Servando Teresa de Mier (1763-1827)

Por Christopher Domínguez Michael

El narrador: La ley del pícaro

Christopher Domínguez Michael, “El narrador: La ley del pícaro”, en Fray Servando Teresa de Mier, Memorias, Ciudad de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008, pp. ix-xiii.

Yo poseo el talento de pintar monstruos; pero aún no es tiempo de trazar el cuadro.

Mier, Manifiesto apologético [1820]

Y aunque los pícaros no lo son en particular de nadie, sonlo de la república, para todos los que quieren alquilar; ocupándolos en cosas viles.

Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española [1611]

Si por pícaro entendemos, como dicen las autoridades, a un tipo de persona descarada, traviesa, bufona y de mal vivir, aunque no exenta de empatía, no cabe duda que Servando llevó una vida de pícaro durante algunos años. Fue, como lo hemos dicho, un pícaro a su pesar, ajeno a esa elección de libertad y de ruptura social que algunos autores asocian a la condición picaresca. Como consecuencia del sermón de 1794 la honra de Mier se vio en severo entredicho y se batió, utilizando artilugios de pícaro, para recuperarla, escapando de prisiones y conventos, usurpando títulos, malviviendo en conflicto con la regla dominicana. Podría decirse que por el camino de la picaresca transformó su altanería criolla en convencimiento de que el Imperio español era la causa de su desgracia y la de su nación, ansiosa de recuperar su linaje apostólico.

Mier utiliza la palabra “pícaro” de dos maneras en las Memorias. Una, la más frecuente, nombrando como pícaros a sus enemigos, desde los más temibles, el arzobispo Núñez de Haro y su agente de León, hasta los más brutos o risibles de los personajes que su ordalía le dio por malhadada compañía. En segunda instancia, y es allí donde Servando expropia lo que hay de simpatía en ese adjetivo que él usa como peyorativo, el fraile admite poseer cierta picardía cristiana, o sea, el uso del descaro, la vagancia y la bufonería —que no la mala vida propiamente dicha— como medio evangélicamente mandatado para alcanzar el fin deseado: la reparación de la honra. No en balde, en varias ocasiones, al escapar se justifica con […] “cuando en una ciudad os persigan, huid a otra”.

Servando desconocía el arte de la novela —tal cual se entendía en el siglo XVIII— e ignoraba que ésta pudiese ser un recurso a la mano para expresar la individualidad o comprender el mundo. Una de las pocas novelas citadas por Mier, Fray Gerundio de Campazas, de Isla, era, además, un texto antipicaresco, al grado que a su autor, jesuita ilustrado novator, jamás se le hubiese ocurrido narrar la aberrante vida de su personaje utilizando la primera persona. Para un educador como de Isla, el yo implicaba —como de alguna manera sigue ocurriendo— que el lector desprevenido creyese que el creador y su criatura eran una misma persona.

Sintiéndose obligado a narrar su propia, Mier escogió el autobiográfico y , sin desearlo, entró a las tierras bajas de la literatura picaresca. Isla, al contrario que Servando, estaba consciente de estar escribiendo una novela (que para él era una sátira con fines moralizantes), al grado que recurrió a modelos canónicos como el Quijote, El Buscón, Guzmán de Alfarache o La pícara Justina. Quizá Mier conocía esas novelas, pero tanto el calificativo pícaro como la expresión quijotismo, por ejemplo, son para él una tipología de origen literario que se ha transformado en elemento de la conversación, como cuando nosotros llamamos a una situación “kafkiana” o “surrealista”.

Teólogo, Mier jamás sintió necesidad alguna de apoyarse en ninguna tradición novelesca, pues creía que la novela era sinónimo de “realidad fingida”. Esa analogía, según Francisco Rico, nació a mediados del siglo XVI y presenta la novelización de los hechos como cosa poco creíble, una puesta en escena que deforma o caricaturiza la realidad con propósitos generalmente licenciosos o edificantes. Cuando Mier dice que al alcalde de Madrid “mi historia le pareció una novela, y seguramente fingida“, se está quejando. Soy yo quien subrayo: su historia es el conjunto de los hechos reales que le han ocurrido, una persecución tan insólita que parece una novela: lo inverosímil, el fingimiento, la mentira.

Al redactar las Memorias en 1819 Mier es un acusado que no puede prescindir del yo. En ese instante, el fraile pierde toda posibilidad de regresar de su propia picardía, pues como sostiene Rico, “el yo es la única guía disponible en la selva confusa del mundo: pero —no lo olvidemos— guía parcial y del momento, tan cambiante como el mismo mundo”. Esa elección resulta tanto más irremediable debido a la pobreza de la documentación biográfica sobre Mier. El yo servandesco es la única guía a la mano, no sólo para él sino para sus lectores. Como tantos narradores picarescos, algunos anónimos, Mier diluyó las fronteras entre autor y personaje. Proponiéndoselo como retórico no le hubiera salido mejor.

Sin entrar en la espesa polémica sobre la cuál es la verdadera novela picaresca, donde ni siquiera hay un acuerdo en considerar al Lazarillo de Tormes (1554) como el libro de fundación, doy a la fórmula su sentido más amplio, siguiendo el hilo maestro de Mateo Alemán con Guzmán de Alfarache (1599 y 1604), a partir del cual se tejió una madeja de subgéneros, negaciones y falsificaciones. La literatura picaresca española, hasta su extinción, se caracterizó porque cada obra dizque canónica provocaba una réplica heterodoxa, convirtiéndose en un perdurable mapa simbólico, gracias a la parálisis que fue invadiendo a la cultura hispánica hasta bien entrado el siglo XIX. Ello explica que ni Mier ni Fernández de Lizardi tuviesen grandes reparos en utilizar una forma agotada que los ilustrados españoles habían combatido sin éxito, precisamente gracias al grado de aceptación popular del que disfrutaba.

Las Memorias de Mier ocurren en las tierras ya deforestadas de la Picardía hispánica. Son el último gran libro de la tradición picaresca, escrito durante el crepúsculo del Imperio que había sido de Carlos V y Felipe II. Y dado que las formas degradadas suelen ser antinómicas, no es extraño que, autor de una obra tardopicaresca, Mier sea también un escritor antipicaresco.

La apariencia indica que las Memorias, señaladamente la relación, que cubre el viaje de Servando por Europa entre 1795 y 1805, es una narración picaresca. Reúne casi todas las características canónicas: primera persona, trama episódica, desorden narrativo y digresiones didácticas. Antepongo de inmediato las objeciones: la primera persona en Mier no pretendió ser un artificio literario, la trama episódica responde a necesidades judiciales y políticas, el desorden narrativo es obra de un teólogo sin formación literaria y las digresiones didácticas responden a la necesidad de exponer una hipótesis teológica y política: la predicación de Tomás en América. Además, Servando, hombre de una época revolucionaria, expone abiertamente doctrinas heterodoxas (jansenismo, galicanismo, antihispanismo) que ningún autor del Barroco español habría tocado sin recurrir a un sistema alegórico que nuestro fraile detestaba por vetusto. Finalmente, muchísimas de las fórmulas servandianas de autodefensa, tan alambicadas, no son ni barrocas ni picarescas, sino [que] responden a la retórica habitual de los empapelados del siglo XVIII que, como Melchor de Macanaz, se vieron obligados a escribir febrilmente para librarse de reyes e inquisidores.

¿Por qué Servando escogió ese género para escribir sus Memorias? Careciendo de explicaciones retóricas del autor o de referencias sobre sus gustos profanos, no habiendo en su obra anterior —la Historia— señalización confiable de ese rumbo, conjeturo que Mier fue sensible a la onda expansiva, que atravesó un par de siglos, de la novela picaresca. Preso en 1819, la forma natural que encontró para narrar su vida y peripecias fue ésa, de la misma manera que los jóvenes que intentan los versos repiten sin darse cuenta rimar o ripios de Amado Nervo sin saber que sólo son fugaces depositarios de la cultura sentimental de sus bisabuelos. En el curso del siglo XVIII, la picaresca como apariencia formal no desapareció, como lo prueban Fray Gerundio de Campazas, o los libros tan geniales de Diego de Torres Villarroel.

La elección retórica vendría, si acaso, del universo eclesiástico. Mier conservó la identidad, que remite al Elogio de la locura, de Erasmo, que hace de lo novelesco un equivalente de los apartes pintorescos del sermón aquello que degeneró en gerundianismo. En la picaresca del sermón vale como aventura y la aventura como sermón. En el fondo, como las manchas del rey y la reina en el espejo de Las meninas, la verdadera trama de las Memorias, como de las Cartas a Juan Bautista Muñoz que las preceden y del Manifiesto apologético que las remata, no es la fuga sin fin del doctor Servando Teresa de Mier, sino la predicación apostólica de Tomás en América.

Transcripción, edición y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz