelve contra él y lo fustiga. Lo fustiga sin piedad, como sólo antes lo hiciera Juan Bautista Morales, el de aquella invención sulfurosa del Gallo Pitagórico; pero con un instrumento más cuajado, más contundente, más completo: el de la novela. De ahí su vena –y su fortuna y su limitación– de novelista.

[…] Todo Cuéllar es una conmovida obsesión ética. A través de su sarcasmo –casi siempre sangriento e inexorable– se llora la suerte de un país entregado a la anarquía, cuya clase alta sólo se ocupa de banquetearse, de lucrar y de coludirse con el poderoso en turno; cuya clase media –dramatis personae preferido de Facundo y sondeado por su garra en todas sus dimensiones– desfallece en la cursilería de la imitación de aquélla, en el escepticismo más sordo y en la frivolidad más densa, y cuya clase baja se arrastra en el arroyo, encanallada y soez, como una piltrafa.

[…] Como con razón dijo de él su contemporáneo Antonio de la Peña y Reyes: “Cuéllar es todavía el novelista que aparece, que raciocina, que se muestra al lector. No quiere que creamos a sus personajes, quiere que le creamos a él; no desea que su libro por sí solo nos deje una honda huella, él desea dejárnosla; y de aquí que corte el diálogo, que interrumpa la acción, que atrofie el entusiasmo para entregarse a las abstracciones metafísicas, a. los raciocinios moralizadores, a los arrebatos de su espíritu. Siempre está él pasando lista de presente en esa asombrosa revista de tipos, de costumbres, de recuerdos, de defectos sociales, de gangrenas mexicanas que desfilan por los vidrios, por los espejos, mejor dicho, maravillosamente exactos de La Linterna Mágica“.

[…]

Cuéllar –como el propio Pensador al que en cierto modo prolonga, como Ángel de Campo, que en cierta manera habría de prolongarlo– es un hijo de la ciudad de México, donde aparece en el registro civil, allá a fines del año de 30, capital año de gracia del gobierno del general Santa Anna. Es la víspera del cólera grande, la antevíspera del otro cólera, el de Texas, el de la disgregación de México. Buena familia, como se decía ya en los estrados de aquella encantadora y sufrida burguesía recoleta de merienda de chocolate y pastelillos de monjas y pretensiones de blasón proveniente de dos siglos antes. Como de buena familia, los estudios en el afamado Colegio de San Gregorio son obligatorios; obligatorios, también, con la adolescencia hirviéndole en la sangre, los del no menos afamado y antiguo de San Ildefonso. Poco después –los años son abundantes en borbotones de historia nacional– desfila bajo los arcos del Colegio Militar de Chapultepec. La invasión norteamericana, los desastres de Santa Anna, Churubusco… Los tercios del Norte están frente a Chapultepec. Cuéllar –tiene a la sazón diecisiete años– se bate contra el extranjero, lado a lado de Melgar, de la Barrera, Escutia, Márquez. Una ficha: también se bate –como un héroe, un héroe adolescente– otro muchacho que once años más tarde habría de hacer ruido: Miguel Miramón. La tropilla de adolescentes del general Bravo es sacrificada por mitad. La otra mitad arrastraría por siempre el desencanto, la desesperación de aquel septiembre tremendo. Días azolvados de angustia, angustia de México, angustia de Cuéllar. La república, desgarrada, desangrada, amputada, jadea: hay minutos en los que parece que se disuelve. El hombre, sin embargo, como el país convulso, halla puerta: Cuéllar escribe en la prensa, un año más tarde. A la vez, se hace pintor. Pintor mediocre de escenas callejeras. Se agolpa, en tanto, el fragor de la catástrofe –Ayutla, la Constitución, la Guerra de Tres Años, la Intervención Francesa… Maximiliano y Carlota aparecen en Veracruz, apeando de la Novara. El horno parece que fuera a estallar. En Chapultepec, donde dieciocho años antes se batiera contra otro invasor este Cuéllar que tiene ahora treinta y cinco, suenan los valses de Viena en los saraos de los Emperadores. El ex periodista vuelve a las andadas: galeras sin gloria de La Libertad. Alguna vez, en la casa paterna, en días ya lejanos de la infancia, había hecho teatro moralizante: en el patio se tendía la pequeña vela y a su cobijo crecía el estrado de párvulos, tras de la siesta sollozada por las palomas familiares; no tiene nada de extraño, pues, que vuelva a hacerlo. Las andadas atraen siempre a los pasos fervorosos: escribe teatro. Recojamos, porque es justo, tres nombres –y en torno de alguno el éxito puso sus mayúsculas– El arte de amar, El viejito Chacón, ¡Qué lástima de muchachos! Había nacido para evangelizar: su teatro no se sustrae a esta vena congénita. Restauración de la República, restañar de heridas, pacificación del país que sale del infierno. Facundo –ya es Facundo– frecuenta tertulias, mentideros, clubes elegantes, salones, saraos; por el día, sin embargo, desaparece y yerra entre los patios hediondos de las vecindades del populacho, husmea los humores de la horda, mete la cabeza aquí y allá, toma apuntes. Con las gafas hundidas entre dos resquicios del vertedero, le sorprende –al país también, salvándolo de la guerra civil– la muerte de Juárez. Facundo se agrega, a inmediato, al nuevo grupo que inscribe en su banderín, como cláusula esencial, la paz. La paz que todo México anhela, la paz que hace, a la sazón, sesenta y seis años que no existe en la república exhausta, la paz a cuya sombra el país cobrará perfil e ingresará –¡al fin, al fin!– al cuadro de las sociedades civilizadas. Los cuatro años candentes del general González galopan a lomos del descontento universal; el níquel y la Deuda Inglesa hacen el resto. El general Díaz vuelve al poder, que no soltaría ya sino hasta doblado el siglo, veintisiete años más tarde. José Tomás de Cuéllar –el gobierno no olvida a los viejos amigos– es Secretario de la Legación en Washington, donde envejece y le gana la tristeza del destierro. A la sombra de la paz de la dictadura, medra la rica vena novelera y evangelizadora; los años traen novelas, más novelas: la luz de La Linterna Mágica crece. Ya es el reputado autor de una docena de libros cuantiosos; sus héroes andan en las manos de todo el mundo, pulcramente enfundados en aquellas encantadoras cartulinas catalanas de Espasa y Compañía. La voz que condensó el tumulto del horno mexicano se apaga, blandamente, con el noventa y cuatro. Sintiéndose concluir, vuelve a la patria. Es febrero, mes de ventiscas, de aguanieves y de presagios de primavera. El refrán reza: “Enero y febrero, desviejadero”. Facundo se va cuando los árboles de los viejos jardines de la capital recogen el primer hálito del año. Era un domingo, día capital en la feria de La Linterna Mágica. He aquí un documento –el postrero, sobre la sepultura aún fresca del finado– que publica El Tiempo, el día 15 de aquel febrero:

El literato, el poeta, el pintor de nuestras costumbres, D. José Tomás de Cuéllar, conocido en el mundo de las letras bajo el seudónimo de Facundo, ha dejado de existir. El domingo, después de larga y penosísima enfermedad, falleció en la casa del coronel don Gabriel Cuevas. Es una pérdida para las letras mexicanas la muerte de Facundo. Su espíritu, eminentemente observador, dio a la literatura mexicana obras tan acabadas como Isolina la ex figuranta, Las gentes que son así, Los fuereños, Los mariditos, Baile y cochino, etc., etc. No son sus obras literarias los únicos méritos que el señor Cuéllar tiene para que su memoria sobreviva. En los tiempos de la intervención norteamericana, Cuéllar, que era alumno de la Escuela Militar, prestó su contingente de sangre y su nombre figura al lado de los que combatieron en el Molino del Rey…

[…]

Desde los días de Juan Bautista Morales, el genial panfletista del Gallo Pitagórico, no había sido puesto en pie un torrente más caudaloso de vida mexicana que el que endereza, a lomos de su serie novelesca, Facundo. Es amargo, cáustico, incisivo, y tiene el rigor inflexible de una lente de fotógrafo que capta en bruto un material vulgar, de una vulgaridad de charca y de antro. Se siente a sí mismo, cuando empuña el flagelo, un maestro de costumbres y un enderezador de entuertos. Su oficio le suena en el corazón con halagos misioneros. ¡Y tiene tantos reparos este fácil novelista que todo lo resuelve con un truco fácil de moralista! Casi siempre es banal; en veces –y no son poco frecuentes– aburre y aletarga, como un sol de siesta cargado de moscas; escasamente produce un auténtico borbotón de belleza en grande, como esos que unos años más tarde, doblando al siglo nuevo, saldrían a resplandecer de las manos de Rafael Delgado, de Ángel de Campo. En realidad, apurando los registros de su genuina filiación, Facundo es un romántico que si trae la intención de Balzac, no logra amasar obra sino de evidente extracción folletinesca de Los Misterios de París de Eugenio Sué. Correcta y clara la ficha que al respecto forma Pérez Martínez, el exégeta moderno más eficaz de este Cuéllar precursor de tantos hilos de ahora: “Sorprende encontrar en Facundo un alma romántica. El escritor que penetró en las casonas de vecindad y en la vida privada de los mexicanos de su época, con ojos abiertos y carnet ávido, para contar intimidades y perseguir una huella de fealdad moral en los hombres, fue un romántico. Ello se acredita en ese deseo de componer el mundo y regirlo conforme a una bondad inmanente y en la pasión puesta al servicio de la virtud, y en la ironía de que colma los contrastes; en la obsesión por exhibir vicios incurables y, aun, en lo que pudiera llamarse, inocentemente, técnica del novelista. La Linterna Mágica va en una sola, constante dirección: exaltar la virtud. Todas las armas serán buenas en la lid: el anatema, el ejemplo, la reflexión, la consecuencia”. Verdad todo, de principio a fin. ¡Creía este buen notario mexicano que el mundo se compone con discursos y que el predicador tiene su parte –considerable parte– en el advenimiento de la regeneración moral del hombre y en la aceleración de eso que él y sus contemporáneos connotaban con una fe religiosa: el progreso! ¡Qué lejos, qué lejos andamos ya de aquellos días encantadores de la cándida patraña positivista!

Y, sin embargo, pocos como él –y por eso me place renovar viejas páginas de La Linterna Mágica— han manejado una miga más entrañable de patria. De un modo u otro, con paso pueril e inocente intención trasnochada, penetró hasta lo hondo de la sustancia de un pueblo. Y nada más que este hecho fundamental, decisivo y grave, me interesa para no regatearle mi fervor, a él que tan fervorosamente llevaba en el ser estremecimientos de auténtica pasión de pueblo de México. Cuando se habla de genuinos giros mexicanos, de reales palpitaciones de pueblo y tierra nuestros, Cuéllar aparece, por propio derecho, lado a lado del Pensador, de Inclán, de Morales, de Delgado, de Micrós, de Azuela. Su voz –impura, convencional, melodramática voz– emana de raíz y jadeo nacionales. Y estos son sus guarismos capitales, a la hora de verificar el corte de caja que esta generación, forzosamente, habrá de hacer del viejo cantarada de Baile y cochino y Ensalada de pollos. Sus deficiencias, sus limitaciones, sus lagunas, no son escollos definitivos para la historia del sentimiento de México: de peores bancos de arena moralizante y cuaresmal, el Pensador y Morales han surgido, a su hora justa, a reclamar su sitio en el recinto espiritual del país. Como antecedente, desde luego, Facundo es y será inevitable. Silenciar su canto, porque no fue ni profundo ni inspirado ni soberbio, será cosa que fácilmente admitirán aquellos para quienes sólo cuenta el valor formal de la obra literaria; para mí tiene legítimos lingotes de oro en razón a la verdad humana del hontanar de que emana y dejo al puro literato el encogerse indiferente de hombros: yo no me encojo, amigo Cuéllar, y saludo en ti a un esencial gajo de México. […] Con Facundo habrá de encontrarse todavía México en muchos cruceros. Sin su testimonio, la más rigurosa mención del sobresalto sentimental de México estará incompleta. Quien dude de que Cuéllar connota algo esencial en la literatura mexicana, sepa que las esencias del buen canto nacen, siempre, de conmovida pasión de pueblo. […]

He aquí el libro, bien cargado de aire mexicano como un buen día de sol y viento de la barriada. El hilo de destino patrio que allí late no se ha ajado, ni marchitado, ni carcomido, ni oxidado: seña de que Facundo atinó plenamente al darle voz. Voz cansina, monótona, cáustica, hilarante, de Baile y cochino, voz de soberanas vitaminas populares de México, voz de jolgorio y mitote en la casa de las muchachas Machuca. Sensorio de hoy beba el viejo perfume de aquel día ya lejano de Facundo.

Transcripción por Miguel Ángel de la Calleja

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz